La concesión del Premio Nobel de la Paz al obispo anglicano Desmond Tutu obliga a volver los ojos una vez más hacia el bullente volcán surafricano. Tutu, último eslabón en la cadena de hombres por la paz -Gandhi, Martín Luther King,
Luthuli-sacude la adormilada conciencia occidental, tan satisfecha con sus condenas morales y sus boicots deportivos. 23 años han pasado desde que el jefe zulú Albert Luthuli consiguiera idéntico galardón por idéntico motivo. Nada sustancial ha cambiado, tan sólo las encontradas posturas de entonces se han radicalizado en un tira y afloja en el que la voz de la Iglesia encuentra cada día un lugar más preeminente.
El pastel surafricano tiene más ingredientes de lo que parece. Quien crea que el problema es de fácil explicación está en un craso error.
Los holandeses fueron los primeros blancos que colonizaron el África austral. Desde un principio los bóers (colones holandeses) se esforzaron en mantener su identidad étnica, religiosa y cultural frente a los indígenas. El calvinismo que profesan dio pies a dos actitudes de gran trascendencia histórica: el repudio del mestizaje y la creencia en la superioridad del blanco -civilizado y creyente- sobre el nativo -salvaje e infiel-. Su relación fue siempre la del amo hacia el esclavo.
En 1795, los ingleses ocuparon la región del Cabo y obligaron a los bóers a emigrar hacia el interior del país. En 1838, los británicos crearon la República del Natal, que anexionaron a su Imperio en 1824.
Paralelamente los holandeses expulsados del litoral se habían dirigido hacia el Norte, donde se dedicaron a la agricultura y a la ganadería. Fundaron las repúblicas libres de Orange y Transvaal, que fueron respectivamente reconocidas por los ingleses en 1852 y 1854.
El hallazgo de yacimientos de oro y diamantes en territorio bóer atrajo a los ingleses de la costa al interior. El conflicto era inevitable. La sangrienta guerra anglo-bóer (1881-1902), se saldó con una pírrica victoria inglesa: por la paz de Pretoria los Estados Bóers perdieron su independencia, pero obtuvieron promesas de notable autonomía.
Efectivamente, poco más tarde (1910), los territorios británicos -Natal y la provincia de El Cabo-junto con las dos regiones tradicionalmente bóers -Orange y Transvaal-, constituyeron la Unión Surafricana, cuya cabeza es el soberano de Gran Bretaña. A partir de ese momento, los seculares criterios racistas se fueron radicalizando progresivamente. En 1911 la Native Land Act (Ley de la Propiedad Indígena) prohíbe que la población negra sea propietaria de más del 7,3 por 100 del territorio nacional. Hoy hay en Suráfrica 4, 7 millones de blancos y 23 millones de negros y la distribución de la propiedad no ha variado.
Tras sucesivas leyes de parecido talante, el proceso segregacionista culminó en 1948, con el triunfo del Partido Nacional, presidido por Hensrik Verwoerd , en las elecciones «generales» (a las que soIo los blancos tenían acceso, por supuesto). Verwoerd, primer ministro desde 1948 a 1966, año en que fue asesinado, es el gran teórico de la política racista conocida universalmente con el nombre de «apartheid».
LA TESIS DEL DESARROLLO SEPARADO
Convendría para comenzar a explicar el fenómeno del apartheid dividirlo en dos vertientes.
La primera de ellas, trivial si se quiere, pero tremendamente significativa, es la dimensión pública y callejera del problema: establecimientos, servicios públicos, espectáculos, incluso carriles de circulación de uso restringido para cada etnia, son manifestaciones de un racismo mezquino y ridículo que está abocado a desaparecer por poco práctico, al menos en las grandes ciudades.
