El final de la novena sinfonía, la última de Beethoven, es un fragmento archiconocido. Pero que esconde continuas sorpresas
El final de la Novena Sinfonía de Beethoven es un fragmento casi mítico en la historia de la cultura occidental, tanto como para haber sido escogido para representarlo como himno europeo.
Pero, ¿qué es lo que le concede la excepcionalidad y al mismo tiempo el carácter emblemático a esta música? ¿Cuál es su secreto? Sobre todo hay que indicar que lo que se propone como «himno» no es más que una parte de lo que ha escrito Beethoven, cuya intención no se dirigía a realizar un simple canto solemne de tipo marcial-humanitario. Antes de su aparición, en principio tímida, después cada vez más imperiosa, hay toda una parte en que se citan y después se «contestan» los temas iniciales de los primeros tres movimientos de la sinfonía, bien sean fantasmas o sueños, visiones a veces dramáticas, a veces placenteras, pero siempre igualmente insatisfactorias. Por sí sola esta larga introducción nos anticipa lo que vendrá en una dimensión mayor comparado con el final grandilocuente de cualquier obra sinfónica: es la búsqueda de una plenitud presentida aunque todavía no alcanzada, tanto es verdad, que irrumpirá de forma imprevista en el discurso instrumental la voz humana, el canto solista o coral, como expresión suprema tanto de la naturaleza, como, al mismo tiempo, de un misterio que la supera. De hecho, hay que resaltar otra cosa: el «himno» que predomina en la primera parte del fragmento con su versión enérgica y propulsora de alegría (entendida como una especie de impulso que domina toda la naturaleza, desde las más bajas a las más altas criaturas), no agota la gran visión del compositor. Una segunda parte, breve pero intensa, introduce una meditación religiosa que une el amor por todos los hombres al presentimiento del Creador, un buen Padre, que el cielo estrellado, con su belleza sublime y su inmensidad, parecen requerir. Hasta aquí la música no ha hecho más que comentar el texto de la oda de Schiller, escogida y oportunamente recortada por el compositor para resaltar los temas que más le preocupaban. Pero ahora, que actividad y contemplación, como dos mitades complementarias, han descrito todo el mundo humano y natural, no falta más que el intento de la gran síntesis, el gran fragmento coral de inspiración barroca en el que los dos temas musicales e ideales (el himno y el coro religioso) se cruzan y se sobreponen en una metáfora del eterno.
A partir de aquí, la última parte no es más que un sucederse de aceleraciones y paradas, urgencia por acabar y apertura contemplativa. Destacar, antes de la conclusión desencadenada, el bello oasis lírico confiado a los solistas que es otra metáfora del éxtasis, del fuera del tiempo, con sus vocalizaciones puramente ornamentales, sin prisas y sin una dirección aparente. El fragmento concluye así como un intento grandioso de aferrar y mostrar la vida y su misterio.
Una última, pero no menos importante anotación: al final, Beethoven descubre una lógica nueva, un nuevo modo de unir las ideas a través de golpes de escena, improvisaciones geniales, a través de una nueva valoración de lo imprevisible. Es el modo con que se enlazan las sesiones de este fragmento, que parecen no acabar sino quedarse suspendidas como majestuosas frescos esboza
dos pero no completos. Y es esto lo que caracteriza la «religiosidad» de las últimas obras de Beethoven, este espacio dado a lo imprevisible que se compone después espontáneamente, sin esfuerzo, en unidad con el resto del cuadro, con una libertad que no es signo de falta de dramaticidad sino abandono confiado a un Destino paterno y ya no antagonista.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón