Una reflexión sobre la fe del hombre cristiano y su salvación a propósito de la «Instrucción sobre la teología de la liberación».
La «instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación» ha dado lugar a un debate amplio (revistas, prensa diaria, Parroquias y grupos cristianos) en torno a muy diversos aspectos y problemas de la teología, no sólo en Latinoamérica sino en Europa, y por lo que a nosotros toca, también en España.
Junto a titulares sensacionalistas afloran formulaciones, actuales o de los últimos años, en las que casi todos los campos de la teología se ven retocados; sin ningún ánimo de exhaustividad podemos señalar algunos: eclesiología, relación exégesis bíblicateología, soteriología, cristología, antropología teológica...
No es fácil enjuiciar una corriente teológica tan amplia y diversificada como la teología de la liberación sin un conocimiento profundo y detallado de los autores, de las situaciones eclesiales y del contexto social. Por eso no podemos determinar con seguridad si la Instrucción de la S. Congregación está cazando brujas inexistentes o si es atinada en su diagnóstico de la teología en Latinoamérica.
Sin embargo, algunos capítulos de la Instrucción (del VII al X) se ocupan de las «cuestiones de método»: el análisis marxista, su conversión teológica, el sentido de la verdad y una nueva forma de hacer teología. Y los criterios que en ellos se ofrecen dan pie a una reflexión, más allá de localizaciones geográficas, sobre la inspiración y la fundamentación de un cierto estilo dominante de entender y presentar el mensaje evangélico actualmente. En lo referente a la comprensión de la fe, del hombre y de su salvación, que son los únicos temas que aquí vamos a abordar, sus rasgos característicos podrían ser, entre otros, los siguientes: una admisión casi sin reservas de los presupuestos filosóficos que han dado origen al secularismo moderno en Occidente; la consiguiente división del hombre en dos esferas lejanas entre sí: el hombre como ciudadano y el hombre como creyente; una excesiva preponderancia (a veces exclusiva) de los elementos técnicos y de transformación del mundo para definir la salvación cristiana.
EL MUNDO Y SU SALVACIÓN
La piedra de toque en las argumentaciones es la sinceridad de la actuación cristiana para contribuir a la transformación de un mundo a todas luces injusto. Suele presentarse con una fórmula ya acuñada: ¿desde dónde?, esto es, ¿desde dónde está hecha tu teología?, ¿desde dónde haces tu oración?, ¿desde dónde evangelizas? ... Se quiere subrayar el carácter determinante del entorno de la fe para que ésta sea o no eficaz en la transformación. Cuando la situación del mundo (en concreto la situación económica y social de España) es en muchos casos angustiosa, el deber primero de un cristiano sería depurar su fe de toda las adherencias (instalación, comodidad, posesión, seguridad) mediante un compromiso eficaz con los más necesitados. Si en ese proceso uno no determina con claridad de qué parte está, se convierte automáticamente en cómplice de la injusticia.
El problema reside, en el fondo, en determinar cuál es la salvación que la fe ofrece al hombre de hoy, especialmente al más pobre. Lo que queremos saber es cómo la fe libera, y para ello debemos investigar cómo es nuestra fe, cómo somos nosotros y cómo es la esperanza y la salvación que ofrece Jesucristo.
COMO ES NUESTRA FE
Averigüemos primero como era en otros tiempos y como ha evolucionado. En el pensamiento cristiano primitivo se tenía una visión unitaria y total de la existencia cristiana; hasta la Alta Edad Media la situación permanece idéntica en lo esencial: lo que impulsa la labor de los cristianos es la conciencia viva de la unidad de la existencia cristiana como mundo y como gracia. Luego empieza la disgregación, y la unidad del conocimiento de la existencia se desgarra entre los cristianos. El creyente ya no se halla con su fe en la realidad del mundo y menos aún en cuanto creyente. Se elabora una forma de creer «químicamente pura» que quiere ser como la forma propia de la fe. De aquí derivan distintas formas de existencia cristiana: replegarse a la interioridad y abandonar el mundo, o justificarse ante la conciencia científica laica, o acomodarse a la nueva mundanidad. Esto no quiere decir que la fe se haya hecho más débil, pero es una fe a la que se la ha escurrido el mundo y que se halla en peores condiciones de recuperarlo y conformarlo, en cuanto concepción del mundo y en cuanto salvación de la realidad humana.
Compresión de la realidad: Esta evolución no se ha dado sólo en el campo que hoy llamamos «religioso», sino que supone un nuevo concepto de verdad y de realidad.
Para los antiguos y medievales el ser mismo es verdadero, es decir, se puede conocer porque Dios, que es el entendimiento por esencia, lo ha hecho; en Él pensar y hacer son una misma cosa. La obra humana es por el contrario algo contingente y efímero. Mientras que el ser es idea, es pensable y puede ser objeto de conocimiento, la obra del hombre no es plenamente comprensible, le falta actualidad e inteligibilidad plenas.
En la Edad Moderna cambia profundamente el concepto de verdad. Lo verdadero no es el ser (pensado por Dios) sino lo que nosotros mismos hemos hecho. La identidad entre verdad y ser es sustituida por la identidad entre verdad y facticidad; el espíritu humano debe reflexionar no sobre el ser sino sobre el hecho, sobre el mundo exclusivo de los hombres. La historia, que había sido antes despreciada por acientífica se convierte, junto a la matemática, en la única ciencia verdadera, desplazando a la antigua metafísica. La filosofía misma pasa a ser un problema de la historia.
Este programa no resulta suficiente y debe ceder su puesto a una nueva comprensión de la realidad y la verdad: la verdad no es ni la verdad del ser, ni la de las acciones del hombre, sino la de la transformación del mundo, la de la factibilidad; una verdad que mira al futuro y a la acción. El historicismo sufre una grave crisis porque los hechos no son seguros sino que son ambiguos, deben ser explicados. El hombre sólo puede conocer lo repetible, lo que aparece ante sus ojos al hacer experimentos. El transmisor real de auténtica seguridad es sólo el método científico nacido del experimento repetible. La técnica deja de ser un estadio inferior de desarrollo espiritual y se convierte en la auténtica posibilidad y el auténtico deber del hombre.
Lugar de la fe: Siendo esta la perspectiva dominante en nuestro mundo la tentación es situar la fe en el ámbito de la transformación. Y no carecería de alguna razón porque la fe cristiana tiene que ver con el hecho y con la historia (no en vano el judeocristianismo rompe las visiones cíclicas y míticas del tiempo) y con la transformación (que también nace de la tradición judeocristiana). Pero colocando la fe en alguno de estos planos nunca se alcanza a descubrir el significado de la frase «yo creo». Porque la fe se sitúa en un plano distinto del hacer y de lo factible, de la historia y de la técnica. Y no se la puede hallar en esas formas de saber. Quien así entiende la realidad no penetra lo genuino de la fe. Creer significa confiarse a la inteligencia (logos) que nos lleva a nosotros y al mundo. Significa comprender nuestra existencia como respuesta a la Palabra que sostiene todo.
Esta visión de la fe supone toda una concepción del mundo, de la verdad y de la realidad: aceptar (recibir como un don) que lo más íntimo de la existencia humana no se sostiene por lo visible, que el hombre camina detrás de una ilusión al entregarse a lo visible.
COMO SOMOS NOSOTROS
La antropología también ha sufrido el influjo de opiniones ajenas a la primitiva visión unitaria; el resultado es que el hombre se escinde en dos órdenes casi autónomos: su vida de fe y su destino sobrenatural (realidades «interiores»), y su vida normal y su actuación en el mundo (acordes a criterios neutrales, meramente humanos).
Se concibe una naturaleza humana completa en si misma, a la que luego Dios puede manifestar un destino más elevado pero que en cualquier caso se podría explicar por sí misma. Cabría pensar un sentido para el hombre que no fuera Dios mismo o, si se acepta que Dios es el sentido último del hombre, éste aparece como algo totalmente desconectado de su naturaleza, exterior a sus deseos e inclinaciones más profundos.
