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Huellas N.1, Enero 1985

IGLESIA

Liberación, ¿cómo?

Javier Prades

Una reflexión sobre la fe del hombre cristiano y su salvación a propósito de la «Instrucción sobre la teología de la liberación».

La «instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación» ha dado lugar a un debate amplio (revistas, prensa diaria, Parroquias y grupos cristianos) en torno a muy diversos aspec­tos y problemas de la teología, no sólo en Latinoamérica sino en Europa, y por lo que a nosotros toca, también en España.
Junto a titulares sensacionalistas afloran formulaciones, actuales o de los últimos años, en las que casi todos los campos de la teología se ven retocados; sin ningún ánimo de exhaustividad podemos señalar algunos: eclesiología, relación exégesis bí­blicateología, soteriología, cristología, an­tropología teológica...
No es fácil enjuiciar una corriente teoló­gica tan amplia y diversificada como la teología de la liberación sin un conoci­miento profundo y detallado de los auto­res, de las situaciones eclesiales y del con­texto social. Por eso no podemos determi­nar con seguridad si la Instrucción de la S. Congregación está cazando brujas inexis­tentes o si es atinada en su diagnóstico de la teología en Latinoamérica.
Sin embargo, algunos capítulos de la Instrucción (del VII al X) se ocupan de las «cuestiones de método»: el análisis marxis­ta, su conversión teológica, el sentido de la verdad y una nueva forma de hacer teolo­gía. Y los criterios que en ellos se ofrecen dan pie a una reflexión, más allá de locali­zaciones geográficas, sobre la inspiración y la fundamentación de un cierto estilo dominante de entender y presentar el men­saje evangélico actualmente. En lo referen­te a la comprensión de la fe, del hombre y de su salvación, que son los únicos temas que aquí vamos a abordar, sus rasgos ca­racterísticos podrían ser, entre otros, los siguientes: una admisión casi sin reservas de los presupuestos filosóficos que han da­do origen al secularismo moderno en Occi­dente; la consiguiente división del hombre en dos esferas lejanas entre sí: el hombre co­mo ciudadano y el hombre como creyente; una excesiva preponderancia (a veces ex­clusiva) de los elementos técnicos y de transformación del mundo para definir la salvación cristiana.

EL MUNDO Y SU SALVACIÓN
La piedra de toque en las argumentacio­nes es la sinceridad de la actuación cristia­na para contribuir a la transformación de un mundo a todas luces injusto. Suele pre­sentarse con una fórmula ya acuñada: ¿desde dónde?, esto es, ¿desde dónde está hecha tu teología?, ¿desde dónde haces tu oración?, ¿desde dónde evangelizas? ... Se quiere subrayar el carácter determinante del entorno de la fe para que ésta sea o no eficaz en la transformación. Cuando la si­tuación del mundo (en concreto la situa­ción económica y social de España) es en muchos casos angustiosa, el deber prime­ro de un cristiano sería depurar su fe de to­da las adherencias (instalación, comodidad, posesión, seguridad) mediante un compromiso eficaz con los más necesita­dos. Si en ese proceso uno no determina con claridad de qué parte está, se convierte automáticamente en cómplice de la injusti­cia.
El problema reside, en el fondo, en de­terminar cuál es la salvación que la fe ofre­ce al hombre de hoy, especialmente al más pobre. Lo que queremos saber es cómo la fe libera, y para ello debemos investigar cómo es nuestra fe, cómo somos nosotros y cómo es la esperanza y la salvación que ofrece Jesucristo.

