San Benito: Cultura y Sociedad
A comienzos de este curso, en el claustro del monasterio de La Certosa de Pavía, más de 10.000 estudiantes y trabajadores de CL, procedentes de Milán y su diócesis, se reunieron para hace, memoria de la vida y el testimonio de san Benito. Antes de la celebración eucarística, Giancarlo Cesana recordó la figura de Benito y puso como modelo de nuestra tarea cotidiana su gran obra.
Lo que nos está sucediendo en este momento es un sueño, el sueño de la política y de la cultura de nuestra sociedad: el deseo de una unidad realizada.
¿Qué diferencia hay entre estar aquí diez mil estudiantes y trabajadores juntos, y otras manifestaciones que a menudo vemos en nuestras calles, en nuestras ciudades? Nosotros estamos aquí porque fuimos atrapados por algo que nos fascinó, por una esperanza que surgió en nosotros al haber visto por fin algo verdadero, por haber visto al fin la posibilidad de vivir.
San Benito dejó marcada la huella de nuestra experiencia personal: la totalidad del acontecimiento de Cristo en la vida normal, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Existe ya la posibilidad de no morir, de no ser nunca vencidos. Existe la posibilidad de construir.
Este gesto que estamos realizando atestigua que realmente hay entre nosotros una presencia mucho mayor que cualquiera de nosotros. Aquí estamos tras las huellas de un hombre que, seducido por esta presencia, marcó una época y construyó una civilización: "Fue el autor de una nueva cultura, de una nueva época, de una nueva Italia, de una nueva Europa... Más allá del horizonte de muerte y destrucción que soportó todo el mundo bajo el poder temporal de Roma y del Imperio, Benito fue para su generación y todavía más para las generaciones siguientes el apóstol de una nueva aspiración hacia la verdad, suscitada por el desafío de la nueva vida" (Juan Pablo II, Homilía en Nursia, 23 de marzo de 1980).
En una época en que era difícil para el hombre tener esperanza, Benito construyó la novedad sobre la base de lo que también nosotros hemos visto. Benito era uno de nosotros.
Lo que hemos visto y encontrado es primero una cultura y después una disciplina. Benito reconoció dónde estaba la verdad y supo seguirla. Esto es la cultura: la afirmación del sentido último de las cosas.
"Como creyentes en la providencia del Padre, en la presencia del Hijo, y en la ayuda del Espíritu, no se perdieron en inútiles añoranzas y se dirigieron hacia el nuevo occidente" (L. Genicot).
Nosotros somos hombres de ese tipo, en una época que es igual o más dramática que la de san Benito. Dentro de nosotros, por muy pequeño que sea nuestro conocimiento, existe la huella de un acontecimiento de poder inusitado, más grande que la sabiduría de los intelectuales, mayor que nuestra debilidad, mayor que la desesperación , y
que los dramas de nuestro tiempo. Queremos comprometer nuestra libertad en reconocer este acontecimiento, porque lo consideramos factor de cultura más decisivo que todas las tentativas que nosotros y otros hombres hemos hecho para dar sentido y esperanza a nuestra vida. Esta es nuestra cultura, el principio de nuestra vida y de nuestro actuar, el criterio con el que juzgamos. No es posible afrontar la muerte y la destrucción actuales sino con una esperanza igual que la de Benito.
El compromiso de la libertad significa para nosotros lo mismo que para él: una disciplina. El camino cristiano requiere una disciplina para adecuarnos a lo que hemos visto. "Era necesario que lo heroico se volviese normal, cotidiano, y que lo cotidiano y normal se volviese heroico". Para que esto suceda se necesita una disciplina, un ejercicio constante de la libertad.
Ser joven significa ser gente que aprende, es decir, que acepta en sí mismo una disciplina. Adherirse a Cristo significa seguir, desear que para nosotros también ocurran las cosas como para Benito. Este es el drama de nuestra vida, porque la vida es un hambre nunca saciada de sentido. Todos los hombres que viven sienten este hambre; de otro modo la única posibilidad es la distracción. O se piensa con Dios, es decir, o este hecho es más importante que nosotros mismos, o se piensa según la mentalidad mundana.
