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Huellas N.05, Mayo 1993

HISTORIA

Benito el fundador

Giorgio Falco

Releyendo los Diálogos de san Gregorio, única fuente de la biografía del santo, un gran investigador relata el carisma particular de san Benito y las etapas de su vida

Comenzamos en este número una Historia de la Iglesia a tra­vés de algunas de sus figuras y acontecimientos.
Queremos proponer los retratos de algunas figuras o el relato de algunos episodios (más o menos importantes), en los que se concentran proble­mas y recodos de la historia milenaria de la presencia de la Iglesia.
La historia de la Iglesia (del cuerpo de Cristo), en efecto, no es la historia de una idea o de una «potencia» más o menos afortunada en el curso de los siglos, sino que es la historia de hombres y de las circunstancias en las que estos hombres han actuado y vivido la propia fe, es decir, su reconocimiento y aco­gida de la presencia de Cristo. De este modo, intentamos ofre­cer una ayuda al conocimiento de la historia de la que forma­mos parte, especialmente con ocasión del trabajo sobre la Escuela de comunidad. Una comisión de expertos cuidará la serie de artículos. En este pri­mer capítulo publicamos algu­nos fragmentos de la historia de san Benito, escrita por uno de los maestros de la historia de la Iglesia: Giorgio Falco.


Desde Nursia, donde nació en el seno de una familia devota de la pequeña nobleza provincial, que había consagrado a Dios desde niña a su hermana Esco­lástica, salió hacia Roma para estu­diar en torno al año 500, con unos dieciocho o veinte años. Pero él no estaba hecho para ejercicios retóri­cos, ni para los tumultos de las calles y plazas abarrotadas de laicos, mon­jes, de sacerdotes que aclamaban a Teodorico, o a uno de los dos pontí­fices (en este período se eligieron dos papas: Símaco y Lorenzo, ndr.).
Aún no era posible saber cuál era su propósito secreto; el hecho es que dijo adiós a Roma y a los estudios de letras y, acompañado por una vieja gobernanta, se retiró a Affile, un pueblecito sobre las colinas de Sabi­na, donde se alojó cerca de la iglesia de San Pedro. Pero ni siquiera allí tuvo paz; las mismas comodidades de la vida, la devoción y el amor por los humildes, lo lanzaban más lejos. Y así, huyó en secreto de la nodriza y, solo, se internó por esas colinas a la aventura, buscando un lugar del todo desierto.
Mientras andaba fugitivo entre rocas y bosques, fue descubierto por un monje, Romano, que le preguntó dónde iba, y habiéndole respondido le prometió guardar el secreto, darle la ayuda indispensable para la nueva vida y le impuso el hábito monásti­co, la llamada melote, el manto de piel de cabra que usaban los monjes de Oriente. Tres años transcurre Benito en Subiaco en una cueva estrechísima excavada en el cortante que da al Anieno, sobre un altísimo precipicio, ignorado de todos menos del monje Romano, que vivía en un monasterio poco apartado bajo la disciplina del abad Deodato y que en los días establecidos le proporciona­ba mediante una cuerda el poco panque se quitaba a sí mismo, sacándole de la guarida con un sonajero atado a la misma cuerda. Los días pasaban del mismo modo, sin número y sin nombre; el anacoreta descarnado, inculto, consumido por el ayuno, por la meditación y la oración, cubierto de pieles salvajes, tenía aspecto más de bestia salvaje que de hombre.