No es esa la visión de la Escritura y de la mejor tradición cristiana: para los Padres el hombre es hombre por su vocación a la comunión con Dios y ha sido creado sólo para ese fin. Somos criaturas y a la vez más que eso. No alcanzamos a explicar las aspiraciones profundas de nuestro corazón con nada de lo que está a nuestro alcance y percibimos que sólo el amor de Dios gratuitamente otorgado, la participación en la Trinidad, nos sacia. En esta paradoja encontramos una de las mayores peculiaridades de la fe cristiana, que condiciona todas las aplicaciones concretas del evangelio al mundo.
No todas las filosofías y éticas son capaces de expresar con propiedad estas paradojas, y aún las que aparecen como más adecuadas sufren un desbordamiento, se ven superadas eminentemente cuando reflejan la realidad de lo cristiano. Recordemos las gravísimas crisis del primer cristiano para expresar su fe en categorías filosóficas griegas, en las que aquellos que fueron más fieles al sistema-filosófico griego y su concepción del mundo no pudieron dar cuenta de la riqueza de la revelación.
COMO ES NUESTRA SALVACIÓN Y NUESTRA ESPERANZA
Nosotros creemos (arriesgamos nuestra vida y recibimos como un don) que la plenitud a la que aspira nuestro corazón se ha manifestado en la Historia en el acontecimiento de la Encarnación. La salvación (no sólo como liberación del pecado en todas sus formas sino como planificación de nuestros deseos) se nos ha dado gratuitamente en Jesucristo.
Y no sólo como una suma de salvaciones individuales, sino que Cristo da al mundo su sentido y es el fin de la creación toda. Dios ha creado todo en y por Jesucristo de manera que Cristo alcanza una relevancia cósmica universal y los valores cristianos nunca pueden convertirse en cuestión meramente privada. No es dudar de la autonomía temporal del mundo sino afirmar que lo cristiano lejos de ser una superposición a lo humano es esto último en su plenitud y profundidad definitivas.
La historia se muestra en sí misma ambigua y abierta, como corresponde a un encuentro de libertades. Todo juicio definitivo sobre ella es imposible. Pero la fe cristiana descubre un sentido salvador que proyecta luz definitiva sobre la Historia. La Historia de la Salvación (protagonizada por el pueblo de Israel y después por la Iglesia) tiende a extenderse, a eliminar toda barrera porque contempla el mundo en su integridad a la luz de Cristo.
Frente a otras interpretaciones de la historia y de la esperanza, los cristianos encontramos en un acontecimiento ya sucedido la clave de la salvación: Jesús (el Logos) no es sólo la definitiva definición de Dios, sino también del mundo y del hombre. Él, manifiesta la plenitud escatológica, el sentido de la realidad en su totalidad. Este es el escándalo de la pretensión de Jesús y de los cristianos. La redención no se yuxtapone a la creación, ni la gracia a la naturaleza, ni el cristianismo al mundo, sino que, gratuitamente, muestran su plenitud.
Por eso nuestra esperanza no es de algo que vendrá sino, en primer lugar, de algo que ha venido. No vivimos de una promesa de futuro condicionada a no se sabe qué transformaciones, sino de un cumplimiento, cuya plenitud llegará al final de los tiempos pero de cuyas primicias ya disfrutamos. Jesucristo tienen hoy (no mañana) vigencia universal porque manifiesta a todo hombre, en su degradación humana y en su esfuerzo por salir de ella, cual es su verdad más honda: un amor que sufre por los demás hasta la muerte.
CONCLUSIÓN
La lectura de la Instrucción puede ayudarnos a desvelar los presupuestos con que entendemos nuestra fe y nuestra esperanza, y en consecuencia, nuestra caridad. El esfuerzo de conversión continua que nos reclama el evangelio nos debe llevar a no pactar nunca con la injusticia, y para ello, nada mejor que buscar siempre la fidelidad a la paradoja original de la fe cristiana: La Cruz de Jesucristo.
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