Del Libro III de LOS PASTORES DE BELÉN de LOPE DE VEGA
Fueron María y José, su esposo, desde Nazaret de Galilea, donde vivían, a la ciudad de Belén... Era Ley del Decreto ir las mujeres con sus maridos, como se prueba de esta jornada que hizo la divina esposa del casto José, pues no siendo forzoso, no se pusiera la Virgen a hacerla, tan vecina a su glorioso parto. Llegado este dichoso punto y hallándose los dos en la ciudad referida, la más rigurosa noche de aquel invierno, sin posada por su pobreza y por la multitud de la gente que con el mismo intento de pagar el tributo había venido; retirado a un diversorio, o portal, que a los últimos barrios de la ciudad estaba, debajo de una peña, y donde los que venían a negocios de la ciudad acostumbraban a atar y dar de comer a sus animales, hizo José un pesebre para los que él traía, (si acaso no estaban allí en aquella sazón dejados por otros dueños). Conociendo, pues, la honestísima Virgen la hora de su parto, José salió fuera, que no le pareció justo asistir personalmente a tan divino sacramento.
María, descalzándose las sandalias de los benditos pies, y quitándose un manto blanco que la cubría y el velo de su hermosa cabeza; quedándose con la túnica y los cabellos hermosísimos tendidos por las espaldas, sacó dos paños de lino y dos de lana, limpísimos y sutiles, que para aquella ocasión traía; y otros dos pequeñitos para atar la divina cabeza de su Hijo, y púsolos cerca de sí para la ocasión dichosa en que le fuesen necesarios.
Pues como tuviese todas estas cosas prevenidas, hincándose de rodillas hizo oración; las espaldas al pesebre, y el rostro levantado al Cielo hacia la parte del Oriente; altas las divinas manos, y los honestísimos ojos al Cielo atentos. Estaba como en éxtasis, suspensa y transformada en aquella altísima contemplación, bañando su alma de divina y celestial dulzura.
Estando en esta oración sintió mover en sus virginales entrañas su soberano Hijo, y en un instante le parió y vio delante de sus castos ojos; quedando aquella pura estrella de Jacob tan entera e intacta como antes, y los cristales purísimos de su claustro inofensos del suave paso del claro Sol de justicia, nuestro Bien. Del cual salió luego luz tan inefable y resplandor tan divino, que todas las celestiales esferas parecían, en su presencia, oscuras. Estaba el glorioso infante desnudo en la tierra, tan hermoso, limpio y blanco, como los copos de la nieve sobre las alturas de los montes o las cándidas azucenas en los cogollos de sus verdes hojas. Luego que le vio la Virgen, juntó sus manos, inclinó su cabeza y con grande honestidad y reverencia le adoró y dijo: "Bien seáis venido, Dios mío, Señor mío e Hijo mío".
El Niño, entonces, llorando, y como estremeciéndose por el rigor del frío y la dureza del suelo, extendía los pies y las manos, buscando algún refrigerio y el favor y amparo de su Madre, que tomándole entonces en sus brazos, le llevó a su pecho, y poniendo su rostro con el suyo, le calentó y abrigó con indecible alegría y con pasión materna.
Púsole, después de esto, en su virginal regazo, y comenzóle a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el pequeñito cuerpo, cogiéndole con ella los brazos poderosos a redimir el mundo; atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras de su amor materno, entró el venerable José y arrojándose por la tierra, humildemente le adoró, bañando su honesto rostro de alegres lágrimas.
Entonces, la Virgen y José, levantándose, pusieron con grande reverencia el Niño benditísimo sobre las pajas del pesebre, entre aquellos dos animales, y de rodillas comenzaron a contemplarle, a hablarle y darle mil amorosos parabienes de su venida al mundo.
Las fiestas, músicas, regocijos y alegrías de los ejércitos celestiales, que a esta sazón, más que los átomos del sol, adornaban los arruinados techos de aquel palacio, no pueden ser referidas de las humanas lenguas ni de los cortos ingenios de los hombres: de la manera que de las altas palmas vemos pendientes los dorados racimos de los dátiles, así de aquellos antiguos y derribados techos, por las columnas rotas y envejecidos pinos, colgaban, a escuadrones Serafines, Querubines, Potestades y Principados, celebrando los tres misteriosos Nacimientos de este Señor: divino, humano, y de Gracia; de su increado Padre eternamente, de su Madre temporalmente y en nuestras almas y corazones, por Gracia.
¿Dónde vais, zagala, sola en el monte?
Más quien lleva el sol
no teme a la noche.
Dónde vais, María,
divina esposa,
madre gloriosa
de quien os cría?
¿Qué haréis si el día
se va al ocaso,
y en el monte acaso
la noche os coge?
Más quien lleva el sol
no teme a la noche...
Lope de Vega
Ya era llegado el tiempo
en que de nacer había
así como desposado
de su tálamo salía,
abrazado con su esposa
que en sus brazos le traía,
al cual la agraciada Madre en un pesebre ponía,
entre algunos animales
que a la sazón allí había.
S. Juan de la Cruz
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