Mientras el mundo cristiano se venía abajo, en la Francia de principios de siglo había un hombre que redescubría la fe. He aquí su extraordinaria historia
En una Francia de campos y burgos cristianos abre los ojos Charles Péguy el 7 de enero de 1873. Y «a la vuelta de pocos años» ve la caída fulminante de aquel mundo: un «pueblo maravilloso», que tenía dieciocho siglos de hombres sencillos que «andaban y cantaban» y «ponían mimbre a las sillas con el mismo espíritu con que esculpían sus catedrales», eliminado, destruido.
«¿Cómo de este pueblo tan profundamente cristiano, que tenía el cristianismo en la sangre, que era cristiano de corazón, hasta la médula... Por medio de qué fenómeno se ha podido llegar a hacer lo que vemos, este pueblo que nosotros conocemos, tan profundamente incristiano, tan profundamente, tan interiormente descristianizado? (... Esta incristiandad actual, esta descristiandad es infinitamente más grave, culpable y -como se dice en Corneille- criminal, que la incristiandad antigua, la incristiandad anterior a Cristo, por así decir, inocente)».
La tragedia de la perdición moderna descrita por Charles Péguy no tiene nada que ver con los gemidos clericales sobre los pecados y vicios propios de la época. Más aún. «He aquí la verdad», escribía Péguy, «he aquí la novedad. He aquí lo que hay que ver. Todo es incristiano. Perfectamente descristianizado. He aquí, por tanto, lo que los eclesiásticos no verán; lo que rehusarán ver; lo que negarán obstinadamente; lo que muchos católicos junto con ellos desconocerán, lo que todos los católicos con ellos, tras ellos, negarán y desconocerán. Obstinadamente. no menos obstinadamente que ellos».
Cierto, ellos saben bien lamentar «la maldad de los tiempos». «incriminan al mundo», «vituperan, médicos que injurian. que la emprenden con el enfermo, que acusan a la árida arena del siglo». Pero pecados ha habido siempre y «el pecador no es menos cristiano que el santo».
El hecho absolutamente nuevo es «la renuncia de todo el mundo a todo el cristianismo». Y que «en el mundo moderno todo es moderno, incluido quien se te opone, y el golpe más certero del modernismo y del mundo moderno es el de haber. prácticamente en todo sentido. hecho moderno al cristianismo mismo, a la Iglesia y a todo lo que queda aún de cristiandad».
Fuera de la Iglesia
El joven Péguy, apenas con dieciocho años, abandona esta Iglesia («todos mis compañeros, se han desembarazado, como yo, de su catolicismo») por el disgusto de un cristianismo reducido ya a un impío y burgués miedo al infierno y todavía más disgustado por una Iglesia «resignada a admitir a los hermanos eternamente perdidos y a no llorarles eternamente» (von Balthasar).
¿Cómo podemos «habituarnos» a la perdición temporal o eterna de los propios hermanos? El «socialismo» de Péguy es un sueño, ciertamente ingenuo, que se nutre de piedad por los dañados de la tierra y los del cielo ( «lloro, tengo piedad por las gentes»), el sueño de una ciudad donde no haya rechazados ni cxilados: «nosotros no admitimos que haya hombres rechazados a las puertas de ninguna ciudad», proclama su manifiesto socialista de 1900.
A la carga habitual de infelicidad de los mortales, la modernidad, escribe Péguy en L'argent (El dinero), ha añadido la instauración sistemática de una vida sin tiempo y sin rescate: «Era desconocida esta estrechez económica, este estrangulamiento científico, frío, rectangular, regular, educado, neto, sin imperfección alguna. implacable... Una estrechez en la que queda uno prisionero sin que se tenga nada que decir y donde quien es estrangulado aparece claramente como el que es injusto».
El hombre burgés
El dominio burgés, suprimiendo el cristianismo, ha hecho todavía más miserable la miseria: «la mirada continua que (el pobre) hace sobre su miseria es una mirada de miserable. Conlleva la impresión de desesperación total, la miseria es toda su vida, una esclavitud sin excepción, un gusto de muerte mezclado con toda su vida. El miserable está en el centro de la miseria, comprende las cosas sólo de un modo miserable, precisamente por que no cree en la vida eterna. El miserable, tal como nosotros le conocemos, como ha llegado a ser con la exclusión de la fe religiosa, posee ya sólo una habitación para vivir, y ésta está llena de miseria hasta los bordes». Una mirada realista sobre la condición de los mortales, por parte de uno «que haya tomado las cosas en serio» lleva necesariamente a la «desesperación total» y hasta el pensamiento del suicidio llega a «penetrar la misma vida, la existencia entera, en una compenetración total de vida y de muerte; es una muerte viviente». Ya que «vosotros no conocéis nada del inmenso universo/ que no sea instrumento de una infelicidad».
