En este tiempo podíamos intentarlo los cristianos todos, de todas las confesiones: orar no como en los siglos XV y XVI, los unos contra los otros, sino todos por el hombre, su paz, su libertad, su quehacer de vida, su verdad, su buen amor. ¿No sería bueno que todos orásemos puesto el deseo en que el hombre viva en el mundo como requiere la humana dignidad, y por sí misma postula la obra por Dios creada, nosotros, los humanos? Orar no es entregarse a esas devociones que Santa Teresa llama "bobas", ni tampoco repetir con buena voluntad palabras a las que se asigna un poder mágico. Orar es otra cosa, como bien sabe quien haya tenido necesidad íntima -o laudable curiosidad -de conocer en sus obras a nuestros grandes místicos -orgullo de nuestra literatura -y a otros grandes santos que por su acción en vida han configurado más de una vez, durante estos veinte siglos cristianos, un nuevo estilo social de vida -San Agustín, San Francisco, Santa Teresa, San Ignacio y tanto más antes y luego -, que, como hicieron los apóstoles enseñados por Cristo Jesús, reajustaron una y otra vez al hombre en sus goznes humanos, o a lo menos le señalaron la causa de su desquiciamiento y con su impar oración pidieron a Dios que lloviera de nuevo armonía de verdad y paz en Tierra para que el hombre fuese lo
que es: criatura de ese Creador -Padre Nuestro -que nos hizo a su imagen y semejanza, y por ello somos originariamente libres, inteligentes, hacedores de bien, capaces de amor... Muy bueno sería hoy que orásemos los más posibles. Porque si bien aun cuando se desee no se logra, sin embargo toda persona que lo intenta se plantea, ab initio, un problema clave: nuestras raíces. Ellas, por sí mismas, exigen de nosotros una
conducta coherente, cuyo inicio es un tiempo de esforzarse por empinar lo más posible nuestras cualidades humanas por excelencia -acción beneficiosa para uno mismo y para los demás -, mientras van quedando sumidas en crisis de existencia esas otras cualidades sombra que hacen tenebroso el humano vivir y engurruñan el corazón de quien las practica.
ORAR exige un tiempo previo -breve o larguísimo -en cada orante en que se aclaren las ultimidades del vivir del hombre. No es bueno vivir sin haberse planteado problemas claves del propio vivir. Y no es el primero la propia subsistencia; hay uno previo que postula esta subsistencia: ser persona humana en devenir. La persona tiene tanta necesidad como obligación de cumplirse, de realizar en sí su posible personalidad. Es obra que se realiza desde la persona que se es, desde la propia intimidad; es obra más propia que ajena. Contar con Dios o rechazar a Dios ha de ser el resultado de un problema que no puede dejar de plantearse el hombre, al menos si, cristiano o no cristiano, llegó a la vida dentro de una civilización cristiana como es la nuestra.
Este es el año en que se cumplen 800 del nacimiento de San Francisco y 400 de la muerte de Santa Teresa - dos personas de oración y de acción a un mismo tiempo -. Dos santos modelo de vida verdadera, activísima en el mundo, y a la vez residenciada allende el mundo, en un espacio temporal - ese otro tiempo que no marcan nuestros relojes - y donde discurre la oración - de los grandes orantes. Esto no puede sorprender a quien ame: su amor no vive en el tiempo cotidiano de su vida, sino en un transtiempo suyo, radical y exclusivo. Orar es un modo, el más radical y lúcido, de amor - amor a Dios - , donde la criatura intenta decirle a Dios mismo que es suya, que busca no perder la ligazón con su Creador porque necesita que Dios sea con ella. Orar es dar fe de humildad a Dios, franciscanamente. Orar no es prescindir de cuanto no sea Dios, sino asentarse en el mundo con las demás criaturas suyas, y convivir con ellas amándolas. "Quien no amare al prójimo - dice Santa Teresa - , no os ama, Señor mío". Orar es el modo de amar a Dios amando a los demás hombres. En consecuencia, es hermanarse plena, conscientemente con ellos, vivir en armonía con las de más vidas, de modo que prime la verdad en esta coherencia interhumana. Esa verdad que "nos hará libres", y la paz que nos hará del todo personas humanas.
En oración y amor - aquende y allende - fue el vivir entre los hombres del Santo de Asís, y de Teresa de Ávila, la Santa. Ella, con su gracia expresiva escribe: "Las almas que no tienen oración, cuerpo tullido". Parece una apostilla al decir de Luis de Granada: "La oración es de todos los tiempos y de todas las horas". Francisco se quemó orando el propio cuerpo, y dio tal llama de amor, que las gentes creían ver fuego cuando en la Iglesia les hablaba de Dios. No sólo oración fueron sus vidas. Sin cesar en todo tiempo y en todas las horas acudieron a sus hermanos los hombres. Convivieron miserias y espantosos horrores, y dieron siempre muestra viva de su humana dignidad. La Iglesia les debe la creación de remansos de paz - conjuntos de personas de amor probado, que hicieron navegable su tiempo, y nos ayudan a no ahogarnos en el nuestro.
¿No sería bueno orar, no aspirando a la propia santidad sino buscando que crueldades, mentiras, desamor, violencia, hambre... huyan entre los hombres, humanas criaturas de Dios?
(Del diario YA)
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