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Huellas N.05, Mayo 1993

HISTORIA

Méjico martir

Fidel González

Historia de Méjico y de sus mártires en este siglo. Bajo la presión masona

«Méjico lindo y sufrido» podría ser el estribillo de la famosa canción mejicana en lugar de «Méjico lindo y querido». Uno de los capítulos de esta sufrida historia se refiere a la sangrienta persecución anticatólica de la primera mitad de nuestro siglo.
El 5 de febrero de 1917 en la ciu­dad de Queretaro se aprobaba la nueva constitución masónica, toda­vía hoy vigente en Méjico.
El presidente era Venustiano Carranza, eslabón de la cadena de presidentes masones que caracteriza a la historia mejicana de aquellos años. La nación se encontraba en la etapa llamada del «ducismo» ( 1911-1938) o lucha violenta por el poder, con su interminable rosario de homicidios políticos y revueltas militares. Detrás de estos se descu­bre siempre la sombra norteameri­cana y las ambiciones de los guerri­lleros de las numerosas facciones en lucha.

La constitución más anticristiana
Venustiano Carranza, para man­tenerse en el poder, se apoya en el liberalismo jacobino, en el protes­tantismo norteamericano y en la masonería. Así nace la constitución de Queretaro que es sin duda la más jacobina que haya sido nunca redac­tada desde el tiempo de la Revolu­ción Francesa. Era el diktat de un esquema ideológico abstracto, de una minoría de intelectuales y juris­tas masones, contra la voluntad de la mayoría y las raíces culturales cató­licas del país. La constitución restringe la liber­tad religiosa; prohibe la enseñanza religiosa y los votos religiosos; expolia a la Iglesia de todos sus bie­nes, incluidos las templos; limita el número de sacerdotes y el ejercicio de su ministerio; niega a la Iglesia la personalidad jurídica y la encierra en las sacristías. Los sacerdotes son privados de los derechos jurídicos, como el derecho a emitir actos jurí­dicamente válidos, poseer propieda­des, heredar, votar o ser votados; les impone, sin embargo, todos los deberes del resto de los ciudadanos, como el servicio militar, etc.

«La ley Calles»
En 1926 y en 1931, fueron pro­mulgadas nuevas leyes persecutorias contra la Iglesia. La denominada «ley Calles», promulgada el 14 de junio de 1926 por el presidente Plu­tarco Elías Calles (1924-1928) cons­ta de 33 artículos en este sentido.
Cualquier intervención pública de un sacerdote podía ser considerada como un acto de provocación para la seguridad del Estado. Se controlaba la vida pública y privada de los sacer­dotes y sus predicaciones. Se prohi­bía taxativamente a la prensa religio­sa comentarios sociales o políticos y se prohibía el empleo de toda termi­nología con sabor religioso en la vida pública. Las reuniones en las iglesias debían reducirse al simple rito, prohi­bida la catequesis y cualquier otro encuentro. No se podían llevar túni­cas, hábitos o símbolos religiosos. Si a un sacerdote se le olvidaba avisar al Gobierno cuando se encargaba de una parroquia o cambiaba de lugar, era considerado criminal. Se concedía poder penal a los ciudadanos para denunciar a los transgresores. Los Templos, obispados, casas parroquia­les, conventos o cualquier otro edifi­cio precedentemente en posesión de religiosos, pasaba a manos del Esta­do. Las autoridades de cada Estado establecían el número de sacerdotes permitidos y daban el permiso a aquellos autorizados a ejercitar su ministerio bajo el control de una comisión «popular» de vigilancia. En algunos Estados, como en el de Veracruz, se permitió la existencia de un sacerdote cada cien mil habi­tantes, y en otros, como en el de Sonora, donde Calles fue goberna­dor, se cerraron todas las iglesias y se eliminaron todos los sacerdotes. Muchos de ellos fueron asesinados a sangre fría. En febrero de 1928, Calles se enorgullecía ante el corres­ponsal del Daily Express de Londres, de haber asesinado a no menos de 50 sacerdotes, de haber expulsado a tres delegados apostólicos y de no haber dejado ni una sola iglesia abierta y ni un solo sacerdote en todo el Estado de Sonora durante su gobierno. La violencia contra la Iglesia era directa, sobre todo por las logias masónicas y por uno de sus grupos, el de Sonora, que con Calles obtiene el control total del poder. A este grupo masónico se unió una serie de perso­najes de religión protestante nortea­mericana incluyendo algunos pasto­res. El Gobierno expulsó del país a todos los sacerdotes extranjeros.
El 31 de julio de 1926 el Gobierno prohibió legalmente el culto público católico. La mayor parte de los sacer­dotes desobedecieron a la ley dedi­cándose a la asistencia de los fieles en clandestinidad. Comenzó la caza de sacerdotes. Solo de 1926 a 1928 fueron asesinados por el Gobierno más de 55 sacerdotes, arrestados durante el ejercicio de su ministerio sacerdotal. Entre ellos se encuentran los beatos padre Miguel Agustín Pro y los 22 sacerdotes mártires beatifi­cados por Juan Pablo II en 1992.
Una pintura viva de aquellos días de persecución la encontramos en la célebre novela de Graham Green El poder y la gloria.

