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Huellas N.1, Enero 1985

EN PRIMER PLANO

Suráfrica, el gran monstruo blanco

Ángel Baena, Ana Martín y Clara Fontana

La concesión del Premio Nobel de la Paz al obispo anglicano Desmond Tutu obliga a volver los ojos una vez más hacia el bullente volcán surafricano. Tutu, último eslabón en la cadena de hombres por la paz -Gandhi, Martín Luther King,
Luthuli-sacude la adormilada conciencia occidental, tan satisfecha con sus condenas morales y sus boicots deportivos. 23 años han pasado desde que el jefe zulú Albert Luthuli consiguiera idéntico galardón por idéntico motivo. Nada sustancial ha cambiado, tan sólo las encontradas posturas de entonces se han radicalizado en un tira y afloja en el que la voz de la Iglesia encuentra cada día un lugar más preeminente.


El pastel surafricano tiene más in­gredientes de lo que parece. Quien crea que el problema es de fácil ex­plicación está en un craso error.
Los holandeses fueron los primeros blancos que colonizaron el África austral. Desde un principio los bóers (colones ho­landeses) se esforzaron en mantener su identidad étnica, religiosa y cultural frente a los indígenas. El calvinismo que profesan dio pies a dos actitudes de gran trascen­dencia histórica: el repudio del mestizaje y la creencia en la superioridad del blanco -civilizado y creyente- sobre el nativo -salvaje e infiel-. Su relación fue siempre la del amo hacia el esclavo.
En 1795, los ingleses ocuparon la región del Cabo y obligaron a los bóers a emigrar hacia el interior del país. En 1838, los bri­tánicos crearon la República del Natal, que anexionaron a su Imperio en 1824.
Paralelamente los holandeses expulsados del litoral se habían dirigido hacia el Nor­te, donde se dedicaron a la agricultura y a la ganadería. Fundaron las repúblicas li­bres de Orange y Transvaal, que fueron respectivamente reconocidas por los ingle­ses en 1852 y 1854.
El hallazgo de yacimientos de oro y dia­mantes en territorio bóer atrajo a los ingle­ses de la costa al interior. El conflicto era inevitable. La sangrienta guerra anglo-bóer (1881-1902), se saldó con una pírrica victo­ria inglesa: por la paz de Pretoria los Esta­dos Bóers perdieron su independencia, pe­ro obtuvieron promesas de notable auto­nomía.
Efectivamente, poco más tarde (1910), los territorios británicos -Natal y la pro­vincia de El Cabo-junto con las dos re­giones tradicionalmente bóers -Orange y Transvaal-, constituyeron la Unión Sura­fricana, cuya cabeza es el soberano de Gran Bretaña. A partir de ese momento, los seculares criterios racistas se fueron ra­dicalizando progresivamente. En 1911 la Native Land Act (Ley de la Propiedad In­dígena) prohíbe que la población negra sea propietaria de más del 7,3 por 100 del te­rritorio nacional. Hoy hay en Suráfrica 4, 7 millones de blancos y 23 millones de ne­gros y la distribución de la propiedad no ha variado.
Tras sucesivas leyes de parecido talante, el proceso segregacionista culminó en 1948, con el triunfo del Partido Nacional, presidido por Hensrik Verwoerd , en las elecciones «generales» (a las que soIo los blancos tenían acceso, por supuesto). Ver­woerd, primer ministro desde 1948 a 1966, año en que fue asesinado, es el gran teóri­co de la política racista conocida universal­mente con el nombre de «apartheid».

