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Huellas N.4, Abril 1981

Identidad

De qué vida nace Comunión y Liberación

Comenzamos a publicar aquí esta entrevista realizada con don Giussani por Giorgio Sar­co en mayo de 1979. Agradecemos la concesión al semanario II Sabato, editado en Italia por una cooperativa de periodistas católicos. Luigi Giussani es el alma y motor (con mucha "marcha", como se dice ahora) de nuestro movimiento. De manera que ninguna fuente mejor de reconocimiento. La segunda parte de esta entrevista aparecerá, Dios mediante, en el siguiente número.

LA INTUICIÓN ORIGINARIA

¿Qué es Comunión y Liberación, propiamente, un proyecto social, una cultura, una estrategia edu­cativa, o qué otras cosas además?
Comunión y Liberación es solo una intuición del cristianismo como acontecimiento en la vida y, por tanto, como historia. Desde los primeros mo­mentos siempre subrayamos entre nosotros que una idea, un valor intuido, se traduce en un méto­do para afrontar la realidad, lo que a su vez opera un cambio de todas las relaciones que se viven. De la misma manera la intuición cristiana se traduce en un modo de juzgar y vivir.
Yo creo que la historia y el desarrollo que ha tenido el movimiento dependen ante todo de la centrada autenticidad de la intuición originaria, es decir, del punto de vista del que partimos para comprometemos con el hecho cristiano. Recordar cómo nació esta intuición en mí significa reavivar en la memoria uno de los momentos más bellos de mi vida. Cierto que la primera intuición de que el horizonte de la existencia es el amor de Dios se encendió en una situación espiritual preparada por la educación familiar y profundizada después por la vida del seminario; pero sólo llegué a ser consciente de ella, propiamente hablando, cuando leí y comprendí por primera vez con inteligencia ver­dadera el comienzo del evangelio de Juan: "El Verbo se hizo carne". Recuerdo cómo mi profe­sor del seminario, don Gaetano Corti ( quien ac­tualmente creo que enseña Historia del cristia­nismo en la Universidad de Trieste), nos explica­ba este pasaje a los muchachos diciendo que la clave de la realidad y el centro de la vida perso­nal y del mundo se había hecho presencia encontrable para cada uno de nosotros en Cristo.
Por aquellos tiempos leía a Leopardi apasiona­damente. Me gustaba mucho. Especialmente repa­saba el Canto alla sua donna, que Levi, uno de sus mejores comentaristas, considera la clave de toda la trayectoria espiritual del poeta. Hasta entonces Leopardi se había venido enamorando de varias mujeres, una detrás de otra; pero comprendía que era otra cosa lo que buscaba en el rostro de cada mujer: la Belleza, a la que ninguna figura de mujer rendía total justicia. Brotó entonces en él ese texto que se puede justamente llamar oración, la oración de un ateo:

Se delle eterne idee
L 'una sei tu, cui di sensibil forma
Sdegni l'eterno senno esser vestita
E fra caduche foglie
Provar gli affanni di funerea vita
...
Di qua dove son gli anni infausti e brevi
Questo di ignoto amante inno ricevi. (1)


Empecé a comprender el comienzo del evangelio de Juan, "el Verbo se hizo carne" confrontán­dolo con esta lírica que expresa, en cierto sentido el nivel más profundo de la búsqueda humana. El hombre es, a menudo inconscientemente, mendigo de la Belleza, la Verdad o la Justicia sin poderlas encontrar en ningún lugar. Y resulta que la belleza hecha carne, la Verdad hecha carne y la Justicia hecha carne están entre nosotros son el Verbo de Dios, son Jesucristo.
De aquel mismo período recuerdo también y en el mismo sentido, la manera en que el rector del seminario, luego cardenal de Milán. Giovanni Co­lombo, explicaba y comentaba La Divina Comedia, obra del genio que mejor expresa a un pueblo formado en la experiencia de la Iglesia.
Desde entonces, la primera vez que he oído repetir, con sobresalto, la intuición originaria esclarecida por la experiencia de aquellos años, y con el mismo acento, ha sido en la encíclica de Juan Pablo II: "Cristo es el centro del cosmos y de la
historia". Efectivamente, esta es la intuición que lleve dentro durante toda la vida del seminario; es la que constituyó el motivo exclusivo por el que marché a enseñar religión en los institutos: precisamente para comunicar a los jóvenes aquella verdad que me había sorprendido y la necesidad de cambiar la vida a la luz de ella.
Otro elemento que ha contribuido al creci­miento del movimiento, a hacer de él lo que ahora es, ha sido el tipo humano al que se dirigió esta intuición: los jóvenes, que aportaron en aquellos años la frescura de su sencillez y de su generosidad, y que la fueron comunicando mediante el normal camino de la amistad, por toda Italia.