Una visita inesperada
Y he aquí que la soledad fue rota por una visita inesperada. Era el sacerdote de una iglesia lejana, que por una inspiración verdaderamente divina le había estado buscando por grutas y precipicios, y al final le había encontrado para compaitir con él el gozo de la Pascua de Resurrec­ción. «Y hecha la oración y bendi­ciendo al Señor omnipotente, se sen­taron, y tras dulces coloquios sobre la vida, el sacerdote que había llegado dijo: "Levantémonos y comamos, que hoy es Pascua". A lo cual el hombre de Dios le respondió: "Sé que hoy es Pascua porque he mereci­do verte". Pero el venerable sacerdo­te insistió diciendo: "Verdaderamen­te hoy es el día pascual de la Resu­rrección del Señor: hoy no debes ayunar, porque también para esto he sido mandado, para que comamos juntos los dones del Señor omnipo­tente"».
En verdad resurrección. Un perío­do de su vida espiritual había concluido, se había cumplido una expe­riencia que no debía repetirse más. Si el divino propósito era indestruc­tible, la creación a la que tendía con todas las fuerzas continuaba su ges­tación profunda, no se encarnaba todavía en la realidad concreta. No obstante, la obra sería desde enton­ces comunión con los hombres, magisterio humano de devoción y amor, no estéril anacoretismo de tipo oriental, degradación y aniquila­miento del hombre en la soledad y en el sufrimiento. Ciertos pastores que pasaban por allí le descubrieron y quedaron edificados por sus pala­bras; después fue un ir y venir de gente devota que buscaba al maes­tro; al final un acudir desde los luga­res cercanos -a los que llegaba su fama- a su disciplina y a su magiste­rio. Quizás en aquel nuevo contacto con el mundo, también la sensibili­dad, hasta entonces domada por el espíritu, entorpecida por la peniten­cia, fue sacudida (...).

Abad por poco tiempo
Salió a desgana de su amada sole­dad ante las insistentes peticiones de los religiosos de un monasterio cer­cano, que querían que fuese su abad. Él se había resistido anteriormente porque estaba hecho para mandar, para imponer su voluntad, no para sufrir a otro, o para plegarse a com­promisos. De ello se dieron cuenta los monjes, indisciplinados y extra­viados, a los que pareció haber elegi­do no un padre, sino un tirano, por lo que pensaron envenenarle. Y así, un día le presentaron al abad una copa nada más sentarse para que, según la costumbre monástica, les impartiese la bendición; pero al hacer sobre ella la señal de la cruz, el vaso cayó y él se dio cuenta del delito. Entonces, levantándose sereno y con una calma imperturbable, hizo llamar a los monjes a capítulo y les dijo: «Que Dios omnipotente tenga misericordia de vosotros, hermanos; ¿por qué habéis querido hacer esto contra mí? ¿Es que no os dije desde el principio que vuestras costumbres no eran concordes con las mías? Id y buscad un abad según vuestras costumbres; porque ya no podéis tenerme a mí después de lo que ha pasado». «Dicho esto, volvió a su amada sole­dad y solo, bajo la mirada de Dios, habitó consigo mismo». (...) Toda una fervorosa y disciplinada vida religiosa comenzó a formarse y nutrirse de él. Doce pequeños monasterios, cada uno de ellos con doce monjes y un abad, germinaron poco a poco en su entorno. Y así la escena, tan lejana y confusa para nosotros, empieza a llenarse de figu­ras, de toques realistas: el Santo, armado con su fe, con el pequeño Plácido buscando agua a través de los montes escarpados para sus monasterios; el Santo como un seve­ro maestro que golpea con su bastón al monje disipado; el buen Goto que trabaja duramente en la orilla del lago, limpiando un campo de maleza y espinas para hacer de él un huerto, y que se queda atemorizado cuando a azada salta del mango y cae en el agua; Plácido, el niño, que baja al lago por agua y casi se ahoga; Mauro, que acude y lo salva con su cándida fe en el maestro. La hostilidad ya no procede de los monjes, de la misma familia, rebelde con su padre y funda­dor. La funda­ción, aunque obedecía en gran parte a las exigencias y posibilidades del tiempo y del lugar, sin embargo, en su disciplina reflejaba el alma de aquel que la había querido. El choque, que tendría consecuencias grandiosas, vino de cierto sacerdote, Floren­cia, rector de una iglesia cercana, envidioso de la fama que rodeaba a Benito, celoso al ver su iglesia vacía y una multitud de devotos que acudía al Santo. Comenzó a murmurar por todas partes, buscó obstaculizar su obra, acabó por intentar asesinarlo mediante
un pan envenenado.
Después de que su infamia fue des­cubierta, recurrió, si la fama es ver­dadera, a un ataque más sutil, introduciendo «en el huerto del monaste­rio, ante los monjes» -así dice el relato- «siete descaradas desnudas que, cogidas de la mano y bailando lentamente, inflamasen aquellos corazones en una pasión perversa».