COMO ES NUESTRA FE
Averigüemos primero como era en otros tiempos y como ha evolucionado. En el pensamiento cristiano primitivo se tenía una visión unitaria y total de la existencia cristiana; hasta la Alta Edad Media la si­tuación permanece idéntica en lo esencial: lo que impulsa la labor de los cristianos es la conciencia viva de la unidad de la exis­tencia cristiana como mundo y como gra­cia. Luego empieza la disgregación, y la unidad del conocimiento de la existencia se desgarra entre los cristianos. El creyente ya no se halla con su fe en la realidad del mundo y menos aún en cuanto creyente. Se elabora una forma de creer «química­mente pura» que quiere ser como la forma propia de la fe. De aquí derivan distintas formas de existencia cristiana: replegarse a la interioridad y abandonar el mundo, o justificarse ante la conciencia científica lai­ca, o acomodarse a la nueva mundanidad. Esto no quiere decir que la fe se haya he­cho más débil, pero es una fe a la que se la ha escurrido el mundo y que se halla en peores condiciones de recuperarlo y con­formarlo, en cuanto concepción del mun­do y en cuanto salvación de la realidad hu­mana.
Compresión de la realidad: Esta evolución no se ha dado sólo en el campo que hoy lla­mamos «religioso», sino que supone un nuevo concepto de verdad y de realidad.
Para los antiguos y medievales el ser mismo es verdadero, es decir, se puede co­nocer porque Dios, que es el entendimien­to por esencia, lo ha hecho; en Él pensar y hacer son una misma cosa. La obra huma­na es por el contrario algo contingente y efímero. Mientras que el ser es idea, es pensable y puede ser objeto de conoci­miento, la obra del hombre no es plena­mente comprensible, le falta actualidad e inteligibilidad plenas.
En la Edad Moderna cambia profunda­mente el concepto de verdad. Lo verdade­ro no es el ser (pensado por Dios) sino lo que nosotros mismos hemos hecho. La identidad entre verdad y ser es sustituida por la identidad entre verdad y facticidad; el espíritu humano debe reflexionar no sobre el ser sino sobre el hecho, sobre el mundo exclusivo de los hombres. La histo­ria, que había sido antes despreciada por acientífica se convierte, junto a la matemá­tica, en la única ciencia verdadera, despla­zando a la antigua metafísica. La filosofía misma pasa a ser un problema de la histo­ria.
Este programa no resulta suficiente y de­be ceder su puesto a una nueva compren­sión de la realidad y la verdad: la verdad no es ni la verdad del ser, ni la de las accio­nes del hombre, sino la de la transforma­ción del mundo, la de la factibilidad; una verdad que mira al futuro y a la acción. El historicismo sufre una grave crisis porque los hechos no son seguros sino que son ambiguos, deben ser explicados. El hom­bre sólo puede conocer lo repetible, lo que aparece ante sus ojos al hacer experimen­tos. El transmisor real de auténtica seguri­dad es sólo el método científico nacido del experimento repetible. La técnica deja de ser un estadio inferior de desarrollo espiri­tual y se convierte en la auténtica posibili­dad y el auténtico deber del hombre.
Lugar de la fe: Siendo esta la perspectiva dominante en nuestro mundo la tentación es situar la fe en el ámbito de la transfor­mación. Y no carecería de alguna razón por­que la fe cristiana tiene que ver con el he­cho y con la historia (no en vano el judeo­cristianismo rompe las visiones cíclicas y míticas del tiempo) y con la transforma­ción (que también nace de la tradición ju­deocristiana). Pero colocando la fe en alguno de estos planos nunca se alcanza a descubrir el significado de la frase «yo creo». Porque la fe se sitúa en un plano distinto del hacer y de lo factible, de la his­toria y de la técnica. Y no se la puede ha­llar en esas formas de saber. Quien así en­tiende la realidad no penetra lo genuino de la fe. Creer significa confiarse a la inteli­gencia (logos) que nos lleva a nosotros y al mundo. Significa comprender nuestra exis­tencia como respuesta a la Palabra que sostiene todo.
Esta visión de la fe supone toda una concepción del mundo, de la verdad y de la realidad: aceptar (recibir como un don) que lo más íntimo de la existencia humana no se sostiene por lo visible, que el hombre camina detrás de una ilusión al entregarse a lo visible.