EL MÉTODO DE LA EXPERIENCIA

Ha dicho que en el comienzo de la historia de Comunión y Liberación hubo una intuición, tradu­cida en un método de vida y de presencia, y nos ha hablado de esa intuición. ¿Podría aclaramos ahora en qué consiste el método mediante el cual creció todo esto?.
El cristianismo es el anuncio de que Dios se ha hecho presencia encontrable en la historia como cualquier factor de la existencia humana. Dios se ha hecho constatable, en la realidad de un signo que hace dos mil años consistía en la humanidad individual de Cristo y que hoy, por Su voluntad consiste en la unidad de los creyentes, la Iglesia. Embebiéndose en este signo es como el hombre ex­perimenta realmente la presencia de Dios.
El método consiste, por tanto, en esto: que la intuición se convierta en experiencia. La experiencia es ante todo el implicarse en un signo, en una realidad objetiva que moviliza a la persona hacia su fin, hacia su destino (y en esta movilización la persona es provocada a cambiar, a convertirse). La experiencia es el lugar en que se comprueba si lo que se ha intuido vale para la vida. El objeto en que se implica el hombre, el signo, es una provoca­ción. La presencia de Cristo en la vida del hombre de nuestro tiempo no tiene lugar de manera histo­ricamente eficaz sino como provocación que perturba el modo de concebir la realidad, o más aún, que perturba el mismísimo modo de percibirla y, por tanto, perturba los criterios con los que valo­rar y decidir.
El primer elemento metodológico es la insisten­cia en la certeza, que constituye el núcleo de la in­tuición cristiana, de que Cristo es el centro del cos­mos y de la historia: esta "palabra clara", esta cer­tidumbre es ya de por sí desconcertante -se nota con este Papa-y tiene una profunda capacidad de sugerencia, en lo que se revela la espera continua aunque sea inconsciente; que tiene el hombre de este anuncio.
El verdadero alcance de este anuncio, su densidad existencial, debe traducirse en regla orgánica, en dinamismo sístematico, como todo en esta vida.
Y aquí está la importancia de la verificación, se­gundo elemento metodológico: verificar exige que, tras haber escuchado el anuncio, la persona coteje con él todo el fluir de su vida, esto es, la trama de sus propias necesidades, problemas, situaciones, reacciones, exigencias, etcétera. Sólo de esta mane­ra- llega a constituir el encuentro con Cristo un punto de vista nuevo, una hipótesis de trabajo en el pleno sentido del término, a partir del cual ver y afrontar todo lo que la dinámica normal de la exigencia cotidiana implica. Por esto la actitud de ''verificación" desemboca en una cultura, es decir, en una comprensión global y renovada de la reali­dad.

