El asesinato de Jerzy Popieluszko es una nueva ocasión para calibrar la madurez de un pueblo y su capacidad de enfrentarse a una situación de opresión sistemática con la firmeza y la serenidad que sólo una conciencia cristiana sería capaz de ofrecerles. «Dejad vuestras porras, nosotros perdonamos» gritaban a la policía las 100.000 personas que se manifestaron en Varsovia tras el entierro del sacerdote asesinado, en lo que constituyó la mayor manifestación en Polonia desde la declaración de la ley marcial del 13 de diciembre de 1981. Y es que el dolor que se acumula en los corazones de los polacos se transforma en una resistencia incansable contra la mentira, la violencia y la injusticia.
Sin embargo una cierta imagen falsa ha recorrido algunos medios de comunicación occidental que han presentado a Popieluszko
como un «extremista», un «exaltado» que emocionaba patrióticamente a los fieles reunidos en su iglesia. Para desmentir esta caricatura sólo hay que leer su última homilía que lejos de ser un reclamo a la emotividad y a la exaltación, es un ejemplo limpio de la radicalidad y humanidad del juicio cristiano sobre toda situación.
El 23 de junio de 1982 Juan Pablo II dirigió a la señora de Jasna Gora la siguiente oración: «Te doy gracias, madre, por todos los que permanecen fieles a su conciencia, que luchan con sus debilidades y dan fuerza a otros. Te doy gracias por todos los que no se dejan vencer por el mal, sino que vencen al mal con el bien». El mal lo puede vencer solamente aquella persona que esté llena de bien, que se preocupe por su propio desarrollo y por consolidar en sí los valores que determinan la dignidad humana del Hijo de Dios.
Difundir el bien y vencer el mal significa cuidar de la dignidad del Hijo de Dios y de la dignidad del hombre. La vida hay que vivirla dignamente, pues sólo se tiene una vida. Hoy día hay que hablar mucho de la dignidad del hombre por que el hombre es superior a todo lo que existe en el mundo, salvo Dios mismo; el hombre es superior a la sabiduría de todo el mundo. Conservar la dignidad para propagar el bien y vencer el mal significa permanecer libre interiormente, incluso en las condiciones de una opresión externa. Como hijos de Dios, no podemos ser esclavos.
Nuestra condición de hijos de Dios lleva en sí el legado de la libertad. La libertad como dimensión de su grandeza. La libertad verdadera es el rasgo primordial de la condición del ser humano. Dios no solamente la ofreció a nosotros, sino también a nuestros hermanos. De ahí que haya que reclamarla donde esté injustamente limitada. Pero la libertad no solamente es un don del Señor, sino que es una tarea que tenemos que enfrentar durante toda nuestra vida. Roguemos a Cristo, nuestro Señor, para que podamos conservar la dignidad del Hijo de Dios durante todos los días del año.
En la vida hay que guiarse por la justicia. La justicia deriva de la verdad y del amor. Cuanto más verdad y amor haya en el hombre, tanta más justicia habrá en él. La justicia deber ir emparejada con el amor, ya que sin el amor uno no puede ser verdaderamente justo. Donde falta la justicia y el bien lo sustituyen el odio y la violencia. Por eso se siente con tanto dolor la injusticia en los países en los que la forma de gobernar no se basa en la idea de servicio y en el amor, sino en la violencia y la opresión.
A NUESTRO PUEBLO SE LE INTENTA HACER ATEO
Para el hombre cristiano es importante darse cuenta que la fuente de la justicia es Dios mismo. Difícilmente se puede hablar de la justicia allí donde no haya lugar para Dios y sus mandamientos, donde la palabra Dios está eliminada administrativamente de la vida del pueblo. Se comete una injustica contra nuestro pueblo, en su gran mayoría cristiano, cuando se le intenta volver ateo con métodos administrativos, sirviéndose también del dinero producido por los cristianos; cuando se destruye en las almas de niños y jóvenes aquellos valores cristianos que les venían enseñando sus padres desde la cuna, valores que pasaron varias veces la prueba en nuestra historia milenaria.
Hacer justicia y clamar por ella es el deber de todos, sin excepción alguna. Roguemos para poder guiarnos en la vida cotidiana por la justicia.
Vencer al mal con el bien consiste en seguir fiel a la verdad. La verdad es un valor frágil, pero Dios mismo dotó al hombre de un afán por la verdad. De ahí que haya en el hombre una tendencia natural a la verdad y una aversión a la mentira. La verdad, lo mismo que la justicia, está relacionada con el amor. Y el amor cuesta. El verdadero amor supone sacrificios, por consiguiente, también ha de costar la verdad. La verdad siempre une y consolida a los hombres; su magnitud desenmascara la mentira de la gente de poca fe y temerosa. Desde hace siglos continúa ininterrumpidamente la lucha contra la verdad; pero la verdad es inmortal, mientras que la mentira muere pronto. Por ello, según dijo el fallecido cardenal Wyszynski, «los hombres que dicen la verdad no tienen que ser muchos. Cristo eligió a unos pocos para que predicaran la verdad». Sólo las palabras mentirosas tienen que ser muchas. La mentira necesita muchos servidores que la aprendan de acuerdo con el programa para el día de hoy y mañana. Y luego habrá nuevas lecciones de nuevas mentiras.