Como cita irónicamente la revista america «Time», hoy se puden ver en Johannesburgo negros tomando té en el salón del Hotel Carlton; los restaurantes, tiendas y oficinas son mayoritariamente multirraciales; incluso secretarias de color comparten a la hora de la comida perritos calientes y coca-colas con sus colegas blancos. La influencia occidental y la inviabilidad de muchas medidas han racionalizado la cita de estas urbes cosmopolitas. Claro que lo que pasa en Johannesburgo no ocurre necesariamente en otras áreas conservadoras.
Pese a todo, no es éste el aspecto más grave del «apartheid». La segunda concepción a la que aludíamos tiene unas consecuencias mucho más trascendentes. Se trata de la dimensión teórica e ideológica de la discriminación; del «apartheid» o desarrollo separado con mayúsculas. El «apartheid» institucionalizado, que arranca de la mencionada victoria electoral de Verwoerd en 1948.
El proyecto Verwoerd explicita por primera vez el «apartheid» como un programa político preciso. Su idea central es la creación de «bantustans» «homelands» u hogares nacionales para negros. El pensamiento de Verwoerd podría resumirse así:
«La supremacía bóer sobre los demás pueblos que conforman Suráfrica (incluidos los ingleses) no se ha conseguido sino a base de un vigoroso nacionalismo. Los bóers creen en la necesidad de defender por todos los medios su herencia y su patrimonio tanto cultural como político. Si admitiesen la integración de las razas desaparecerían como pueblo, pues la asimilación es imposible cuando el número de los interesados es tan desigual. La integración significaría la pérdida de personalidad de los europeos y éstos, responsables de la construcción del país, no están dispuestos a desaparecer».
Continúa Verwoerd arguyendo que los negros, en su país, representan la vida tribal concentrada en las reservas africanas y alejada por completo de la vida urbana y europeizada de los blancos. Por eso, el mayor respeto hacia el negro consiste en proponerle que desarrolle una vida separada e independiente. El africano posee su cultura, su lengua y sus tradiciones, y la integración le supondría perder todo esto, al incorporarse a la vida industrial y tecnificada de la minoría rectora. ¿Por qué insistir en que el negro se convierta en un blanco de raza africana, en un remedo del europeo?.
El argumento cuestionable desde muchos puntos de vista, resulta grotesco cuando se observa la forma en que va a ser llevado a cabo. Las leyes segregacionistas de 1950 pondrían en práctica el Proyecto Verwoerd. Disponen:
- Delimitación territorial (el país se divide en «zonas europeas» y «bantustans» o tierras de negros, en la proporción establecida en 1916.
Progresiva evacuación de la población negra a estos territorios, los cuales gozarán de un elevado grado de autonomía y finalmente, cuando se hayan constituidos, de independencia. Cada reserva o bantustan es asignada a un pueblo negro diferente (zulúes, xhosas, tswanas ... )
Nos vemos obligados a añadir a estas medidas algunos matices:
- A la flagrante descompensación en la distribución de la superficie se suma que las tierras acotadas para los negros coinciden sorprendentemente con las zonas más pobres del país.
- Los traslados a los «bantustans» no son voluntarios, sino obligatorios y arbitrarios (de «hogares» negros tienen muy poco; los negros son enviados a la zona que el Gobierno ordene, que puede encontrarse a mucha distancia de sus auténticos «homelands» ).
- Con la separación por grupos étnicos en las distintas reservas, el Gobierno pretende eliminar todo sentimiento nacionalista que anhele la unidad surafricana.
- El desarrollo paralelo plantea, sin embargo, un grave inconveniente: los blancos no son autosuficientes; para el mantenimiento de su economía precisan de la mano de obra barata que aporta el negro. El departamento de Asuntos Bantúes (término que designa a una persona de raza negra en general), cuya dirección ocupaba el actual Primer Ministro, P. Q. Botha, resolvía así el problema:
«Es un punto de vista oficial del Gobierno que los bantúes son únicamente residentes temporales en las áreas europeas de la República, mientras estén trabajando en ellas».