UN DESAFIO CULTURAL

Sin embargo Comunión y Liberación ha sido acusada a menudo de no comprender la importan­cia de la "mediación cultural" y de no valorarla...
Esta acusación nace la mayor parte de las veces, creo yo, de una concepción estrecha y, en último término, mezquina de la cultura. En el fondo de toda verdadera y gran cultura humana, igual que en el fondo de toda verdadera obra de arte o verda­dera filosofía, hay siempre una intuición creativa, que se somete al rigor de un método. Un enfoque que olvide la importancia del rigor exigido por cada objeto, es sentimental; y una cultura que cen­sure programáticamente la intuición originaria es abstracta. De cualquier modo el comienzo de la actitud cultural de los cristianos viene indicado en la exhortación de San Pedro a "dar razón de la es­peranza que hay en vosotros" (1 Pt. 3,15). Esto su­pone el brote de un interrogante que parte del mundo y alcanza al cristiano. Para "dar razón" es necesario antes que nada que la esperanza sea lo bastante evidente como para llamar la atención del observador, constituir para él un encuentro e im­pulsarle a preguntar.
Si falta este punto de partida no es posible nin­guna construcción cultural inscrita en la dinámica de la fe. La cultura, en efecto, es la pasión huma­na solicitada y potenciada por el encuentro. En la concepción paulina Cristo es "la clave que sostiene ontológicamente a todos los seres" (Huby). Exis­tencialmente esto significa que Cristo es el punto de vista unitario capaz de permitir afrontar cual­quier aspecto de la existencia. Quien capta esto se encuentra colocado de golpe en el corazón de una auténtica posición cultural, aunque los instrumen­tos cognoscitivos de que disponga sean totalmente inadecuados para expresar la profundidad de esa comprensión que ha recibido. Es exactamente lo que dice el salmo 118: "Tengo más prudencia que todos mis maestros, porque Tu ley, Señor, es el ob­jeto de mi meditación".
Esta implicación global del cristianismo es lo que desde el principio engendró en los chavales el gusto y la decisión de afrontar crítica y creativamente el ambiente escolar, con todas sus esperanzas y difi­cultades. Recordándolo ahora, me río por dentro de la buena dosis de inconsciencia, pero mucho más agradezco a Dios la sencillez de corazón con la que nos enfrentamos a la ideología dominante en los institutos y universidades, bastante mas pre­parada que nosotros técnicamente, pero tan pobre de propuesta para la vida y por ello de verdadera cultura.
En la objeción que desde entonces se nos ha ve­nido haciendo con respecto a nuestra actitud cul­tural, me parece que había cierta mezquindad a la hora de comprender el método de toda creación cultural. Los que nos criticaban carecían de la comprensión del hecho de que un horizonte glo­bal y un punto de vista verdaderamente unitario están siempre implicados y son la exigencia última de toda verdadera empresa de estudio e investiga­ción. Efectivamente, en su nivel más profundo, toda posición cultural se identifica con una pa­sión global por la vida y por el mundo. En reali­dad lo que se tenía en el punto de mira al atacar­nos era la afirmación de que la realidad de Cristo es la clave de una visión sistemática y crítica de la totalidad de la experiencia humana.
En última instancia, pues, la posición cultural coincide con una forma nueva del sujeto en cuanto tal. Esto no sustituye a ninguna mediación, no ha­bilita a ahorrar ningún esfuerzo ni provoca el sal­tarse a la torera el tiempo que dicho esfuerzo re­quiere.
Algunas críticas que se nos dirigieron nacían de la justa preocupación de que nuestra posición y voluntad cultural se identificasen con algunas gran­des afirmaciones ideales sin ponerlas en juego en el trabajo, como si para hacer cultura bastase la intui­ción o, incluso, el afirmar haberla tenido. Por el contrario, la intuición, si es auténtica, se traduce en un trabajo. El riesgo, en cualquier caso, no na­cía de nuestro principio educativo; tanto es así que muchos de los chavales de aquellos primeros años estarían entre los más destacados de sus pro­mociones y están haciendo hoy una carrera cien­tífica prometedora. También en este plano, debo registrar la sustancial falta de generosidad de mu­chas críticas en las que intelectuales de profesión se ponían a enjuiciar con pedantería los puntos y comas de los primeros intentos culturales de un grupo de chavales, con una sordera tremenda hacia lo que estos empezaban a mendigar.

Esta opción de partir con tanta decisión de la afirmación de que "Jesucristo es el centro del cos­mos y de la historia", ¿no llevaba a una cerrazón integrista de las comunidades estudiantiles, a un rechazo de vivir la relación con el mundo moderno y su cultura, que tienen una significado tan distinto?
Para nada en absoluto. Me explicaré con un ejemplo; desde cuando era niño mi poeta preferido era, como ya he dicho, Leopardi, porque planteaba, de manera perentoria y clamorosa esa aspiración de sentido último y por tanto de felicidad que sen­tía como definitorias de la mismidad del ser huma­no. Este nivel de profundidad, la espera de Dios, define a nuestra época histórica, como a cualquier otra; tanta es su connaturalidad al ser del hombre como tal. Por eso la apertura a esa actitud es po­tenciada por la certeza de la fe.