LA TESIS DEL DESARROLLO SEPARADO
Convendría para comenzar a explicar el fenómeno del apartheid dividirlo en dos vertientes.
La primera de ellas, trivial si se quiere, pero tremendamente significativa, es la di­mensión pública y callejera del problema: establecimientos, servicios públicos, espec­táculos, incluso carriles de circulación de uso restringido para cada etnia, son mani­festaciones de un racismo mezquino y ri­dículo que está abocado a desaparecer por poco práctico, al menos en las grandes ciu­dades.
Como cita irónicamente la revista ameri­ca «Time», hoy se puden ver en Johannes­burgo negros tomando té en el salón del Hotel Carlton; los restaurantes, tiendas y oficinas son mayoritariamente multirracia­les; incluso secretarias de color comparten a la hora de la comida perritos calientes y coca-colas con sus colegas blancos. La in­fluencia occidental y la inviabilidad de mu­chas medidas han racionalizado la cita de estas urbes cosmopolitas. Claro que lo que pasa en Johannesburgo no ocurre necesa­riamente en otras áreas conservadoras.
Pese a todo, no es éste el aspecto más grave del «apartheid». La segunda concep­ción a la que aludíamos tiene unas conse­cuencias mucho más trascendentes. Se tra­ta de la dimensión teórica e ideológica de la discriminación; del «apartheid» o desarrollo separado con mayúsculas. El «apart­heid» institucionalizado, que arranca de la mencionada victoria electoral de Verwoerd en 1948.
El proyecto Verwoerd explicita por pri­mera vez el «apartheid» como un progra­ma político preciso. Su idea central es la creación de «bantustans» «homelands» u hogares nacionales para negros. El pensa­miento de Verwoerd podría resumirse así:
«La supremacía bóer sobre los demás pueblos que conforman Suráfrica (inclui­dos los ingleses) no se ha conseguido sino a base de un vigoroso nacionalismo. Los bóers creen en la necesidad de defender por todos los medios su herencia y su pa­trimonio tanto cultural como político. Si admitiesen la integración de las razas desa­parecerían como pueblo, pues la asimila­ción es imposible cuando el número de los interesados es tan desigual. La integración significaría la pérdida de personalidad de los europeos y éstos, responsables de la construcción del país, no están dispuestos a desaparecer».
Continúa Verwoerd arguyendo que los negros, en su país, representan la vida tri­bal concentrada en las reservas africanas y alejada por completo de la vida urbana y europeizada de los blancos. Por eso, el mayor respeto hacia el negro consiste en proponerle que desarrolle una vida separa­da e independiente. El africano posee su cultura, su lengua y sus tradiciones, y la integración le supondría perder todo esto, al incorporarse a la vida industrial y tecni­ficada de la minoría rectora. ¿Por qué in­sistir en que el negro se convierta en un blanco de raza africana, en un remedo del europeo?.
El argumento cuestionable desde mu­chos puntos de vista, resulta grotesco cuando se observa la forma en que va a ser llevado a cabo. Las leyes segregacionistas de 1950 pondrían en práctica el Proyecto Verwoerd. Disponen:
- Delimitación territorial (el país se di­vide en «zonas europeas» y «bantustans» o tierras de negros, en la proporción esta­blecida en 1916.
Progresiva evacuación de la población negra a estos territorios, los cuales gozarán de un elevado grado de autonomía y final­mente, cuando se hayan constituidos, de independencia. Cada reserva o bantustan es asignada a un pueblo negro diferente (zulúes, xhosas, tswanas ... )
Nos vemos obligados a añadir a estas medidas algunos matices:
- A la flagrante descompensación en la distribución de la superficie se suma que las tierras acotadas para los negros coinci­den sorprendentemente con las zonas más pobres del país.
- Los traslados a los «bantustans» no son voluntarios, sino obligatorios y arbi­trarios (de «hogares» negros tienen muy poco; los negros son enviados a la zona que el Gobierno ordene, que puede encon­trarse a mucha distancia de sus auténticos «homelands» ).
- Con la separación por grupos étnicos en las distintas reservas, el Gobierno pre­tende eliminar todo sentimiento nacionalista que anhele la unidad surafricana.
- El desarrollo paralelo plantea, sin em­bargo, un grave inconveniente: los blancos no son autosuficientes; para el manteni­miento de su economía precisan de la ma­no de obra barata que aporta el negro. El departamento de Asuntos Bantúes (térmi­no que designa a una persona de raza ne­gra en general), cuya dirección ocupaba el actual Primer Ministro, P. Q. Botha, re­solvía así el problema:
«Es un punto de vista oficial del Gobier­no que los bantúes son únicamente resi­dentes temporales en las áreas europeas de la República, mientras estén trabajando en ellas».