Contra el pueblo
Esta situación legal contrastaba mucho con la realidad social de Méjico: el pueblo mejicano se sentía católico hasta la médula.
Pero según el presidente Plutarco Elías Calles no se podía ser un buen ciudadano y católico al mismo tiem­po, ya que la primera fidelidad era Roma y el catolicismo era, según él, incompatible con el progreso: Calles, escribe Jean Meyer, historia­dor francés que vive en Méjico, «dedica a la Iglesia Católica un odio mortal y aborda la cuestión con espí­ritu apocalíptico. El conflicto que comienza en 1925 es, según él, para la lucha final, el combate decisivo entre las tinieblas y la luz». Nos encontramos ante el mismo lenguaje que los hombres de la Encicopledia de la Revolución Francesa.
Las raíces de la persecución se encuentran, por tanto, en aquella ideología de inciertos sueños reformis­tas, utópicamente socializantes. Se anhela un frente proletario apoyado en la burguesía intelectual del país para cambiar a Méjico. Para obtener­lo se debía eliminar el catolicismo del país con la fuerza. «Todas las desventuras provienen del ser católi­cos y de la tradición española», escribía un liberal de los primeros tiempos. Las logias norteamericanas, el poder económico y político de los petroleros y banqueros norteameri­canos, como Lamont, Dwight Morrow (convertido en embajador de Méjico en 1927) y otros agentes de la Morgan & Co., y el Departa­mento de Estado Norteamericano, como ha demostrado Meyer, mueven muchos hilos en este escenario. El liberalismo jacobino era fomen­tado como instrumento ideológico para alcanzar el poder. El protestan­tismo norteamericano ofrecía, por su parte, abundantes recursos económi­cos a condición de poder penetrar en el país. Comenzó entonces la inva­sión de las sectas favorecida por el Gobierno. A cambio llegó el recono­cimiento diplomático norteamerica­no. Hoy la masonería de obediencia norteamericana, que ya operaba en Méjico desde 1823, se encuentra con todo el poder en sus manos.
Méjico era la primera etapa de un proceso continental. En el proceso de eliminación del catolicismo se pre­tende seguir el ejemplo de la Revolu­ción Francesa: una nueva Constitu­ción Civil del Clero y una Iglesia nacional independiente de Roma. El proyecto fue realizado por Calles con el ex-sacerdote Joaquín Pérez, nombrado por él «Patriarca de la Iglesia nacional mejicana». Antes de ser sacerdote, Pérez había contraí­do matrimonio, había sido soldado y estaba afiliado a la masonería. A Pérez le sucedió otro falso sacerdote, jamás ordenado, Eduardo Davila, grado 33 de la masonería.
El proyecto naufragó clamorosa­mente. Las logias masónicas promo­vieron entonces la creación de una religión de tipo masónico y natura­lista. Todo aquello que no se encau­zara hacia allí era marcado con la etiqueta de fanático (¡estamos frente al mismo lenguaje y a los mismos pasos de la Revolución Francesa!). La Iglesia católica es señalada como responsable de todas las desgracias del país. El presidente Alvaro Obre­gón, uno de los responsables direc­tos del asesinato del padre Miguel Agustín Pro invitaba, en un discurso pronunciado el 27 de noviembre de 1927, cuatro días después del fusila­miento del mártir, a la vigilancia contra los enemigos de los «valores de la Revolución». Concluía de este modo: «Cuando un escorpión nos pica no le dejamos vivo; tomamos una linterna para cercarlo y si encon­tramos otro escorpión no lo dejamos vivo aunque no haya sido el que nos ha mordido; lo matamos porque con su veneno podría envenenarnos». La referencia al padre Pro y a la lógica de la persecución estaba clara. Calles respondió el 21 de agosto de 1926 a los Obispos mejicanos que intentaban de todos los modos posi­bles alcanzar una posición amistosa, que podían escoger sólo entre la sumisión al Gobierno y el recurso a las armas. Los Obispos eligieron el camino del martirio, el Gobierno el de los pelotones de ejecución.