¿Le suponía algún problema el declarado materialismo de Leopardi?
Absolutamente ninguno. Era tan potente el in­terrogante que lo agitaba, que la insuficiencia ideo­lógica de la respuesta tenía que resultar inmediatamente evidente.

La intuición de fondo del movimiento, ¿es más bien ética, filosófica o, poética?
Puestas así las cosas estaría tentado de respon­der que más bien poética. Pero diría que es simple­mente religiosa. En el mismo acto de conocimiento radican la emoción por la unidad del ser que da la poesía y la sed de claridad racional propia de la filosofía. Así lo dice Balthasar: el comienzo de la teología es una percepción estética, y la aventura de la forma desarrolla dicha percepción, haciendo de ella un principio de comprensión. Por lo demás, yo siempre repito a los muchachos: ¿con qué juz­gamos nosotros? Mediante esa atracción que ejerce el ser que nos constituye. Por eso también dentro de un sistema teórico estructurado hace falta siempre identificar la intuición originaria de la que pretende dar razón el desarrollo teórico. Pero en, el fondo está siempre la atracción de algo experi­mentado como verdadero y que confiere corporei­dad existencial a la afirmación teórica. A esta im­postación se debe el hecho de que, desde el prin­cipio, hayamos tenido una posición cultural acti­va. Cierto que su traducirse, especificarse y edifi­carse requerirá un tiempo, el uso de todos los ins­trumentos debidos, la humildad, el sacrificio y el riesgo necesarios.

En este subrayar tan decidido la importancia de la intuición originaria ¿no hay quizá un riesgo de irracionalismo, de infravaloración del momento racional de la investigación?
Para nada en absoluto. Siempre hemos dicho que la intuición de que ''Cristo es el centro del cos­mos y de la historia" genera inmediatamente una búsqueda que la ilustre; nunca es una afirmación vacía; siempre tiene un contenido razonable y hu­mano. El objeto de la intuición es la verdad, el fon­do del ser; y todo el espacio de la vida y del saber es el lugar de la verificación. Es irracional la posi­ción que plantea de entrada una intuición que luego rehusa desarrollar en confrontación crítica con la realidad. Por lo demás, el objeto de la intuición no es un sentimiento vago, sino ese Ser del que emana la racionalidad de la naturaleza y de la historia. Tan poco irracionalista es nuestra posición que coincide con la manera en que Santo Tomás (que ciertamente no es un irracionalista) habla de "inte­ligencia". En efecto, la inteligencia, para Tomás, no es otra cosa que el acto con que el hombre se abre humildemente y sin presunción a la verdad y se deja llenar por ella. Tan poco contradice esta apertura originaria a la racionalidad que consiste precisamente en su principio y su presupuesto ine­vitable.

Parece sin embargo que lo que dice usted no lo ha captado casi nadie, pues el ataque ideológico contra C.L. ha sido masivo...
No, no hay que exagerar. Algunos nos han com­prometido, también hemos tenido nuestros ami­gos. Quiero recordar ante todo a La Pira, que quizá fue el primero de cuantos hemos conocido que nos comprendió verdaderamente. Luego quisiera recor­dar, entre los profesores de la Universidad Católi­ca, a Bontadini, y más recientemente a Von Bal­thasar. Además de estos, naturalmente, muchos otros que no puedo nombrar ahora y a los que me siento muy agradecido.
Pero también han sido decisivos para nosotros otros "encuentros" culturales: los Padres y los Doctores de la Iglesia, y muchos que han vivido con verdadera profundidad su propio drama huma­no.

CONVERTIR LO HUMANO

A propósito de esto, siempre me ha extrañado la acusación que algunos hacen a C.L. de representar una cultura tradicional (no en el justo sentido de la palabra, es decir, de vinculación a la auténtica raíz de la vida de la Iglesia), sino en el sentido aca­démico, polvoriento...
Desde los primerísimos momentos hemos subra­yado la necesidad de partir del hombre, con lo que enseguida nos sentimos acompañados por escrito­res como Péguy o Claudel, Dostoyevsky y Thomas Mann, Leopardi o Rilke. Porque una postura cul­tural correcta no tiene miedo de nada, abraza todo lo humano y extrae lo que considera justo sin dejarse desviar por la ideología. Esto está dicho de manera insuperable en el Evangelio: "El verdadero sabio saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas". Y así nuestra gente ha navegado por las páginas de Shakespeare o de Pavese compartiendo a fondo su espesor humano y descubriendo en ellas la riqueza de ese interrogante humano cuya única respuesta adecuada es Cristo. ¡Había que ver con qué entu­siasmo y espíritu de compartir leíamos nosotros en aquellas páginas la problemática del hombre! En todas nuestras reuniones se utilizaban cuadernos reparados por los mismos chavales que señalaban las lecturas que más les habían impresionado, que más habían sentido en consonancia con su propia experiencia, o como ejemplos de verdades o valo­res.
En esos cuadernos se puede encontrar, por ejemplo, la poesía neoromántica o la teología de los Padres, Newman, Guardini, etc...

Se puede decir que el método que usted expone parte del hombre, o, más aún, del fondo de la cues­tión humana, como aclara bien en "El sentido reli­gioso"; pero al mismo tiempo afirma que no es po­sible hablar del hombre prescindiendo de Cristo,
del encuentro con Él. En otras palabras, que el hombre es una pregunta, y una pregunta que no puede ser comprendida si no implicado en ella la respuesta...

Solo cuando se encuentra la respuesta es cuando se ilumina la pregunta. La convicción progra­mática que guió nuestros primeros pasos, casi co­mo tema clave de desafío a la cultura dominante, era el grito con que el rector Victorino anunciaba su conversión al pueblo: ''Cuando encontré a Cris­to he descubierto al hombre en mí". ¿Con qué cri­terio podemos valorar toda la propuesta que emer­ge de la vida, con las innumerables formas en que se fermenta y coagula esa propuesta? O bien este criterio se dibuja como algo original y que consti­tuye nuestro propio ''yo", como el rostro, la mira­da con que la naturaleza nos lanza a la relación con todas las cosas, o bien este criterio nos viene dado y por tanto continuamente impuesto por la mentalidad dominante: El único caso en que se salva la posibilidad de "ser" de la persona, su capacidad crítica, es el primero: un criterio ofrecido por el rostro originario, el que constituye nuestro "yo' la estructura de nuestra naturaleza. Este es el criterio que se manifiesta en la que yo llamo "expe­riencia elemental": ese conjunto de exigencias y evidencias con que la naturaleza nos obliga a com­parar todas las cosas. Este conjunto de exigencias constituye el interrogante que es el hombre. En última instancia la persona es sed de verdad, de fe­licidad, de libertad, es decir, sed de ser, de realiza­ción total, y por tanto sed de adhesión a todo aquello que la complete y la "haga". "Nada resul­ta que tan no se increíble plantea". (R. la Niebuhr). Siempre he citado esta frase a los muchachos, porque la primera condición para comprender la respuesta que Cristo pretende ser para el hombre es la de sentir hasta el sufrimiento el propio interrogante humano inex­presado. El encuentro con Cristo resalta este dolor, como se azuza el hambre a la vista de la comida.

Y esta es también, en cierto sentido, la tarea de la comunidad cristiana en tanto que hecho concre­to y visible, presente en el ambiente, sobre lo que tanto insiste el Movimiento, porque solo el encuen­tro con una realidad humana diferente abre a la re­consideración del problema humano...
Indudablemente se debe también tener en cuen­ta que la comunidad es una condición existencial necesaria para el propio "yo", para la persona. Pues si bien, por una parte, supone el primer im­pacto con el signo de Cristo, por frágil y titubeante que sea, por otra, la comunidad es el humus en el que la realidad de la persona puede desarrollar la percepción de sí misma y por lo tanto hacer brotar el verdadero interrogante.

LA BUSQUEDA INTELECTUAL

Esta intuición es profundamente moderna y, al mismo tiempo, absolutamente tradicional. Ade­más, siempre me ha chocado mucho el hecho de que en las primeras páginas de "El sentido religio­so" se repitan, con palabras filtradas por la expe­riencia moderna, las notas de apertura de esa gran sintonía sobre el hombre" que es la "Prima Secundae" de la "Summa theologica" de S. Tomás.
Quiénes fueron los maestros que le introdujeron en esta comprensión, tan inusitada en la cultura católica de aquel momento, del patrimonio tradi­cional de la Iglesia?