APARTHEID DESDE LA CUNA
Capítulo aparte dentro de la doctrina blanquista merece el tema de la educación. La discriminación escolar está legalmen­te recogida en la Bantu Education Act de 1953. Aparte la consabida justificación moral e ideológica que acompaña invaria­blemente a textos de este tipo, se desgra­nan de la norma resoluciones como éstas:
- Hay escuelas para blancos y para ne­gros.
- El Gobierno gasta diez veces más dine­ro en un alumno blanco que en uno negro.
- En las escuelas para negros, la mitad de las disciplinas se imparten en inglés o afri­kaans (lengua de los bóers). Este «insigni­ficante» detalle dio lugar a la más cruenta insurrección que ha conocido el Gobierno de Pretoria hasta ahora: la acaecida en So­weto en 1976.
- Hasta 1959 las universidades eran mul­tirraciales. Hoy no lo son: existen 6 univer­sidades para blancos y 3 para negros.
- El efecto más reseñable de esta Ley de educación Bantú es el altísimo índice de absentismo escolar entre los niños africa­nos. Sólo el 4,5 por 100 de éstos alcanzan el nivel secundario.
El niño negro aprende desde la escuela lo que va a ser su vida:
- Se prohíben el matrimonio y las rela­ciones entre razas. Parejas, familias y ami­gos de distinta raza deben ser separados a la fuerza.
- Las libertades personales de los negros están restringidas. Los negros sospechosos pueden ser detenidos, sometidos a arresto domiciliario o expulsados del país sin jui­cio previo alguno.

UN COLOSO DE BRAZOS NEGROS
El detalle que hace más fascinante y sin­gular la realidad surafricana es, sin duda, su imponente riqueza. De todos es conoci­da su abundancia minera (oro, diamantes,, vanadio, platino, cromo, manganeso, ura­nio). Lo que quizá más personas ignoren es su gran desarrollo industrial y su eleva­do nivel tecnológico.
El potencial económico surafricano está sustentado por dos factores: La poderosa inversión extranjera y una mano de obra (negra) muy barata. Actualmente, bastan­tes empresas tienen salarios iguales para negros y blancos. Hace diez años los ne­gros venían a cobrar una quinta parte de lo que ganaban los blancos (en una misma ocupación).
Hay en Suráfrica 630 sociedades británi­cas, 494 norteamericanas, 132 alemanas y 85 francesas (son datos de 1977). ¿Por qué esta afluencia de capital extranjero al país del apartheid?: Por el beneficio: los capi­tales invertidos en Suráfrica obtienen la rentabilidad más alta del mundo.
Por otra parte, el trabajo de los negros resulta indispensable para el funciona­miento de la industria y del comercio na­cionales. Los trabajadores negros gozan en Suráfrica de una curiosa situación: sus sin­dicatos están permitidos pero no reconoci­dos, no tienen ningún poder de acuerdo de negociación con las empresas; su estado de explotación es innegable y, sin embargo, su nivel de vida es muy superior al de el resto del continente.
A pesar de su pujanza, su carencia de petróleo ha propiciado que la crisis econó­mica mundial le afectara también de forma muy dura. Sus problemas para abastecerse de crudo se agudizaron desde la caída del Sha de Persia, su principal proveedor.
Es preciso añadir para completar el pa­norama económico, que el apartheid en general, y la política de «homelands» espe­cialmente, son enormemente gravosos para el país. Pero por grande que parezca el coste, el Gobierno está resuelto a conti­nuar el proceso ya que no conoce otra vía para asegurar la perpetuidad del poder blanco.
Son muchos los observadores que ven en la independencia que experimenta la eco­nomía respecto al trabajo africano la prin­cipal, y quizá definitiva, medida de fuerza a tomar por los negros. Sin ellos la indus­tria quedaría paralizada, lo que supondría el principio del fin para el dominio blanco. La solución, no obstante, no es tan simple. Es indudable que una huelga general oca­sionaría un serio trastorno, pero se temen las represalias y millones de africanos de otros países estarían dispuestos a trabajar en Suráfirca en condiciones mucho peores a las actuales. El negro surafricano es, frente a sus hermanos de raza un ser privi­legiado, no se olvide.