Los mártires beatos
Durante aquellos años de persecu­ción numerosos sacerdotes y seglares dieron su vida por la fe católica; 26 de ellos fueron beatificados. El primero fue el padre jesuita Miguel Agustín Pro, el 25 de septiembre de 1988. Le siguieron el pasado 22 de noviembre de 1992 otros 25 mártires: 22 sacerdo­tes y tres jóvenes seglares que acom­pañaron a sus párrocos a la muerte, compartiendo con ellos el martirio.
Todos ellos fueron asesinados por las autoridades del Estado sin ningún proceso. Casi todos fueron torturados y ajusticiados en el mismo lugar don­de fueron detenidos, durante la noche, en medio de la reacción popu­lar. En algunos casos las ejecuciones fueron públicas y barbáricas para espantar y desalentar a los fieles.
Podrían haber huído como otros hicieron; pero ellos prefirieron quedarse. Como cita la Información del proceso de beatificación: «(Los fie­les) se daban cuenta que ellos (los sacerdotes) avanzaban en la profe­sión de la fe sin escuchar la voz de los extraños».
Son sacerdotes normales. El pue­blo cristiano los reconoce como suyos. Les proclama mártires desde el momento de su ejecución.
En los días oscuros de la persecu­ción, los católicos se alzaron a las armas para defender los derechos humanos y los derechos a la libertad religiosa (guerra de los cristianos), pero estos mártires, sin ignorar el heroísmo de sus hermanos, no toma­ron el camino de las armas.

Los Cristeros
«Los campesinos católicos se levantaron y fue la "Cristiada", la guerra de los "Cristeros", los Cami­sards, los Chouans del siglo XX americano». Fue una sorpresa para todos, escribe el mayor historiador de la cristiada.
Se trató de una nueva Vandea, «un pueblo campesino que practica­mente sin armas o sin ellas por com­pleto, intentaron repetir la toma de Jericó en enero de 1927. La subleva­ción fue masiva y unánime en los pueblos del centro-oeste. Hombres, mujeres y niños afluían como en peregrinación, seguros de obligar al Gobierno a capitular. El Gobierno les acogió con tiros y fuego de metralle­ta, y en el primer asalto estos peregri­nos dignos de acompañar a Pedro el eremita fueron dispersados» (Jean Meyer). Comenzaría entonces el levantamiento cristiano. Es otro capí­tulo de esta historia popular que no aparece en los libros de texto de nuestras escuelas. Así concluye Meyer, convertido a la fe católica al estudiar esta historia: «En 1910, en el campo y en las pequeñas ciudades de provincia, la vida religiosa estaba tan desarrollada que era omnipresente; ( ... ) las virtudes cristianas son, entre ellos, virtudes sociales».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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