El desierto de Juda: Jerico y el Monte de las Tentaciones
El desierto de Judá, al este de Jerusalén, evoca siempre la tierra de bandidos y de proscritos, pero también el lugar de los combates de los ermitaños que, entre los siglos V y VI de nuestra era, los anacoretas cristianos convirtieron en un "prado espiritual". Los restos de monasterios dan testimonio todavía de la invasión del Espíritu que sopló sobre estos lugares. La ruta que hoy nos proponemos hacer nos llevará hasta Jericó y el monte de las Tentaciones (Gebel Qanantal).
Partimos de Jerusalén por la puerta de los Leones que al este de la ciudad vieja de paso a la ruta que desciende a Getsemaní y asciende a lo más alto del monte de los Olivos. Hemos seguido el camino inverso que el domingo de Ramos recorre la procesión. Bajando hacia Betania, hemos podido ver una vez más Betfagé en la pendiente oriental del monte de los Olivos. Aunque a pocos metros de Betfagé hubiéramos encontrado ya el desierto, hemos preferido alcanzar Betania, ligeramente más a la derecha. Siempre es bueno contemplar el lugar donde Marta, María y Lázaro gozaron de la amistad de Jesús. El nombre árabe de Betania, El-Azarieh, recuerda claramente a Lázaro, el resucitado, cuya muerte hizo llorar al Señor.
Pero no nos detengamos, hay que seguir. Una vez pasada la corta meseta de Betania, comienza el descenso rápido hacia el valle del Jordán. Enseguida llegamos a la fuente de Ain Shemesh, límite antaño entre las tribus de Benjamín y Judá. En el siglo XV a esta fuente se la denominó fuente de los Apóstoles, porque es hasta cierto punto lógico pensar que Jesús y sus discípulos tomaran aquí agua antes de subir a Jerusalén. El camino, ahora menos abrupto, tiene el atractivo de ver como la poca lluvia que aquí cae hace crecer de Enero a Marzo minúsculas anémonas u otras flores. Divisamos ya a lo lejos, en lo alto de una loma, la Posada del Buen Samaritano. La tradición que coloca a partir de esta Posada (hoy quedan restos de un lugar de aprovisionamiento de caravanas) la escena de la parábola de Jesús tiene en cuenta la geografía del lugar, pues uno kilómetros más abajo comienza un descenso rápido y sinuoso que nos lleva, a la izquierda, hasta wadi Qelt. Este era el camino que bajaba de Jerusalén a Jericó. Una enorme hendidura en el flanco de la pared del wadi nos permite llegar hasta el fondo, donde el agua corre, formando incluso pequeñas cascadas de vez en cuando. Se ven un poco por todas partes las cuevas que en la antigüedad sirvieron de celdas a los anacoretas, a algunas de las cuales sólo se podía llegar por medio de escaleras. Las grutas son las señal de que nos encontramos cerca del monasterio de San Jorge Kosiba. Muy pronto avisamos sus edificaciones que semejan vagones de un tren colocados en medio de la pendiente.
Pudimos descansar y beber agua en el monasterio. Los monjes con sus enormes barbas prosiguen su trabajo sin darnos mucha importancia. Aprovechamos para contemplar el wadi, cuya vegetación en el fondo contrasta con la aridez de las partes altas. La soledad del lugar da paz, pero tuvimos enseguida que proseguir nuestro camino, dejando el lugar que en el siglo V escogió el célebre monje Juan el Silencioso.
No necesitamos andar mucho para descubrir lo que poco antes no esperaríamos: la llanura de Jericó. Casi sin dejar el barranco nos encontramos con un paisaje grandioso: la marcha verde del gran oasis de Jericó, con las montañas de Transjordania al fondo y a la derecha la costa norte del Mar Muerto. Desde aquí, en una montaña que lo domina todo, vemos también Cypros, una de las muchas fortalezas de Herodes, hoy día no visitable porque, como lugar estratégico, el ejército israelí no lo permite.
Tenemos que bajar a la llanura para visitar las excavaciones de la Jericó herodiana que está a nuestros pies. Se nos dice que Herodes hizo de este sitio un minúsculo Versalles con sus patios, jardines, huertos, piscinas y baños, aprovechando el agua del wadi en invierno. Pero no podemos detenernos mucho. Dejaremos también para otra ocasión la visita de Tell es Sultan, donde la antiquísima ciudad floreció, o el palacio de los califas omeyas con sus prodigiosos mosaicos.
Lo interesante es ahora recordar que Jericó es un lugar importante para la historia del A.T. y no menos para la del N.T. Desde aquí los peregrinos israelitas partían en procesión hacia Jerusalén cantando los salmos de las subidas (Sal. 120-134; leed, por favor, los 121-123. Se entienden mejor). Aquí vivieron Bartimeo y Zaqueo. Pasear por los huertos y jardines de Jericó nos ayuda también a entender un contraste: justo enfrente, hacia el oeste, sobre las contrafuertes montañosos, se destaca el monte de la Cuarentena, donde la tradición coloca las tentaciones de Jesús. El monasterio ortodoxo construido en la falda de la montaña parece rodear a ésta como una faja. Pero no basta verlo, hay que subirlo. El camino hacia la cima pasa justo por el monasterio que, medio excavado en la roca, está ocupado por unos cuantos monjes greco-ortodoxos. La cima te da una sensación extraña. Si miras al valle del Jordán y Jericó te parece estar en un gran monte. Si miras al oeste, hacia Jerusalén, no es más que una elevación más pequeña que las que le rodean; pero en cualquier caso, es bueno para sentarse un rato, al atardecer y mirar a todas partes. El sol no nos permite ver las torres de las iglesias del monte de los Olivos, pero sí al Mar Muerto, o el monte Nebo y, sobre todo, el grandioso oasis de Jericó.
Ni el Evangelio ni ninguna otra fuente nos permiten determinar el lugar donde pasó Jesús los 40 días de ayuno. pero si la tradición posterior indicó este monte, la verdad es que constituye una perfecta ambientación literaria del relato: el monte pelado, con salientes y entrantes, las cuevas que allí se encuentran, la vista del oasis que permite ver la magnificencia del mundo, la soledad, todo o casi todo nos ambienta en las tentaciones del Señor. ¿Por qué no animarse a la experiencia de lucha que éstas suponen, cuando sabemos que nos espera la victoria y que el tentador nada tiene que hacer?
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