Charles y Juana
Apenas con veinte años Péguy empieza a cultivar el proyecto de su drama teatral dedicado a Juana de Arco. La joven de Donrémy, a la que el escritor dedicará toda su vida, arde con su misma piedad por los hombres, tiene horror a una felicidad que pueda admitir a un solo hombre sumergido en la pena, siente sobre ella la responsabilidad de todo el mal del mundo, incluso el más remoto ( «desesperadamente vil, conjurada con el mal universal»).
Pero la Ciudad armoniosa es sólo una noble utopía que ya en vicisitudes del affaire Dreyfus, al que Péguy se había arrojado con toda su ingenua generosidad, se viene abajo pulverizándose sobre los límites, las mezquindades, las maldades de los mismos constructores de la Ciudad.
El caso Dreyfus fue para Péguy una piedra miliar. Un mundo nuevo donde se acepte que incluso un solo inocente deba sufrir injustamente es el más bestial de los engaños. De la «desesperación total» por el descubrimiento del «mal general de la humanidad», de la maldad universal, sólo huye Péguy por la gracia de la conversión, por la irrupción de un hecho totalmente imprevisto en esta ciega cárcel: un justo, el único hombre justo de la historia, que ha aceptado sufrir injustamente por todos. Es una inversión total.
La conversión
El grupo de amigos reunidos en torno a Péguy, que ha compartido sus batallas y sus ideas, se entera en 1908 de la conversión. El amigo más fiel, Joseph Lotte, cuenta aquel día de septiembre, que yendo a ver a Péguy le encuentra enfermo, en cama, acabado por «la enorme fatiga aguantada sin tregua durante doce años». El odio de todo el partido intelectual de París, el aislamiento, la hostilidad de los burgueses, de los socialistas, de los clericales, las graves dificultades económicas de su empresa editorial (con sus tres hijos a las espaldas) ... «En un cierto momento» cuenta Lotte «se levantó sobre el codo y, con lágrimas en los ojos, espetó, "no te he dicho todo ... he reencontrado la fe, soy católico"».
El grito con el que había dejado la Iglesia es el mismo con el que vuelve. La primera versión de Juana de Arco, escrita por el Péguy plenamente socialista, se concluía así: «por esto, Dios mío, haz de modo / que nos salvemos todos, / Dios mío / Jesús sálvadnos a todos para la vida eterna».
El misterio de la caridad de Juana de Arco, escrito por el Péguy católico en 1910, es en cierto sentido la continuación real del primer drama. No tiene que renegar de nada. Más aún, aquel grito adquiere un espesor dramático nuevo. «En realidad», escribe en Véronique, «es ya uno de los problemas más difíciles, y de los más llenos de misterio y de angustia que Jesús haya venido tan tarde al mundo, que haya aparecido tan tarde en la historia del mundo, que el Hombre-Dios haya aparecido tan tarde en la historia del hombre, que Dios se haya hecho hombre tan tarde en la historia del hombre y de la humanidad. Pero yo reconozco, y hay que reconocerlo, que este drama que nos confunde es nada comparado, es sólo un jueguecillo de niños, en comparación con el problema que se presenta a nuestra generación. Mas precisamente, a la generación que ha asistido, que asistirá, a la instauración del mundo moderno, al establecerse del mundo moderno, a la instauración del gobierno del partido intelectual en el mundo moderno». Este es el grito que consuma su Juana de Arco. Es ya un misterio terrible que «humanidades enteras hayan vivido antes de la venida de Jesús», pero ahora «vosotros sois los primeros que habéis realizado esta novedad, un mundo, una sociedad, incristiana tras Jesús; los primeros tras Jesús».
Un mundo nuevo
Así, Juana suplica: «¿Será posible, Dios mío, que la sangre de tu Hijo haya corrido en vano; una vez, aquella vez; y desde entonces tantas veces? ¿Será posible, Dios mío, que el cuerpo de tu Hijo se haya sacrificado en vano; que se haya ofrecido en vano una vez, y tantas veces? ¿Se podrá decir que has abandonado la cristiandad de tus hijos. Todo está lleno de guerra y de perdición?»
La suya es ya la tragedia de los modernos, de la «primera generación de los modernos», la suya es ya una desesperación del siglo XX. En el diálogo con Madame Gervaise, la joven hermana, está el final crucial de una época. Madame Gervaise es un mundo que ha acabado, una cristiandad milenaria que ha pasado. Ella querría consolar a Juana con su milenaria certeza ( «El está aquí, como el primer día»). Madame Gervaise representa todo la edad media cristiana, catorce siglos de santidad. Un mar inmenso que ahora se descubre impotente para hacer feliz ahora, aquí, a aquella niña, Juana ( «He pensado que eras infeliz y por ello he venido», dice la hermana, «tu has consumado toda la tristeza de un alma cristiana»).