APARTHEID DESDE LA CUNA
Capítulo aparte dentro de la doctrina blanquista merece el tema de la educación. La discriminación escolar está legalmente recogida en la Bantu Education Act de 1953. Aparte la consabida justificación moral e ideológica que acompaña invariablemente a textos de este tipo, se desgranan de la norma resoluciones como éstas:
- Hay escuelas para blancos y para negros.
- El Gobierno gasta diez veces más dinero en un alumno blanco que en uno negro.
- En las escuelas para negros, la mitad de las disciplinas se imparten en inglés o afrikaans (lengua de los bóers). Este «insignificante» detalle dio lugar a la más cruenta insurrección que ha conocido el Gobierno de Pretoria hasta ahora: la acaecida en Soweto en 1976.
- Hasta 1959 las universidades eran multirraciales. Hoy no lo son: existen 6 universidades para blancos y 3 para negros.
- El efecto más reseñable de esta Ley de educación Bantú es el altísimo índice de absentismo escolar entre los niños africanos. Sólo el 4,5 por 100 de éstos alcanzan el nivel secundario.
El niño negro aprende desde la escuela lo que va a ser su vida:
- Se prohíben el matrimonio y las relaciones entre razas. Parejas, familias y amigos de distinta raza deben ser separados a la fuerza.
- Las libertades personales de los negros están restringidas. Los negros sospechosos pueden ser detenidos, sometidos a arresto domiciliario o expulsados del país sin juicio previo alguno.
UN COLOSO DE BRAZOS NEGROS
El detalle que hace más fascinante y singular la realidad surafricana es, sin duda, su imponente riqueza. De todos es conocida su abundancia minera (oro, diamantes,, vanadio, platino, cromo, manganeso, uranio). Lo que quizá más personas ignoren es su gran desarrollo industrial y su elevado nivel tecnológico.
El potencial económico surafricano está sustentado por dos factores: La poderosa inversión extranjera y una mano de obra (negra) muy barata. Actualmente, bastantes empresas tienen salarios iguales para negros y blancos. Hace diez años los negros venían a cobrar una quinta parte de lo que ganaban los blancos (en una misma ocupación).
Hay en Suráfrica 630 sociedades británicas, 494 norteamericanas, 132 alemanas y 85 francesas (son datos de 1977). ¿Por qué esta afluencia de capital extranjero al país del apartheid?: Por el beneficio: los capitales invertidos en Suráfrica obtienen la rentabilidad más alta del mundo.
Por otra parte, el trabajo de los negros resulta indispensable para el funcionamiento de la industria y del comercio nacionales. Los trabajadores negros gozan en Suráfrica de una curiosa situación: sus sindicatos están permitidos pero no reconocidos, no tienen ningún poder de acuerdo de negociación con las empresas; su estado de explotación es innegable y, sin embargo, su nivel de vida es muy superior al de el resto del continente.
A pesar de su pujanza, su carencia de petróleo ha propiciado que la crisis económica mundial le afectara también de forma muy dura. Sus problemas para abastecerse de crudo se agudizaron desde la caída del Sha de Persia, su principal proveedor.
Es preciso añadir para completar el panorama económico, que el apartheid en general, y la política de «homelands» especialmente, son enormemente gravosos para el país. Pero por grande que parezca el coste, el Gobierno está resuelto a continuar el proceso ya que no conoce otra vía para asegurar la perpetuidad del poder blanco.
Son muchos los observadores que ven en la independencia que experimenta la economía respecto al trabajo africano la principal, y quizá definitiva, medida de fuerza a tomar por los negros. Sin ellos la industria quedaría paralizada, lo que supondría el principio del fin para el dominio blanco. La solución, no obstante, no es tan simple. Es indudable que una huelga general ocasionaría un serio trastorno, pero se temen las represalias y millones de africanos de otros países estarían dispuestos a trabajar en Suráfirca en condiciones mucho peores a las actuales. El negro surafricano es, frente a sus hermanos de raza un ser privilegiado, no se olvide.
