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Huellas N., Diciembre 1982

CULTURA

Nacimiento de Jesús

Del Libro III de LOS PASTORES DE BELÉN de LOPE DE VEGA

Fueron María y José, su espo­so, desde Nazaret de Galilea, donde vi­vían, a la ciudad de Belén... Era Ley del Decreto ir las mujeres con sus mari­dos, como se prueba de esta jornada que hizo la divina esposa del casto José, pues no siendo forzoso, no se pusiera la Virgen a hacerla, tan vecina a su glorio­so parto. Llegado este dichoso punto y hallándose los dos en la ciudad referida, la más rigurosa noche de aquel invierno, sin posada por su pobreza y por la multi­tud de la gente que con el mismo intento de pagar el tributo había venido; retira­do a un diversorio, o portal, que a los últimos barrios de la ciudad estaba, debajo de una peña, y donde los que venían a negocios de la ciudad acostumbraban a a­tar y dar de comer a sus animales, hizo José un pesebre para los que él traía, (si acaso no estaban allí en aquella sa­zón dejados por otros dueños). Conociendo, pues, la honestísima Virgen la hora de su parto, José salió fuera, que no le pareció justo asistir personalmente a tan divino sacramento.
María, descalzándose las san­dalias de los benditos pies, y quitán­dose un manto blanco que la cubría y el velo de su hermosa cabeza; quedándose con la túnica y los cabellos hermosísimos ten­didos por las espaldas, sacó dos paños de lino y dos de lana, limpísimos y suti­les, que para aquella ocasión traía; y otros dos pequeñitos para atar la divina cabeza de su Hijo, y púsolos cerca de sí para la ocasión dichosa en que le fuesen necesarios.
Pues como tuviese todas estas cosas prevenidas, hincándose de rodillas hizo oración; las espaldas al pesebre, y el rostro levantado al Cielo hacia la parte del Oriente; altas las divinas manos, y los honestísimos ojos al Cielo atentos. Estaba como en éxtasis, suspensa y transformada en aquella altísima contem­plación, bañando su alma de divina y ce­lestial dulzura.
Estando en esta oración sin­tió mover en sus virginales entrañas su soberano Hijo, y en un instante le parió y vio delante de sus castos ojos; quedan­do aquella pura estrella de Jacob tan entera e intacta como antes, y los crista­les purísimos de su claustro inofensos del suave paso del claro Sol de justi­cia, nuestro Bien. Del cual salió luego luz tan inefable y resplandor tan divino, que todas las celestiales esferas pare­cían, en su presencia, oscuras. Estaba el glorioso infante desnudo en la tierra, tan hermoso, limpio y blanco, como los copos de la nieve sobre las alturas de los montes o las cándidas azucenas en los cogollos de sus verdes hojas. Luego que le vio la Virgen, juntó sus manos, inclinó su cabeza y con grande honestidad y reverencia le adoró y dijo: "Bien seáis venido, Dios mío, Señor mío e Hijo mío".
El Niño, entonces, llorando, y como estremeciéndose por el rigor del frío y la dureza del suelo, extendía los pies y las manos, buscando algún refrigerio y el favor y amparo de su Madre, que tomándo­le entonces en sus brazos, le llevó a su pecho, y poniendo su rostro con el suyo, le calentó y abrigó con indecible alegría y con pasión materna.
Púsole, después de esto, en su virginal regazo, y comenzóle a envolver con alegre diligencia, primero en los dos paños de lino, después en los dos de lana, y con una faja le ligó dulcemente el peque­ñito cuerpo, cogiéndole con ella los bra­zos poderosos a redimir el mundo; atóle también la soberana cabeza por más abrigo, y hechas tan piadosas muestras de su amor materno, entró el venerable José y arroján­dose por la tierra, humildemente le adoró, bañando su honesto rostro de alegres lágri­mas.
Entonces, la Virgen y José, le­vantándose, pusieron con grande reveren­cia el Niño benditísimo sobre las pajas del pesebre, entre aquellos dos animales, y de rodillas comenzaron a contemplarle, a hablarle y darle mil amorosos parabienes de su venida al mundo.
Las fiestas, músicas, regocijos y alegrías de los ejércitos celestiales, que a esta sazón, más que los átomos del sol, adornaban los arruinados techos de aquel palacio, no pueden ser referidas de las humanas lenguas ni de los cortos inge­nios de los hombres: de la manera que de las altas palmas vemos pendientes los dora­dos racimos de los dátiles, así de aque­llos antiguos y derribados techos, por las columnas rotas y envejecidos pinos, colga­ban, a escuadrones Serafines, Querubines, Potestades y Principados, celebrando los tres misteriosos Nacimientos de este Se­ñor: divino, humano, y de Gracia; de su increado Padre eternamente, de su Madre temporalmente y en nuestras almas y corazo­nes, por Gracia.

¿Dónde vais, zagala, sola en el monte?
Más quien lleva el sol
no teme a la noche.
Dónde vais, María,
divina esposa,
madre gloriosa
de quien os cría?
¿Qué haréis si el día
se va al ocaso,
y en el monte acaso
la noche os coge?
Más quien lleva el sol
no teme a la noche...
Lope de Vega

Ya era llegado el tiempo
en que de nacer había
así como desposado
de su tálamo salía,
abrazado con su esposa
que en sus brazos le traía,
al cual la agraciada Madre en un pesebre ponía,
entre algunos animales
que a la sazón allí había.
S. Juan de la Cruz


 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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