Kigali, junto a los voluntarios del Avsi. Más fuerte que el horror es la conmoción: una piedad por los hombres, por amor a Cristo. Una «lucha» por el bien dentro de la materialidad de la existencia
Te vence la angustia cuando desde lo alto observas la inmensa laguna de cañas de cuando Godelive, una hermosa enfermera tutsi que vuelve a su país tras siete años en Italia, rompe su belleza solemne con un sollozo: «Han asesinado a mi madre, a mi hermano y a mi hermana que se habían refugiado con otros en la Universidad politécnica de Kigali. He recibido una carta de mi hermana, cuando ya no estaba entre los vivos. Decía: "Estamos preparados. La moral es alta. Vamos hacia un lugar donde todo es paz. Pide a Dios que nos acoja". Pero yo no he rezado, he blasfemado con todas mis fuerzas».
Y te vence el horror y el hedor dulzón de la muerte al acercarte, un domingo por la mañana, a la puerta de la capillita de Ntarama y al asaltarte, en la penumbra, la nauseabunda visión de los restos sin sepultar de 400 personas: hombres, mujeres y niños amontonados y mezclados, una caótica alfombra de huesos y podredumbre que cubre hasta el último centímetro del suelo y los bancos, hasta debajo del altar salpicado de sangre y balas.
Un sacerdote gime bajo el peso del remordimiento que sin tregua le atormenta: «Llegó a mí una muchacha herida en la cabeza por un golpe de machete: "Padre, sálvame". "Hija mía, ¿qué puedo hacer por ti? ¿No ves que dejo abiertas todas las puertas de la rectoral para que nadie piense que escondo a alguno y venga a asesinarme?". Quería confiársela al jardinero, pero tampoco él tenía valor. Volvió a la calle, la remataron, yo subí a mi cuarto, me tiré sobre la cama y rompí a llorar».
Tras el diluvio, muchos han llegado a Ruanda: cascos azules, agencias especializadas de la ONU, organizaciones humanitarias, traficantes de todo tipo. También ha llegado gente del Movimiento: casi todos africanos (la mayoría ugandeses de origen ruandés) y casi todos implicados en un proyecto socio-sanitario gestionado por el Avsi a cuenta de Unicef. Blancos sólo están Carlo Tersalvi, ortopeda responsable del programa, y Eugenio Cocozza, coordinador de la cooperación italiana en Ruanda por cuenta del ministerio de Asuntos Exteriores, pero también ellos son
«ugandeses»: el primero ha trabajado durante cinco años en el hospital de Kitgum, el segundo otros cinco años en el de Hoima ( donde le espera su mujer Caterina, embarazada del tercer hijo).
El trabajo que los «nuestros» hacen en Nyanza y Gatagara, dos localidades del centro-sur del país, es más conmovedor de lo que se pueda imaginar: asistencia psicosanitaria a los huérfanos de la guerra, los niños que han huido de la muerte por los pelos y que sufren las secuelas de los traumas físicos y psíquicos que han padecido. Entre los del orfanato de Gatagara (aproximadamente unos 300) hay muchos minusválidos, en Nyanza ( 450 niños) en cambio prevalecen las enfermedades psíquicas. Las heridas interiores de los niños son tratadas mediante la psicoterapia: se busca que exterioricen todo lo que han vivido a través de la palabra, el dibujo, o recitando. Se les ayuda a liberarse del peso que llevan dentro, a recuperar la confianza en sí mismos y en los adultos que están cerca de ellos. La apuesta es altísima: estos niños son los guerrilleros potenciales de mañana, en su futuro se encuentra otro capítulo sangriento del infinito ciclo de la venganza. A menos que encuentren algo distinto.
Y sin embargo los «nuestros» allí son gente normal, absolutamente inmunes al síndrome del héroe o del benefactor, las dos «enfermedades» más extendidas entre los trabajadores humanitarios en Ruanda. Teresa es una enfermera con gran experiencia, una mujer despierta: ha trabajado con misioneros de todos los tipos, ha estado también en Holanda. Para convencerla de ir a Ruanda, el padre Tiboni ha tenido que insistir: «¡Qué enfadados estaban conmigo! La primera vez que me lo pidieron no dormí durante dos noches. Objetaba que mi pequeña empresa se arruinaría (Teresa produce un excelente vino de palma, ndr), después he pensado que ésta era otra llamada de Dios, y entonces he dicho: heme aquí». Doreen es una joven maestra de veinte años, que huyó por los pelos de un matrimonio forzoso arreglado por sus padres. El padre ha perdido todo a causa de una enfermedad y ahora ella es la única fuente de ingresos para su familia. «Cómo puedes estar tranquila cuando los niños hablan de sus tragedias, -le pregunto- a mí se me hace un nudo en la garganta sólo con oírles».
«Me controlo para que estén cómodos, -responde con una serena distancia -si les molesto con mi emotividad ya no soy una ayuda para ellos. En cambio, de este modo puedo hacerles partícipes de la felicidad que se nos ha dado». Godfrey, 30 años, físico delgado y sonrisa de niño, es el encargado de la logística del programa y tiene su base en Kigali. Levanta mi moral relatándome historias de gente que ha escondido y salvado a los de la otra etnia, aún a costa de la propia vida.
Nuestros amigos no tienen precisamente pinta de héroes. No se esfuerzan por meterse en un papel, se limitan a ser ellos mismos, es decir, a vivir la caridad como dimensión normal de la existencia, como la vivirían en Kampala o en otro lugar. El mayor testimonio que dan no es la generosidad, sino la unidad entre ellos, escandalosa y chocante en el contexto ruandés: de hecho, Christopher, Teresa y Jérome son hutus, Edmond, Doreen y Godfrey son tutsis, Joyce es ugandés del sur. Para las crónicas, deberían ser vencidos y vencedores, aterrorizados los primeros y encoraginados por la resaca los segundos. «La tentación debe ser fuerte», provoco al padre Tiboni. «No, -me responde radiante- sé que no cederán. Mírales, la experiencia del movimiento les ha dado una nueva conciencia. Ante todo pertenecen al pueblo cristiano, y esto les hace ser el núcleo del nuevo pueblo ruandés, unido más allá de las distinciones tribales. Esta unidad de personas es la única esperanza histórica para Ruanda».
Pensad: es como si después de la segunda guerra mundial la gente se hubiera topado con un grupo de alemanes y judíos que trabajaban juntos por los niños supervivientes de la masacre. Es decir, se hubiera topado con la caridad, completamente gratuita y libre del éxito ( quién sabe qué será de esos huérfanos ruandeses), que nace de un juicio nuevo sobre el destino del hombre y de la pasión por él.
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