LOS FAVORES DE BOTHA
En octubre de 1983, el primer ministro surafricano sometió a la aprobación de los blancos una propuesta histórica: la reforma del régimen constitucional -en el que sólo los blancos tienen cabida- en favor de las minorías asiática y mestiza. El proyecto, que contaba con el respaldo del mayoritario Partido Nacional, fue aprobado por una proporción de dos a uno, lo que se considera una gran victoria política para Botha.
«Suráfrica está a favor de la evolución y la reforma», pregonaba grandilocuentemente el primer ministro. Veamos en qué consiste este decisivo paso hacia la «evolución» de Botha:
- Las minorías india y mestiza quedan integradas en el sistema parlamentario (rompiendo la hasta ahora exclusiva representación blanca). Habrá tres Cámaras Parlamentarias, pero la segregación racial continúa, incluso en este caso. Los blancos dispondrán de 178 diputados, de 85 los mestizos y de 4 los indios. La fórmula garantiza siempre la mayoría blanca.
- El presidente de la nación será designado por la Asamblea de los blancos y, entre otros, tendrá poderes para resolver las disputas entre las tres Cámaras.
- Habrá un Consejo de Ministros por cada comunidad. En los asuntos generales o nacionales habrá un Gabinete Nacional designado por el presidente el cual incluirá representantes indios y mestizos (esto último rompe con la tradición surafricana de sólo blancos en el Gobierno Nacional).
- Los aspectos fundamentales del sistema de «apartheid» o segregación racial continúan manteniéndose invariables. 22 millones de negros quedan sin representación.
Conseguir la aprobación de esta reforma electoral no fue, ni mucho menos, fácil. El Gobierno halló la fiera oposición de dos sectores antagónicos entre sí pero unidos por vez primera. En efecto, la mayor ironía de la campaña del referéndum fue hacer coincidir en las papeletas del «no» a la línea más dura de los segregacionistas y a los más resueltos detractores del «apartheid». Para los primeros, la reforma significaría el fin del reinado de los blancos como nación soberana en Suráfrica. Los segundos la consideran un desesperado intento de legitimar el régimen en el exterior y un mecanismo para perpetuar la supremacía blanca.
«Algo es algo», piensan unos. Otros opinan que no es más que una farsa. El problema, entretanto, subsiste.
EL LEÓN Y SU ENTORNO
Con una gira que comprendió las principales capitales europeas (Lisboa, Berna, Londres, Bonn, Viena y Bruselas), Botha ha logrado romper el ostracismo en que se encontraba su país en la escena mundial por causa de su política de «apartheid». Hacia 20 años que un primer ministro surafricano no visitaba Europa.
Botha ha sabido aprovechar la rentabilidad de una política reformista que ha conseguido imponer a los sectores blancos más ultras. Ha sido recibido por todos los Jefes de Estado de los países que se propuso visitar (excepto en Francia), pese a las sonoras protestas organizadas por movimientos anti-«apartheid» en casi todas las ciudades visitadas.
Desde allí ha expuesto al mundo la nueva cara del régimen, avalada por la creciente reforma constitucional, el cese de los conflictos armados con Angola y Mozambique y su cambio de postura sobre Namibia. También tuvo tiempo de argumentar a favor de las leyes raciales imperantes en su país.
Examinemos despacio las medidas que han abierto de nuevo las puertas de Europa a los dirigentes surafricanos.
En febrero de 1984, Suráfrica firmó un tratado de no agresión con Angola en presencia de un representante de Washington. El Gobierno de Pretoria durante bastante tiempo intentó descomponer el régimen marxista establecido en Angola tras lograr su independencia de Portugal. Sus frecuentes enfrentamientos con tropas cubanas afincadas en territorio angolefio no dieron el resultado esperado. La guerra resultaba insosteniblemente clara y era negativa políticamente, pues acrecentaba la oposición interior y, sobre todo, carecía de perspectiva. En septiembre de este año Suráfrica suscribía otro acuerdo muy similar con Mozambique, bajo la consigna de que ninguno de los dos gobiernos permitirían forma alguna de subversión contra su vecino. Las dos excolonias portuguesas disfrutan así de un período de alivio a un precio relativamente pequeño para ellas, pero de gran importancia para Suráfrica.