LOS FAVORES DE BOTHA
En octubre de 1983, el primer ministro surafricano sometió a la aprobación de los blancos una propuesta histórica: la refor­ma del régimen constitucional -en el que sólo los blancos tienen cabida- en favor de las minorías asiática y mestiza. El pro­yecto, que contaba con el respaldo del ma­yoritario Partido Nacional, fue aprobado por una proporción de dos a uno, lo que se considera una gran victoria política para Botha.
«Suráfrica está a favor de la evolución y la reforma», pregonaba grandilocuente­mente el primer ministro. Veamos en qué consiste este decisivo paso hacia la «evolu­ción» de Botha:
- Las minorías india y mestiza quedan integradas en el sistema parlamentario (rompiendo la hasta ahora exclusiva repre­sentación blanca). Habrá tres Cámaras Parlamentarias, pero la segregación racial continúa, incluso en este caso. Los blancos dispondrán de 178 diputados, de 85 los mestizos y de 4 los indios. La fórmula ga­rantiza siempre la mayoría blanca.
- El presidente de la nación será designado por la Asamblea de los blancos y, entre otros, tendrá poderes para resolver las dis­putas entre las tres Cámaras.
- Habrá un Consejo de Ministros por ca­da comunidad. En los asuntos generales o nacionales habrá un Gabinete Nacional de­signado por el presidente el cual incluirá representantes indios y mestizos (esto últi­mo rompe con la tradición surafricana de sólo blancos en el Gobierno Nacional).
- Los aspectos fundamentales del sistema de «apartheid» o segregación racial conti­núan manteniéndose invariables. 22 millo­nes de negros quedan sin representación.
Conseguir la aprobación de esta reforma electoral no fue, ni mucho menos, fácil. El Gobierno halló la fiera oposición de dos sectores antagónicos entre sí pero unidos por vez primera. En efecto, la mayor iro­nía de la campaña del referéndum fue ha­cer coincidir en las papeletas del «no» a la línea más dura de los segregacionistas y a los más resueltos detractores del «apart­heid». Para los primeros, la reforma signi­ficaría el fin del reinado de los blancos co­mo nación soberana en Suráfrica. Los se­gundos la consideran un desesperado in­tento de legitimar el régimen en el exterior y un mecanismo para perpetuar la supremacía blanca.
«Algo es algo», piensan unos. Otros opinan que no es más que una farsa. El problema, entretanto, subsiste.

