Si tuviera que resumir de algún modo mi experiencia de dos cursillos de teología en Ávila, diría que estos han sido lugar privilegiado de mi encuentro con la Iglesia.
Será difícil olvidar alguna vez aquel descubrimiento apasionado, casi violento de la verdadera realidad de ese Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; aquel dejar atrás cada día una perspectiva vieja, una idea insuficiente, un convencimiento escasamente fundado... , para entrar de lleno en un paisaje totalmente nuevo.
Más que detenerme en este o aquél momento de cada día, quisiera hacerlo en el clima que envolvía todas las horas: en esa certeza inexplicable, pero honda como ninguna, de que Jesús habitaba en medio de nosotros y guiaba nuestros pasos. Lo mismo en esa presencia continuada hecha de alabanza y petición que proporciona la liturgia de las horas, como en el compartir la Palabra y el Cuerpo del Señor; tanto en el silencio recogido ante el Santísimo, como en el intercambio fecundo de experiencias acumuladas durante un año de brega parroquial; en los ratos de toma de apuntes como en las alegres despedidas de cada jornada, reunidos entorno a unos acordes de guitarras, alternando vivas, cantos y... almohadazos.
Descubrí los más pequeños matices que a menudo despreciamos, tuve tiempo de localizarme frente a Dios y a los hermanos, y así, vivir referido a ellos y no a mí mismo.
La Iglesia pasa a ser experiencia vivida, cuerpo palpable donde se derrame sin medida la gracia de Dios, y sobre todo, un don para mi. Un regalo inmerecido que me desborda y compromete con urgencia pero con indecible amor.
También hubo lugar para conocer mi propia mediocridad, la flaqueza de mis empeños por crecer en el amor de Dios y de los hermanos, el lastre de sentimentalismo y ficción que tienen con frecuencia mis anhelos. Pero en medio de todo ello crecía una aspiración profunda por la comunicación con los otros, algo que superase los límites del simple compañerismo, de la alegría vana y superficial que se evapora con igual rapidez que apareció, de la ensoñación ilusa. Allí me di cuenta que lo que nos separa de los simples utópicos es que en medio de nuestro proyecto se planta el Espíritu de Jesús como alimento, consuelo, impulso y roca sustentadora.
De alguna forma, diría, me apropié en lo más hondo de mi corazón la letrilla de aquel cantar: juntos caminando podremos alcanzar, otra ciudad que no se acaba, sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad. Porque Jesús está en medio de nosotros; porque Él habita nuestro corazón particular y el de nuestras comunidades; porque Él es el vinculo de toda comunión.
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