Un nuevo inicio
También entonces Benito abando­nó. Cree que él, su persona y su fer­vor, son la causa de aquella obstina­ción, tiene una necesidad imperiosa de trabajar y fecundar otras tierras, más vírgenes, de iluminar hombres, de un edificio espiritual y material, totalmente suyo, desde los cimientos al tejado, diseñado, animado y gobernado por él. Tras organizar los monasterios, tomó consigo algunos monjes, -quizás los hijos más queri­dos, junto a algún artesano y algún hombre robusto en el trabajo- y par­tió; descendió probablemente por el valle del Sacco hacia Alatri, Veroli, Frosinone, y desde allí por la vía Latina a Cassino. ( ... ) El bosque retumba por la obra de los monjes, que él dirige. Se derriban árboles, se talla la piedra, se aplana y se excava el terreno, se ponen los cimientos. Un muro que se derrumba sepultan­do a un joven monje, una gran piedra que, pese a los esfuerzos de todos, no hay forma de mover, dan -en aquella zona de paganismo- la certe­za del enemigo y suscitan su visión, empeñado en impedir la santa obra y que acaba siempre vencido y deno­tado. Así surge el monasterio: el ora­torio, la biblioteca, el dormitorio, el refectorio; la hospedería, el horno y el molino, la cocina y la lavandería, las oficinas, el huerto, el cementerio, y la torre frontal; donde el Santo, entre preocupaciones y lecturas, meditaciones y oraciones, vigilará la entrada en clausura; donde tendrá la visión del mundo entero concentrado en un rayo de sol, del alma del obis­po Germano y de su hermana Esco­lástica, que suben al cielo. Y ya está la familia constituida: los hermanos, los decanos, a los que «por el mérito de su vida buena y por el conoci­miento de la verdadera sabiduría», «el abad confía una parte de sus cargas»; el prepósito que está a su lado, para su confianza y la de los herma­nos; el celador, un monje sobrio, ale­gre, sabio, que custodia y administra todo; el viejo portero prudente; los novicios, que entraron voluntaria­mente en el monasterio o que fueron ofrecidos por sus padres, que antes de la profesión definitiva se educan en la disciplina monástica bajo la guía de los decanos. Ninguno puede alejarse sin el consentimiento o el mandato del abad. Llaman a la puer­ta hombres de todo género: el pobre deudor perseguido, en busca de dine­ro; el godo Zalla, «arriano enfadado con todos los siervos de Dios», que excita el caballo ante el mísero cam­pesino al que quiere arrebatar sus pertenencias; el subdiácono Agapito que viene a pedir la caridad de un poco de aceite en tiempo de escasez; el noble que acompaña a su hijo enfermo, en busca de curación; el campesino que lleva en sus brazos a su hijo muerto e implora su resurrec­ción; el hermano del monje Valenti­niano o el abad Servando, que vie­nen en peregrinación por devoción al Santo. ( ... ) Quien busque -como es legítimo hacer- en la historia de los grandes,
las fechas, las referencias, las cir­cunstancias precisas, el desarrollo lógico de los hechos, se quedará en este caso inexorablemente desilusio­nado. Cualquier relato de los hechos de san Benito no es, naturalmente, más que la enésima edición, más o menos alterada y manipulada, de la única fuente de la que disponemos sobre el tema, -un libro de los Diálo­gos de san Gregario-, fuente precio­sa porque fue escrita unos cincuenta años después de la muerte del Santo y se funda en los vivos recuerdos de sus inmediatos sucesores en Subiaco y en Montecassino; pero fue redacta­da con vistas a la edificación, para mostrar sus virtudes taumatúrgicas y proféticas, y por ello sin un desarro­llo lógico de los acontecimientos, sin fechas ni referencias precisas. Y sin embargo, salvo error, tras la lectura del diálogo, no padecemos el tor­mento de una curiosidad insaciable, que nos inquieta tan frecuentemente frente a las grandes figuras de la his­toria, cuando, a pesar de todo nues­tro esfuerzo, parece que la verdadera humanidad, la profunda sustancia del hombre, se nos escapa.( ... )
En efecto, él suscita en nosotros una imagen de íntima, profunda con­centración, de voluntad operante e imperiosa, no privada de simpatía humana, pero exenta de toda debili­dad humana, pendiente del cumpli­miento de su misión, despojada de toda egoísta indulgencia personal. ( ... )