LA MENTIRA PROGRAMADA
Para dominar toda la técnica de la mentira programada se precisan muchos hombres. No se necesitan tantos para predicar la verdad. La gente los encontrará y vendrán de lejos a buscar las palabras de la verdad, ya que en los hombres hay un deseo natural de la verdad.
Debemos aprender a distinguir la mentira de la verdad. Esto no es fácil en los tiempos en que vivimos. Los tiempos en los que, según dijo un poeta contemporáneo, «nunca como ahora se azotó con tanta crueldad nuestras espaldas con el látigo de la mentira y la hipocresía». Esto no es fácil hoy, cuando la censura quita, sobre todo en las revistas católicas, palabras verdaderas e ideas atrevidas. Tachan incluso palabras del primado, del Papa. No es fácil, cuando al católico no sólo se le prohíbe luchar contra las ideas del adversario, sino que le impiden defender sus propias convicciones ante los ataques más difamatorios e injustos. No le es posible rectificar falsedades que otros pueden difundir libremente y con impunidad. No es fácil cuando en los últimos decenios en la tierra patria fueron sembradas las semillas de la mentira y el ateísmo. El deber del hombre cristiano es permanecer del lado de la verdad por mucho que cueste, ya que por la verdad hay que pagar. Roguemos para que nuestra vida cotidiana esté llena de la verdad.
LA VIRTUD DE LA VALENTIA
Para vencer al mal con el bien hay que preocuparse por la virtud de la valentía que es la victoria sobre la debilidad humana, ante todo sobre el miedo y el temor. El hombre cristiano debe tener presente que sólo hay que temer la traición a Cristo a cambio de unas pocas monedas de plata de tranquilidad estéril. Para el hombre cristiano no puede ser suficiente condenar el mal, la cobardía, la mentira, la opresión, el odio y la violencia, sino que él mismo debe ser testigo y portavoz y defensor de la justicia, del bien, de la verdad, de la libertad y del amor. Reclamándolos tanto para sí mismo como para los demás. Sólo un hombre valiente -decía el Papa- puede ser realmente ponderado y justo. «¡Hay de la sociedad, clamaba el cardenal Wyszynski, cuyos ciudadanos se convierten en simples esclavos!».
Si el ciudadano renuncia a la virtud de la valentía se convierte en un esclavo y se infiere a sí mismo el mal más grande, a su personalidad humana, a su familia, a su grupo profesional, al pueblo, el Estado y a la Iglesia. Si las autoridades mandan a ciudadanos atemorizados, rebajan su prestigio, empobrecen la vida de la nación, la vida cultural y los valores de la vida profesional. Roguemos, pues, al Señor con la cruz a cuestas para que en nuestra vida cotidiana demostremos el valor en la lucha por los valores verdaderamente cristianos.
VENCER EL MAL CON EL BIEN
Hay que vencer el mal con el bien para conservar la dignidad del ser humano. No se puede luchar recurriendo a la violencia. El Papa en la época de la ley marcial, en su oración a la Señora de Jasna Gora, dijo que: «El pueblo no se puede desarrollar correctamente cuando se ve privado de los derechos que determinan su pleno protagonismo». El Estado no puede ser fuerte gracias a la fuerza proveniente de la violencia. Quien no pudo vencer con el corazón y con el cerebro se esfuerza por vencer recurriendo a la violencia.
Todo acto de violencia demuestra la inferioridad moral de quien lo comete. Las luchas más espléndidas y las más duraderas que conoce la humanidad y la historia son las luchas de las ideas humanas, mientras que las más miserables y cortas son las luchas violentas. Está deformada la idea que sigue imponiéndose sólo gracias a la violencia, pero la idea con fuerza vital conquista a los hombres; detrás de ella vienen millones. Solidaridad pudo asombrar al mundo en tan poco tiempo porque no luchó recurriendo a la violencia, sino de rodillas, con el rosario en la mano. Ante los altares improvisados reclamaba la dignidad del trabajo humano, la dignidad del hombre y el respeto al mismo. Lo reclamaba con más decisión que el pan de cada día. En el último año de su vida el cardenal Wyszynsky dijo que «el mundo trabajador en el curso de los últimos decenios, sufrió muchas desilusiones y limitaciones».
Los trabajadores y toda la sociedad sufren en Polonia porque no se respetan los derechos básicos de la persona humana; está limitada la libertad de pensamiento, la filosofía, la educación de la joven generación. En el ámbito del trabajo se creó un modelo particular de personas obligadas al silencio y a un trabajo eficiente. Cuando esta opresión martirizó suficientemente a todos se produjo un movimiento hacia la libertad. Fue creada Solidaridad, que demostró que para llevar a cabo una reconstrucción de la sociedad y de la economía no hay en absoluto que apartarse de Dios. Roguemos para que estemos libres del miedo, del temor, y sobre todo, del ansia de la venganza y de la violencia.
(Ultima homilía pronunciada por el padre Popieluszko ).
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