Ciertamente, el problema de Namibia precisa una imperiosa resolución. El territorio libre de Namibia, colonia alemana desde 1885 y 1915 fue confiado en 1920 por la Sociedad de Naciones a África del Sur para administración provisional. Vencido el mandato, la República surafricana se apropió de ella, pese a la oposición de la ONU, que en repetidas disposiciones ha instado al país surafricano a abandonarla.
Sorprendentemente, Pretoria comenzó a manifestar un cambio en sus planes para Namibia a principios de 1984. En enero Botha declaraba ante el Cuerpo Diplomático su propósito de retirarse a Namibia. El mantenimiento de la guerra contra el SWAPO se empieza a considerar en Suráfrica un excesivo coste, tanto económico como político.
En un principio, Suráfrica pareció adoptar una postura conciliadora. No exigía la condición que durante años había bloqueado las negociaciones: la retirada de Angola de las tropas cubanas, cláusula que alentó la Administración Reagan desde 1981. Tampoco parecía temer, con buen criterio, las elecciones libres, que no necesariamente darían la victoria a los revolucionarios del SWAPO, sino posiblemente a una solución moderada que no implicaría amenaza para el régimen surafricano.
La situación hoy no es, a pesar de ello, muy halagüeña: los sectores más regresivos de la población surafricana ejercieron rápidamente una fuerte presión sobre el Gobierno. Consideran Namibia como una defensa psicológica frente a sus vecinos negros del Norte, y ceder en este asunto y en el de la reforma electoral de su país como un síntoma de la debilidad de la hegemonía blanca en Suráfrica. Exigen para abandonar Namibia la previa retirada de las tropas cubanas -congraciándose así con el delegado de EE. UU-y la encomienda de la administración del territorio a los llamados «países de contacto», Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Francia, infringiendo de esta manera la resolución de la ONU. Lo único irrefutablemente cierto es que la guerra de Nambia continúa.
Las sucesivas condenas de la ONU y otros organismos de todo tipo hacia el régimen surafricano, tanto por la violación de tratados internacionales como basadas en el atropello de los más evidentes derechos humanos, no han tenido ninguna eficacia.
Quizá el ejemplo más ilustrativo de cómo las sanciones internacionales no pasan de ser puro formalismo fue su expulsión de la Commwealth en 1961. Lo que pudo haber sido un serio revés económico no fue tal: Suráfrica mantuvo contratos bilaterales con sus antiguos socios -Inglaterra, Canadá-y no vio mermada en mucho su situación.
El gran interrogante de muchas personas es: si verdaderamente los países occidentales reprueban la política surafricana, ¿por qué no añaden al boicot diplomático -meramente teórico e insatisfactorio-el comercial?. Algunos expertos responden afirmando que los primeros perjudicados en caso de depresión económica serían los negros. Otros arguyen que los intereses financieros en Suráfrica son demasiado precisos para ser perturbados por una cuestión moral.
Los hay también que añaden al interés económico el político: es de gran trascendencia para los EE.UU que el régimen de Suráfrica se mantenga; mientras lo haga, su poderío militar compensará la efervescencia revolucionaria de la zona, de manera semejante a como Israel defiende el bastión norteamenricano entre los países árabes.
Recientemente la Academia Sueca concedió por segunda vez su Premio de la Paz a un surafricano que lucha contra el «apartheid». El primero de ellos se otorgó hace 23 años y ningún avance tangible le ha acompañado hasta ahora. ¿Seguirá el segundo el mismo camino?. Observando las palmaditas en la espalda que Botha ha cosechado en su gira europea no nos atrevemos a ser muy optimistas.
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