La Regla
La razón más poderosa por la que permanecemos tranquilos y estamos seguros de poseer al verdadero san Benito, es que nos ha llegado su tes­tamento espiritual, la Regla, en la que está toda la vida, con la concien­cia de su alta vocación, con sus experiencias, y con su cumplimien­to; en la que está todo el hombre, tal y como le hemos conocido, con su firmeza y con su magnanimidad.
Esto lo indicaba el mismo Grega­rio, con otras palabras, cuando escri­bía: «Por otra parte, quien quiera hacerse una idea más exacta de la vida y de las costumbres del Santo, no tiene más que acudir a cada uno de los puntos de su Regla para reco­nocer allí todos los actos de su magis­terio; porque Benito, en efecto, no podía enseñar más que la vida que él había vivido». Se puede decir con san Benito que el hombre, con sus carac­terísticas, los momentos sucesivos y las circunstancias de su existencia, está perdido irremisiblemente; y que, sin embargo, él vive una completa humanidad -individual y universal­ presente en su última palabra y en su creación. Las cuales culminan en Montecassino, pero tienen en la con­ciencia del fundador un ámbito mayor, un propósito más alto.( ... )
El amor de Dios y la conciencia del pecado no matan ni envilecen al hombre.
El no está embrutecido por el sufrimiento: el hábito es el que con­viene al decoro, a los lugares y a las estaciones; la comida y la bebida, se consiente incluso el vino, son los suficientes para la salud y el bienes­tar. Todo está bajo disciplina: el calendario y el horario de la jornada, la liturgia, el estudio, el trabajo, la cantidad en el comer y el beber, el servicio de cocina y guardarropa. Todo, pero sin mezquindad, sin estrecheces, con aquella sana discre­ción que ilumina y enseña a quien la sabe entender. Hay prescritas medi­das de particular indulgencia respec­to a los ancianos, los enfermos y los niños; aunque respecto a éstos, -sea dicho por escrúpulos de exactitud-, se considera oportuno que se les corrijan los errores de lectura y las faltas, más con el bastón que con la razón. ( ... )

La misión
Por todo el Occidente, en toda tierra lejana, apenas conquistada para la fe, el instituto benedictino fue el baluarte de la Romanidad y el instrumento de las más altas con­quistas. Montecassino refloreció prodigiosamente en Bobbio y Farfa, Corbie y Bec, San Gallo y Reiche­nau, Westminster y Malmesbury. Ya que la Orden respondía a una pro­funda y general exigencia, más allá de la conciencia del fundador, y contra su mismo entender, el monasterio se incorporó al mundo y desarrolló una grandiosa actividad económica, social y cultural, que hizo de los Benedictinos los maestros y los agri­cultores de Europa, llegando a ser en ámbitos vastísimos, banca, laborato­rio, hacienda agrícola, escuela, biblioteca. Por ser perenne, y no siervo de su tiempo, el valor de sus ideales, el monasterio fue para la Iglesia la reserva de las mejores energías en las horas de extravío y de batalla. Discípulos de Benito: Agustín, Wilfrid de York, san Boni­facio, llevaron el evangelio a Inglate­rra, Frigia y Sajonia. Cuando la Igle­sia, atrapada por el feudalismo, enca­denada a la tierra, parecía no recor­dar su misión universal, un saludable reclamo provino de los grandes aba­des cluniacen ses. Cuando entre Investiduras y Cruzadas -turbio esfuerzo de liberación, lanzamiento de la Europa cristiana a la conquista militar bajo la dirección de Roma- un ansia renovada de pureza y dedica­ción tomó a las almas y la Roma jerárquica necesitó un ejército mar­cial y disciplinado, Roberto de Molesme y san Bernardo de Claraval se dirigieron con heroica firmeza a los orígenes, al magisterio de la Regla, para la instauración cister­ciense. Con el sentimiento de una misión cumplida a lo largo de los siglos, los cronistas de Montecassino en su relato, expatriados por la des­trucción de su monasterio, podían mandar al encuentro de los musulma­nes, dos misteriosos navegantes: uno con hábito sacerdotal, el otro con hábito monástico: san Pedro y san Benito, como comparando Roma y Montecassino, el patriarca del mona­cato occidental y el Apóstol sucesor de Pedro, las dos cabezas del clero secular y regular. Con esta concien­cia podía cantar un dulce poeta de Montecassino en el siglo XI: «Este monte es semejante al Sinaí, que guarda los mandamientos divinos».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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