Pero sólo algo nuevo, un signo viviente aquí, ahora, podría colmar aquella tristeza. Esta es la gran intuición de Péguy que atraviesa las palabras de Juana: «hay algo que no va. Hay santos, hay santidad y nunca el poder del reino de la perdición había dominado tanto sobre la faz de la tierra. Quizás hace falta otra cosa, Dios mío, tú sabes todo. Sabes lo que nos falta. Quizás haría falta algo nuevo, algo antes nunca visto. Algo que todavía no se hubiera hecho. Pero, ¿quién osaría decir, Dios mío, que todavía pueda haber algo nuevo tras catorce siglos de cristiandad, tras tantas santas y tantos santos, tras todos sus mártires, tras la pasión y la muerte de tu Hijo?»
Sólo un milagro
Toda una generación de intelectuales católicos, en nuestro siglo, ha dado voz a la nostalgia de la cristiandad perdida, a la noble tristeza de la nostalgia, contemporizando después entre utopías del pasado y utopías del futuro. Pero Péguy, el incómodo Péguy, el «antisistemático» (según la acusación de Maritain) «aquel que había sido dotado» -son palabras de Hans Urs von Balthasar «del poder de superar todas las posibilidades expresivas hasta ahora alcanzadas por la teología»; aquel que más que nadie ha buceado en el abismo de la perdición moderna, es el único pensador cristiano que ha intuido y esperado el milagro de un acontecimiento de Gracia posible ahora, aquí, como hace dos mil años, más aún, paradójicamente todavía más grande ( «haréis cosas mayores» dice Jesús en el evangelio).
Sin resignarse
Hay un cuaderno entero del Misterio de la caridad que Péguy recortó de la publicación definitiva por motivos técnicos y que ha sido publicado -sólo en Francia- en 1956. Su título es El misterio de la vocación de Juana de Arco. En él, el diálogo con Madame Gervaise llega a su epílogo: la oración y el ofrecimiento es todo lo que se puede hacer. Así enseñan Madame Gervaise, la tradición y tantos siglos de santidad cristiana. Pero, tras sus palabras, Péguy escribe: «Madame Gervaise sale. No se la volverá a ver». Juana piensa en su interior: «En el fondo está resignada. Sufre mucho, pero en el fondo se ha resignado. Se habitúan a las cosas. Pero Tú, Dios mío, Tú no te habitúas». Juana, hundida en su infelicidad, «para no enloquecer con los rebeldes», invoca ahora a un «signo visible» de Dios, el signo tangible de una presencia que, por lo menos, empiece a vencer al mal (pide en su interior la liberación de los ingleses, del venerable monte Saint Michel).
Un nuevo inicio
Y este signo le es dado. Aquí explota la felicidad de Juana. Es el gozo de los comienzos, cuando se es tocado de un modo tangible por la misericordia, por la Gracia. Es el comienzo de ese «algo nunca visto antes». El primer germen, el primer humilde encuentro. Parece algo pequeño frente a tantos siglos de cristianismo, de teología y de caridad, «y sin embargo», dice Péguy en muchas páginas de los otros dos Misterios «sin aquella gema, que tiene el aspecto de no ser nada, que no parece nada, todo esto no sería más que un leño muerto».
También la fe y la caridad de Juana: «La fe es una iglesia, es una catedral radicada en el suelo de Francia. La caridad es un hospital, un refugio que recoge a todas las miserias del mundo. Pero sin esperanza todo esto no sería más que un cementerio». La pequeña Esperanza, «aquella que todas las mañanas nos da los buenos días». «Miseria de vida, de Redención incluso, si no fuera por mi pequeña Esperanza... gracias a la pequeña Esperanza tendrá lugar la eternidad». «La Esperanza es el inicio. Hay en todo comienzo un surgente, una raza que no vuelve. Un partir, una infancia que no se vuelve a encontrar, que nunca más se vuelve a encontrar. Ahora bien, la pequeña Esperanza es la que siempre vuelve a empezar». Y Péguy hace decir a Dios: «Sin este germinar de final de abril, sin aquel único pequeño germinar de la Esperanza, que evidentemente cualquiera puede despedazar... toda mi creación no sería más que un leño muerto». Y veinte siglos
de cristiandad, y de santidad, de heroísmo, de belleza, de piedad y caridad, de doctrina y de teología: «cuando ves tanta fuerza y tanta brutalidad la pequeña y tierna gema no parece nada ... Y, sin embargo, es de ella de la que viene todo. Toda vida viene de la ternura». Todo el cristianismo surge de la sencillez de un encuentro. Y toda la cristiandad también. Así es como Juana «reencuentra» a la Iglesia (ver el útimo pasaje del Mystere de la vocation).
De este modo aquel Padre nuestro amargo con que comenzaba El misterio de la caridad («Padre nuestro que estás en el reino de los cielos, qué lejano está tu reino de alcanzar el reino de la tierra») vuelve a los labios de Juana, pero muy distinto: «Que toda tierra sea como un cielo sobre la tierra,/ que tu voluntad se haga sobre la tierra como en el cielo./ Que la tierra sea un comienzo del cielo, sea como un pregustar de tu cielo».
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