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Huellas N.06, Junio 1994

SOCIEDAD

Ruanda: el horror y la piedad

Rodolfo Casadei

Kigali, junto a los voluntarios del Avsi. Más fuerte que el horror es la conmoción: una piedad por los hombres, por amor a Cristo. Una «lucha» por el bien dentro de la materialidad de la existencia

Te vence la angustia cuando desde lo alto observas la inmensa laguna de cañas de cuando Godelive, una hermosa enfermera tutsi que vuelve a su país tras siete años en Italia, rompe su belle­za solemne con un sollozo: «Han asesi­nado a mi madre, a mi hermano y a mi hermana que se habí­an refugiado con otros en la Universi­dad politécnica de Kigali. He recibido una carta de mi her­mana, cuando ya no estaba entre los vivos. Decía: "Estamos pre­parados. La moral es alta. Vamos hacia un lugar donde todo es paz. Pide a Dios que nos acoja". Pero yo no he rezado, he blas­femado con todas mis fuerzas».
Y te vence el horror y el hedor dul­zón de la muerte al acercarte, un domingo por la mañana, a la puerta de la capillita de Ntarama y al asaltarte, en la penumbra, la nauseabunda visión de los restos sin sepultar de 400 personas: hombres, mujeres y niños amontonados y mezclados, una caóti­ca alfombra de huesos y podredumbre que cubre hasta el último centímetro del suelo y los bancos, hasta debajo del altar salpicado de sangre y balas.
Un sacerdote gime bajo el peso del remordimiento que sin tregua le atormenta: «Llegó a mí una mucha­cha herida en la cabeza por un golpe de machete: "Padre, sálvame". "Hija mía, ¿qué puedo hacer por ti? ¿No ves que dejo abiertas todas las puer­tas de la rectoral para que nadie piense que escondo a alguno y venga a asesinarme?". Quería confiársela al jardinero, pero tampoco él tenía valor. Volvió a la calle, la remata­ron, yo subí a mi cuarto, me tiré sobre la cama y rompí a llorar».
Tras el diluvio, muchos han llega­do a Ruanda: cascos azules, agencias especializadas de la ONU, organiza­ciones humanitarias, traficantes de todo tipo. También ha llegado gente del Movimiento: casi todos africanos (la mayoría ugandeses de origen ruandés) y casi todos implicados en un proyecto socio-sanitario gestiona­do por el Avsi a cuenta de Unicef. Blancos sólo están Carlo Tersalvi, ortopeda responsable del programa, y Eugenio Cocozza, coordinador de la cooperación italiana en Ruanda por cuenta del ministerio de Asuntos Exteriores, pero también ellos son
«ugandeses»: el primero ha trabajado durante cinco años en el hospital de Kitgum, el segundo otros cinco años en el de Hoima ( donde le espera su mujer Caterina, embarazada del ter­cer hijo).
El trabajo que los «nuestros» hacen en Nyanza y Gatagara, dos localidades del centro-sur del país, es más conmovedor de lo que se pueda imaginar: asistencia psico­sanitaria a los huérfanos de la gue­rra, los niños que han huido de la muerte por los pelos y que sufren las secuelas de los traumas físicos y psí­quicos que han padecido. Entre los del orfanato de Gatagara (aproxima­damente unos 300) hay muchos minusválidos, en Nyanza ( 450 niños) en cambio prevalecen las enfermedades psíquicas. Las heridas interiores de los niños son tratadas mediante la psicoterapia: se busca que exterioricen todo lo que han vivido a través de la palabra, el dibu­jo, o recitando. Se les ayuda a libe­rarse del peso que llevan dentro, a recuperar la confianza en sí mismos y en los adultos que están cerca de ellos. La apuesta es altísima: estos niños son los guerrilleros potenciales de mañana, en su futuro se encuentra otro capítulo sangriento del infinito ciclo de la venganza. A menos que encuentren algo distinto.
Y sin embargo los «nuestros» allí son gente normal, absolutamente inmunes al síndrome del héroe o del benefactor, las dos «enfermedades» más extendidas entre los trabajadores humanitarios en Ruanda. Teresa es una enfermera con gran experiencia, una mujer despierta: ha trabajado con misioneros de todos los tipos, ha esta­do también en Holanda. Para conven­cerla de ir a Ruanda, el padre Tiboni ha tenido que insistir: «¡Qué enfada­dos estaban conmigo! La primera vez que me lo pidieron no dormí durante dos noches. Objetaba que mi pequeña empresa se arruinaría (Teresa produ­ce un excelente vino de palma, ndr), después he pensado que ésta era otra llamada de Dios, y entonces he dicho: heme aquí». Doreen es una joven maestra de veinte años, que huyó por los pelos de un matrimonio forzoso arreglado por sus padres. El padre ha perdido todo a causa de una enferme­dad y ahora ella es la única fuente de ingresos para su familia. «Cómo pue­des estar tranquila cuando los niños hablan de sus tragedias, -le pregunto­- a mí se me hace un nudo en la gar­ganta sólo con oírles».
«Me controlo para que estén cómodos, -responde con una serena distancia -si les molesto con mi emotividad ya no soy una ayuda para ellos. En cambio, de este modo puedo hacerles partícipes de la feli­cidad que se nos ha dado». Godfrey, 30 años, físico delgado y sonrisa de niño, es el encargado de la logística del programa y tiene su base en Kigali. Levanta mi moral relatándo­me historias de gente que ha escondido y salvado a los de la otra etnia, aún a costa de la propia vida.
Nuestros amigos no tienen preci­samente pinta de héroes. No se esfuerzan por meterse en un papel, se limitan a ser ellos mismos, es decir, a vivir la caridad como dimensión nor­mal de la existencia, como la vivirían en Kampala o en otro lugar. El mayor testimonio que dan no es la generosi­dad, sino la unidad entre ellos, escan­dalosa y chocante en el contexto ruandés: de hecho, Christopher, Tere­sa y Jérome son hutus, Edmond, Doreen y Godfrey son tutsis, Joyce es ugandés del sur. Para las crónicas, deberían ser vencidos y vencedores, aterrorizados los primeros y enco­raginados por la resaca los segun­dos. «La tenta­ción debe ser fuerte», provoco al padre Tiboni. «No, -me respon­de radiante- sé que no cederán. Mírales, la expe­riencia del movi­miento les ha dado una nueva conciencia. Ante todo pertenecen al pueblo cristia­no, y esto les hace ser el núcleo del nuevo pueblo ruandés, unido más allá de las distinciones triba­les. Esta unidad de personas es la única esperanza histórica para Ruanda».
Pensad: es como si después de la segunda guerra mundial la gente se hubiera topado con un grupo de ale­manes y judíos que trabajaban juntos por los niños supervivientes de la masacre. Es decir, se hubiera topado con la caridad, completamente gra­tuita y libre del éxito ( quién sabe qué será de esos huérfanos ruandeses), que nace de un juicio nuevo sobre el destino del hombre y de la pasión por él.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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