Tiene un gran enemigo: la retórica. En el Año Internacional de la Familia, en el que se oyen cosas de todo tipo, Litterae descubre que...
Es «su» año. Documentos, simposios y prensa se están ocupando de ella, y ocupa el centro de las polémicas de los entes más prestigiosos del mundo: el choque entre el Vaticano, la ONU y el Parlamento Europeo. El gobierno Berlusconi, en Italia, le ha asignado la mitad de un ministerio, precisamente al mismo tiempo que se «celebraban», entre evocaciones y revelaciones, el veinte aniversario del referendum sobre el divorcio.
Pero cuando se habla de la familia, inmediatamente surge un malestar extraño. Todos o casi todos tenemos o hemos tenido una familia. ¿Pero es de ésta de la que se habla en los congresos o de la que se analizan sus cifras en los documentos? ¿Es ésa de la que todos, más o menos, conocemos las alegrías y los dolores, los líos e incluso los olores, los problemas y los misterios?
En el año de la familia, por tanto, lo primero que hay que evitar es que nos tomen el pelo: la familia no es una pintura al óleo, sino un coágulo de problemas, una circunstancia tan compleja e importante que la Iglesia, más que en un Ministerio o en una resolución de la ONU, la funda nada menos que en un Sacramento.
Un hecho es cierto: hoy «formar» una familia es, sin duda, difícil.
Pero la verdadera dificultad no está tanto en la serie de desgracias económicas que se dan o en la extensión de una mentalidad divorcista o abortista, que ciertamente no animan a esta empresa.
Ante todo es necesario poner de relieve, de forma realista, que muchísimos de los jóvenes que hoy se plantean el problema de formar una familia provienen de experiencias familiares «negativas», de situaciones que han saltado o malamente soportadas. El hecho de que se hable, en estos años, de un movimiento de reflujo (es decir, de descubrimiento de la familia por parte de la generación hija de la contestación) es sólo la enésima cortina de humo patética de los padres (ex-rebeldes) conmovidos al ver que sus hijos aparentemente les contestan.
Puede darse un reflujo en los gustos musicales, descubrirse el primer rock: basta con poner un disco y pensar «desde luego, este Elvis... ». Pero redescubrir la familia sin haber tenido jamás una experiencia positiva de ella, equivale a inventarse un simulacro. Una cosa llamada familia, una máscara tan desilusionante como intenso es el deseo del que la ha imaginado.
¿Por qué la familia parece estar en crisis en Occidente? La respuesta no se encuentra en cualquier tomazo de filosofía o sociología. La encontramos allí, en una bella exposición, en un documento de la ONU.
Hay algo terrible en juego. Monseñor Martin, delegado del Vaticano para las cuestiones familiares, ha declarado su sorpresa porque en el documento de la ONU sobre el desarrollo de los pueblos jamás aparecen estas dos palabras: amor y familia. ¿Quiénes son estos potentes burócratas que han estudiado el progreso humano censurando el amor (y como consecuencia la familia)? ¿Se refería a ellos Eliot al escribir: «Ellos buscan siempre evadirse del vacío externo e interno, soñando sistemas tan perfectos que ninguno tenga necesidad ya de ser bueno»? Reflexionemos un momento.
El amor es la dinámica a través de la cual la persona descubre y expresa su propia pertenencia natural a otro, a aquella alteridad que, en último término, reenvía al Misterio de la vida. La censura de la palabrita amor en este documento destinado a la diplomacia y a los gobiernos del mundo coincide, en la realidad cotidiana, con la anulación de la conciencia de pertenencia y de la conciencia de responsabilidad ante el Destino. El amor sustituido por el feeling, por ese nihilismo alegre del que Litterae ya ha hablado.
Es el avance del desierto.
La amenaza contra la familia no es, por tanto, la amenaza dirigida contra una noble y un poco rancia institución del pasado, sino una derivación extrema de la amenaza que se dirige ya contra el corazón de la persona humana.
La familia es el primer lugar estable de compañía entre personas, sobre la base de un interés gratuito y de una conciencia natural de pertenencia al misterio de la vida. Es, por una parte, el núcleo más pequeño, estructuralmente más frágil, y por otra, es el primero que se resiente de la explosión de la crisis de la persona: no nos asombra, por tanto, que sea el nivel de compañía más indefenso, en la práctica. Rota la familia, el individuo se queda «solo», permanece más expuesto al influjo de la mentalidad y de los comportamientos que provienen de quien detenta el poder de ejercer tal influjo.
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