El pasado 14 de mayo, el cardenal Tarancón cumplió 75 años de edad. Acaba de celebrar los cincuenta y dos de sacerdote y los treinta y seis de Obispo. A los nueve años quiso irse al seminario y no le dejaron por su edad, pero a partir de entonces nunca dudó de su vocación. Le hubiera gustado ser un sacerdote como aquel párroco de Burriana - su pueblo natal - , en contacto pastoral con la gente sencilla, los pobres y necesitados. Y, sin embargo, otros designios lo han conducido a esa difícil misión, que nunca hubiera elegido, de ser el hombre clave para la transición de la Iglesia y también de la sociedad - la historia lo reconocerá - españolas de esta segunda mitad del s. XX.
Obispo de Solsona, durante dieciocho años, diócesis de la que algunos le auguraban que no saldría por una "osada" pastoral escrita por los años cuarenta, que se titulaba "El pan nuestro de cada día"; arzobispo de Oviedo, cardenal primado de Toledo después, y, por último, Cardenal arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española durante once años.
Su personalidad y estilo - lo que se ha venido en llamar "el taraconismo" - han marcado un rumbo decisivo a la Iglesia y al catolicismo en España. Estilo sellado, antes que nada, por una sincera renuncia al poder y a los privilegios en las relaciones de la Iglesia con el Estado. Renuncia impuesta y querida por el Concilio Vaticano II, de quien el cardenal Tarancón ha sido el principal artífice al frente de la Iglesia española.
Su presencia, sencilla y acogedora, sin ningún protocolo y artificio, contrasta enormemente con la frialdad de Palacio, reliquia del pasado, hecha de piedra y mármol, sin vida. El salón donde me recibe tiene el calor de lo habitado. Grandes paredes cubiertas con libros, amigos inseparables de don Vicente Enrique y Tarancón.
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