EL LEÓN Y SU ENTORNO
Con una gira que comprendió las princi­pales capitales europeas (Lisboa, Berna, Londres, Bonn, Viena y Bruselas), Botha ha logrado romper el ostracismo en que se encontraba su país en la escena mundial por causa de su política de «apartheid». Hacia 20 años que un primer ministro su­rafricano no visitaba Europa.
Botha ha sabido aprovechar la rentabili­dad de una política reformista que ha con­seguido imponer a los sectores blancos más ultras. Ha sido recibido por todos los Jefes de Estado de los países que se propuso vi­sitar (excepto en Francia), pese a las sono­ras protestas organizadas por movimientos anti-«apartheid» en casi todas las ciudades visitadas.
Desde allí ha expuesto al mundo la nueva cara del régimen, avalada por la cre­ciente reforma constitucional, el cese de los conflictos armados con Angola y Mo­zambique y su cambio de postura sobre Namibia. También tuvo tiempo de argumen­tar a favor de las leyes raciales imperantes en su país.
Examinemos despacio las medidas que han abierto de nuevo las puertas de Euro­pa a los dirigentes surafricanos.
En febrero de 1984, Suráfrica firmó un tratado de no agresión con Angola en pre­sencia de un representante de Washington. El Gobierno de Pretoria durante bastante tiempo intentó descomponer el régimen marxista establecido en Angola tras lograr su independencia de Portugal. Sus fre­cuentes enfrentamientos con tropas cuba­nas afincadas en territorio angolefio no dieron el resultado esperado. La guerra re­sultaba insosteniblemente clara y era nega­tiva políticamente, pues acrecentaba la oposición interior y, sobre todo, carecía de perspectiva. En septiembre de este año Suráfrica suscribía otro acuerdo muy simi­lar con Mozambique, bajo la consigna de que ninguno de los dos gobiernos permiti­rían forma alguna de subversión contra su vecino. Las dos excolonias portuguesas disfrutan así de un período de alivio a un precio relativamente pequeño para ellas, pero de gran importancia para Suráfrica.
Ciertamente, el problema de Namibia precisa una imperiosa resolución. El terri­torio libre de Namibia, colonia alemana desde 1885 y 1915 fue confiado en 1920 por la Sociedad de Naciones a África del Sur para administración provisional. Vencido el mandato, la República surafricana se apropió de ella, pese a la oposición de la ONU, que en repetidas disposiciones ha instado al país surafricano a abandonarla.
Sorprendentemente, Pretoria comenzó a manifestar un cambio en sus planes para Namibia a principios de 1984. En enero Botha declaraba ante el Cuerpo Diplomáti­co su propósito de retirarse a Namibia. El mantenimiento de la guerra contra el SWAPO se empieza a considerar en Surá­frica un excesivo coste, tanto económico como político.
En un principio, Suráfrica pareció adop­tar una postura conciliadora. No exigía la condición que durante años había blo­queado las negociaciones: la retirada de Angola de las tropas cubanas, cláusula que alentó la Administración Reagan desde 1981. Tampoco parecía temer, con buen criterio, las elecciones libres, que no nece­sariamente darían la victoria a los revolu­cionarios del SWAPO, sino posiblemente a una solución moderada que no implica­ría amenaza para el régimen surafricano.
La situación hoy no es, a pesar de ello, muy halagüeña: los sectores más regresi­vos de la población surafricana ejercieron rápidamente una fuerte presión sobre el Gobierno. Consideran Namibia como una defensa psicológica frente a sus vecinos ne­gros del Norte, y ceder en este asunto y en el de la reforma electoral de su país como un síntoma de la debilidad de la hegemo­nía blanca en Suráfrica. Exigen para aban­donar Namibia la previa retirada de las tropas cubanas -congraciándose así con el delegado de EE. UU-y la encomienda de la administración del territorio a los lla­mados «países de contacto», Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Francia, infringiendo de esta manera la re­solución de la ONU. Lo único irrefutable­mente cierto es que la guerra de Nambia continúa.
Las sucesivas condenas de la ONU y otros organismos de todo tipo hacia el ré­gimen surafricano, tanto por la violación de tratados internacionales como basadas en el atropello de los más evidentes dere­chos humanos, no han tenido ninguna efi­cacia.
Quizá el ejemplo más ilustrativo de có­mo las sanciones internacionales no pasan de ser puro formalismo fue su expulsión de la Commwealth en 1961. Lo que pudo ha­ber sido un serio revés económico no fue tal: Suráfrica mantuvo contratos bilatera­les con sus antiguos socios -Inglaterra, Canadá-y no vio mermada en mucho su situación.
El gran interrogante de muchas personas es: si verdaderamente los países occidenta­les reprueban la política surafricana, ¿por qué no añaden al boicot diplomático -meramente teórico e insatisfactorio-el comercial?. Algunos expertos responden afirmando que los primeros perjudicados en caso de depresión económica serían los negros. Otros arguyen que los intereses fi­nancieros en Suráfrica son demasiado pre­cisos para ser perturbados por una cues­tión moral.
Los hay también que añaden al interés económico el político: es de gran trascen­dencia para los EE.UU que el régimen de Suráfrica se mantenga; mientras lo haga, su poderío militar compensará la efervescen­cia revolucionaria de la zona, de manera semejante a como Israel defiende el bas­tión norteamenricano entre los países ára­bes.
Recientemente la Academia Sueca con­cedió por segunda vez su Premio de la Paz a un surafricano que lucha contra el «apartheid». El primero de ellos se otorgó hace 23 años y ningún avance tangible le ha acompañado hasta ahora. ¿Seguirá el segundo el mismo camino?. Observando las palmaditas en la espalda que Botha ha cosechado en su gira europea no nos atre­vemos a ser muy optimistas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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