Pasaremos el día buscando amigos pero no seremos felices. La nuestra debe ser una vida que sigue; una vida que mira más a la verdad que a sí misma, una vida que está abierta hacia todo; una vida llena de caridad, es decir, de amor a la verdad, construida junto a los que tienen tu mismo destino: Cristo.
Nosotros somos este seguimiento y esta compañía. Por eso tenemos una certeza, no estamos abandonados a disposición de las interpretaciones de quien detenta el poder. Es una vida, la que queremos vivir, liberada por fin de la tristeza que nos produce la caducidad, el mal y la muerte.
¿Cómo nos marchamos de aquí? Confirmados, en una tarea, en una responsabilidad, o sea, en una respuesta para nosotros mismos y para los demás acerca del sentido, del amor, de la capacidad de dar vida a todo. A todo: ya se trate de la banalidad cotidiana o de la ayuda que prestamos a las grandes tareas culturales y políticas de nuestra época.
Exactamente como para Benito. La vida monástica es la afirmación del sentido de totalidad en las cosas normales. Es posible también para nosotros percibir el significado de lo que hacemos todos los días para nosotros y para todos los hombres. Si Dios nos ha llamado a esto, roguémosle que nos haga dignos.
Si somos jóvenes es sólo porque estamos dispuestos a vivir el futuro intuyendo que la vida es más grande que nosotros. Esta vida más grande que nosotros la hemos visto. Queremos seguirla, y queremos aprenderla.
Por una batalla cultural
La vida benedictina tiene todas las dimensiones esenciales de la existencia humana renovadas en la fe. Esto es lo que tiene de fascinante y este es el motivo por el que los cristianos de hoy se esfuerzan en entenderla de modo no solo sociológico y estimarla sin sentimentalismo. Muy difícilmente sabemos nosotros hoy unir acción y contemplación, libertad y autoridad, individuo y comunidad: excesivamente ocupados en buscar la eficacia histórica del cristianismo como para darnos cuenta de que todo nace solamente de "no anteponer nada al amor de Cristo", tal como está escrito en la Regla de san Benito.
San Benito vivió una época en la cual se asistía al derrumbamiento de toda forma de autoridad. Instituciones y formas que habían garantizado la unidad y la continuidad social durante siglos fueron arrolladas: lo que quedaba era inevitablemente la violencia.
Autoridad auténtica y tradición están indisolublemente ligadas y sin ellas no hay unidad ni continuidad social, es decir, no hay historia. El naufragio de la autoridad y de la tradición al que asistía Benito estaba interrumpiendo la historia de Occidente. En contacto con la nueva realidad social nació y se difundió desde el monasterio una nueva cultura, llegando hasta inventar nuevas técnicas de cultivar la tierra. Así como el monasterio era un modelo de vida, la figura del abad era un modelo de paternidad. Paternidad significa transmisión de vida, lo que crea inevitablemente una tradición, una memoria de la experiencia vivida. La paternidad genera entonces memoria, y la memoria genera cultura.
Sólo quien hace la experiencia de la paternidad, de ser formado por quien nos precede, puede tener el sentido del pasado y sentir por ello gratitud; solo quien tiene un padre encuentra sensato transmitir su propia experiencia renovada en el futuro.
El Ora et labora no es un precepto de vida devota; es la fórmula de una revolución cultural y social de mucho peso. Con esta fórmula el trabajo manual, tarea considerada servil hasta entonces, venía a unificarse con la contemplación y el estudio, tarea señorial. En la unidad de oración y trabajo se superaba la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, y se superaba también la división social entre señores y siervos. Nacía en un mismo gesto una nueva concepción del trabajo y de la sociedad.
En la concepción "moderna" del hombre, la praxis es sólo el trabajo conducente a la producción material; y es ésta, con su edificio de mecanismos y estructuras, la que dicta el significado de la realidad: la eficiencia sustituye a la verdad, la fuerza a la justicia, lo útil a lo bello. Así el hombre moderno muchas veces produce, pero no crea.
Por esto san Benito pudo escribir en la Regla: "Todos los utensilios del monasterio y todas las cosas tienen que estar cuidadas como los vasos sagrados del altar". En la constante afirmación del horizonte último y omnipresente (el Reino y su justicia) el hombre encuentra el equilibrio necesario para exaltar las dimensiones de la realidad natural y material, que fu era de este orden inevitablemente se convierten en realidades esclavizantes.
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