COMO SOMOS NOSOTROS
La antropología también ha sufrido el influjo de opiniones ajenas a la primitiva visión unitaria; el resultado es que el hom­bre se escinde en dos órdenes casi autóno­mos: su vida de fe y su destino sobrenatu­ral (realidades «interiores»), y su vida nor­mal y su actuación en el mundo (acordes a criterios neutrales, meramente humanos).
Se concibe una naturaleza humana com­pleta en si misma, a la que luego Dios pue­de manifestar un destino más elevado pero que en cualquier caso se podría explicar por sí misma. Cabría pensar un sentido para el hombre que no fuera Dios mismo o, si se acepta que Dios es el sentido últi­mo del hombre, éste aparece como algo to­talmente desconectado de su naturaleza, exterior a sus deseos e inclinaciones más profundos.
No es esa la visión de la Escritura y de la mejor tradición cristiana: para los Padres el hombre es hombre por su vocación a la comunión con Dios y ha sido creado sólo para ese fin. Somos criaturas y a la vez más que eso. No alcanzamos a explicar las aspiraciones profundas de nuestro corazón con nada de lo que está a nuestro alcance y percibimos que sólo el amor de Dios gra­tuitamente otorgado, la participación en la Trinidad, nos sacia. En esta paradoja en­contramos una de las mayores peculiaridades de la fe cristiana, que condiciona todas las aplicaciones concretas del evangelio al mundo.
No todas las filosofías y éticas son capa­ces de expresar con propiedad estas para­dojas, y aún las que aparecen como más adecuadas sufren un desbordamiento, se ven superadas eminentemente cuando re­flejan la realidad de lo cristiano. Recorde­mos las gravísimas crisis del primer cristia­no para expresar su fe en categorías filosóficas griegas, en las que aquellos que fue­ron más fieles al sistema-filosófico griego y su concepción del mundo no pudieron dar cuenta de la riqueza de la revelación.

COMO ES NUESTRA SALVACIÓN Y NUESTRA ESPERANZA
Nosotros creemos (arriesgamos nuestra vida y recibimos como un don) que la ple­nitud a la que aspira nuestro corazón se ha manifestado en la Historia en el aconteci­miento de la Encarnación. La salvación (no sólo como liberación del pecado en to­das sus formas sino como planificación de nuestros deseos) se nos ha dado gratuita­mente en Jesucristo.
Y no sólo como una suma de salvaciones individuales, sino que Cristo da al mundo su sentido y es el fin de la creación toda. Dios ha creado todo en y por Jesucristo de manera que Cristo alcanza una relevancia cósmica universal y los valores cristianos nunca pueden convertirse en cuestión me­ramente privada. No es dudar de la auto­nomía temporal del mundo sino afirmar que lo cristiano lejos de ser una superposi­ción a lo humano es esto último en su ple­nitud y profundidad definitivas.
La historia se muestra en sí misma ambi­gua y abierta, como corresponde a un en­cuentro de libertades. Todo juicio definiti­vo sobre ella es imposible. Pero la fe cris­tiana descubre un sentido salvador que proyecta luz definitiva sobre la Historia. La Historia de la Salvación (protagonizada por el pueblo de Israel y después por la Iglesia) tiende a extenderse, a eliminar to­da barrera porque contempla el mundo en su integridad a la luz de Cristo.
Frente a otras interpretaciones de la his­toria y de la esperanza, los cristianos en­contramos en un acontecimiento ya sucedi­do la clave de la salvación: Jesús (el Lo­gos) no es sólo la definitiva definición de Dios, sino también del mundo y del hom­bre. Él, manifiesta la plenitud escatológi­ca, el sentido de la realidad en su totali­dad. Este es el escándalo de la pretensión de Jesús y de los cristianos. La redención no se yuxtapone a la creación, ni la gracia a la naturaleza, ni el cristianismo al mun­do, sino que, gratuitamente, muestran su plenitud.
Por eso nuestra esperanza no es de algo que vendrá sino, en primer lugar, de algo que ha venido. No vivimos de una prome­sa de futuro condicionada a no se sabe qué transformaciones, sino de un cumplimien­to, cuya plenitud llegará al final de los tiempos pero de cuyas primicias ya disfru­tamos. Jesucristo tienen hoy (no mañana) vigencia universal porque manifiesta a to­do hombre, en su degradación humana y en su esfuerzo por salir de ella, cual es su verdad más honda: un amor que sufre por los demás hasta la muerte.

CONCLUSIÓN
La lectura de la Instrucción puede ayu­darnos a desvelar los presupuestos con que entendemos nuestra fe y nuestra esperan­za, y en consecuencia, nuestra caridad. El esfuerzo de conversión continua que nos reclama el evangelio nos debe llevar a no pactar nunca con la injusticia, y para ello, nada mejor que buscar siempre la fidelidad a la paradoja original de la fe cristiana: La Cruz de Jesucristo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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