Además de los nombres ya citados, diría que el clima mismo del seminario de Venegono. Porque, aunque no quizá de manera genial como en los ca­sos citados, todos estaban animados allí por la in­tuición de que la verdad, y por tanto la novedad que representa para el hombre, se abre lugar en su conciencia ayudada por el testimonio del largo pasado cristiano, en el que se encuentra la indica­ción de la verdadera respuesta.

Sobre esta base se desarrolló después, sin em­bargo, su actividad de investigación y docencia en la universidad. ¿Quiere contarnos algo de esta etapa de su experiencia intelectual?
Hice mi tesis de licenciatura sobre Reinhold Niebuhr. Es un personaje singular que reúne agu­deza en la indagación sociológica, profundidad filosófica y el espíritu religioso de un gran teólogo. Representa el resultado más maduro y crítico de la teología protestante norteamericana de los años treinta y cuarenta.
La primera guerra mundial y, después la gran crisis del 29, imponían una profunda reflexión au­tocrítica del ingenuo optimismo progresista que había impregnado hasta entonces al pensamiento religioso americano, por ejemplo, en la dirección del Social Gospel teorizado por Rauschenbusch.
A partir de esta situación espritual Niebuhr redes­cubre, en cierto sentido, la tragicidad inmanente, de la existencia humana, desarrollando así una nueva teología que suele llamarse existencialista, pero que en sus páginas mejores merece lisa y lla­namente la consideración de realista, por el ex­traordinario equilibrio con que sabe describir al mismo tiempo la grandeza y la miseria del hombre. Más tarde tuve la oportunidad de pasar una larga temporada en América, durante la cual llevé a cabo los estudios que se recogieron después en mi li­bro "Teología protestante americana. Profilo storico".

¿Qué es lo que aprendió un católico como us­ted de la teología protestante?
Ante todo el sentido del límite inherente a to­da posición humana. Esta es la base de lanzamien­to de cualquier espíritu sano hacia la percepción de la existencia de lo divino. Conectado con aquel está el sentido de la concreción que, en los mejores casos, no es en absoluto un chato pragmatismo si­no un gusto por la realidad vista en la totalidad de sus factores. Esto lleva a un realismo en el que el espeto de la libertad va aparejado a un saber va­lorar todos los aspectos de las cosas. Otra figura que me ha influido mucho fue Paul Tillich. Aun­que fuera alemán de origen y formación, Tillich encarnó sin embargo el espíritu del protestantis­mo americano de manera perfecta.

¿Hay alguna crítica que usted, como católi­co, haría a este planteamiento teológico, aunque sea tan fascinante?
Justo. Creo que hay un aspecto, -el más pro­fundo- del pensamiento de Niebuhr o de Tillich, que no puede desarrollarse a fondo en el ámbito protestante, si no se quiere repetir el itinerario de Newman, por ejemplo, hacia la iglesia católica. Se trata precisamente de la percepción del límite. Di­ce Tillich que la realidad humana es una especie de línea fronteriza en donde se encuentran la his­toria y el misterio del hombre. Una línea fronteri­za, no un signo, y mucho menos un signo eficaz, en el que el misterio se hace presente (un sacra­mento). Por este motivo su reflexión se queda en última instancia como colgando en el vacío.
Dentro del apriorismo subjetivista propio del pensamiento protestante, el límite acaba casi ine­vitablemente remitiendo más que a Dios, a la mis­ma profundidad del individuo, o de la humanidad como tal; al modo en que ocurre en las diversas teologías de la muerte de Dios, por ejemplo, en Vahanian. El mensaje biblíco de salvación se re­duce en ellas a un contexto de intuiciones, en cu­yo marco se desarrolla un sencillo análisis existen­cial del hombre. En la tradición católica, en cam­bio, el límite asume consistencia ontológica y sa­cramental; en el signo el Ser, trasluce, se anuncia, sosteniendo la misma forma del signo y estable­ciendo su capacidad de reclamo; evocación y su­gerencia. En resumen, se trata de la idea tomista de la esencia de las cosas como signo del que el Ser superabunda, haciéndose encontrable a quien busca la verdad. Es este sentimiento de la objeti­vidad del misterio lo que quita al gusto por lo con­creto, esto es, por la experiencia y la verificación, el riesgo de caer en un pragmatismo desalmado.

El interés por la teología protestante america­na no fue sin embargo el único interés cultural de su periodo de estudio y enseñanza...
No. Fueron tres los grandes descubrimientos intelectuales de mis años de estudio de la teología: Newman, que me introdujo a la cultura anglosajo­na y que ya había comenzado a interesarme desde los tiempos del instituto; Móhler y la teología católica alemana del siglo XIX; y después los filósofos y teólogos de la Ortodoxia rusa, especial­mente los "eslavófilos". Es más, durante algún tiempo he enseñado incluso Teología oriental en la Facultad de Teología. También en esto, aunque la primera confrontación fue naturalmente con Dostoyevski, leí después a Chomjakov, quien me reveló la belleza y profundidad de la concepción rusa-ortodoxa de la Iglesia. Leí mucho de todo lo que se podía encontrar en aquellos años sobre ecle­siología oriental, que era divulgado sobre todo por el instituto Russicum de los jesuitas en Roma.

¿En qué consistió más precisamente este en­cuentro con la tradición oriental?
Sobre todo me sorprendieron dos elementos, dos elementos que forman parte integrante de nuestra misma tradición católica pero cuya memo­ria se ha como debilitado en Occidente. El primero es el concepto de transfiguración, que ha quedado como uno de los factores fundamentales de nues­tro planteamiento. Decimos nosotros: quien afron­ta el mundo en Cristo percibe y maneja las cosas de tal manera (como signo de Cristo) que estas se presentan como el alba de un nuevo día, es decir, como principio misterioso de la manifestación de Cristo. Este elemento ha sido degradado en Occi­dente a "modo de decir" de una cierta teología mística que nos podemos permitir no tomar demasiado en serio (como si el místico fuese un tipo algo chalado y no alguien que va más al fondo del misterio que encierra en sí la vida de todos). El uso de las cosas bajo esta luz, es como la alborada real de la experiencia de humanidad nueva y de mundo nuevo ("nuevos cielos y tierra"); es la ma­nifestación inicial (auroral) de la plenitud de ver­dad y de belleza a que remite el signo. Pues, en efecto, el mundo nuevo ya ha comenzado con la resurrección de Cristo y a nosotros nos es dado experimentarlo.
El segundo elemento decisivo que he aprendido de los orientales es el concepto de sobornost: el desarrollo de una virtualidad poco subrayada de la "comunión". Esto es, la comunionalidad es un fac­tor necesario del conocimiento, un factor que lo hace posible. Vida de comunión y conocimiento nuevo (es decir, auténtico, verdadero) de la realidad están conectados entre sí. Y ciertamente no en el sentido banal de que los objetos del conocimien­to resulten materialmente diferentes, sino en el sentido de que su verdad última, su ser-para-la-re­dención final, se manifiesta: por ello resulta ver­daderamente distinto el "rostro" de las cosas.

Es, en cierto sentido, lo mismo que uno de los mayores filósofos laicos de nuestro siglo, T. W. Adorno, dice, hablando de su "teoría crítica de la sociedad": "Mirar el mundo desde el punto de vis­ta de una posible redención". Pero además Ador­no, de origen, era judío, había crecido en la fe de los profetas y del pueblo de la Biblia. Al mismo concepto de "sobornost" me parece que se puede ligar también la idea de la Iglesia como "pueblo de Dios".
Me parece más preciso decir la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, cuya forma como signo es la de ser un pueblo. Era una idea que nos había fascinado ya antes del Concilio y que leíamos en la Mystici Corporis: la idea de pueblo completa des­de el punto de vista educativo, por su evidencia, a esa otra ontológicamente más profunda de cuerpo de Cristo.

(Continuará)


(1) Si una de las ideas/eternas eres tú a la que de sensible forma/ no vistió la sabiduría eterna/ ni en caducos despojos, lúgubre/ probó los afanes de funérea vida/.../ de aquí, donde el vivir es triste y breve,/ de ignoto amante este himno recibe./
Leopardi, A su dama, en Obras completas T.I. Barcelona 1978

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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