El atentado de Florencia ha afectado a la comunidad de CL. El Presidente y algunos investigadores de la Academia de Georgiofilos han participado en la misa del movimiento con el cardenal Silvano Piovanelli
«Os agradezco vuestra capacidad de vivir lo extraordinario en lo ordinario: lo extraordinario de los acontecimientos de estos días en lo ordinario de vuestra misa semanal». Es martes, uno de junio, el cardenal Silvano Piovanelli, arzobispo de Florencia, habla a los universitarios del movimiento desde el altar de la basílica de San Lorenzo, y sus palabras, como por milagro, se convierten en el vínculo que reúne de nuevo los fragmentos de la realidad. Desde hace cinco días, desde las 1.04 horas del 27 de mayo, esos fragmentos vagaban enloquecidos en el desorden de una Florencia herida, asediada, aturdida. La realidad parecía fragmentada, reducida a ruinas como las casas de la calle de los Georgiofilos, golpeada por la misma bomba que ha matado a Fabrizio, Angela, Nadia, la pequeña Caterina y Dario, y herido a otras 29 personas. La misa del CLU -la misa «de siempre», extraordinaria y conmovedora en su «normalidad»-, la disponibilidad del Cardenal que ha venido a celebrarla con don Silvano y don Andrea, sus palabras, así como las leídas por Simone en nombre del movimiento, han recompuesto en Cristo la realidad, tras tantos días de mentiras e hipocresías. Todo el mundo lo ha rebautizado como «el atentado de los Uffizi». Sumergidos en la avalancha de relaciones televisivas, de la invasión de ministros y subsecretarios, y del diluvio de declaraciones y manifestaciones públicas, para todos nosotros ha sido difícil mantener la mirada sobre los fragmentos que reclamaban a la realidad. Y sin embargo, para escapar de la mentira, ha bastado pensar en los rostros de los amigos que más de cerca han vivido y sufrido los días del caos: en Paolo, Sabrina, Francesca y muchos otros que trabajan en «su» Academia destrozada, o en el profesor Franco Scaramuzzi, presidente de los Georgiofilos, golpeado incluso afectivamente por la muerte de Angela y de su familia. Ha sido imposible, incluso para los enviados de los grandes periódicos, cínicamente acostumbrados a afrontar con «profesionalidad» las mayores tragedias, no percibir una diferencia de actitud de corazón en las palabras de Scaramuzzi. La TV ha retransmitido durante días la imagen del profesor que, en la noche, poco después de la explosión y antes de que fuesen recuperados los cuerpos de las víctimas, se afanaba con los vigilantes en torno a las ruinas, y que replicaba a los periodistas que le acosaban con los micrófonos en busca de comentarios: «En este momento no hay nada que decir, sólo hay que rezar por aquellos que han muerto».
Scaramuzzi estaba sentado en una de las primeras filas de San Lorenzo, mientras que el Cardenal recordaba a seiscientos estudiantes reunidos en la basílica la palabras pronunciadas por el Papa algunos días antes en Arezzo: «Antes de hablar a los jóvenes, ha dicho el Santo Padre, debo escucharles, debo escuchar su mensaje de fuerza. Que vuestro mensaje -ha añadido el Cardenal- que es vuestra vida, vuestras personas, ayude a nuestra sociedad y a la Iglesia. No permitáis que falte este mensaje: ésta es la misión que tenéis». «La violencia oscura e inquietante que ha desencajado nuestra ciudad -ha dicho Simone al comienzo de la misa- no nos deja indiferentes: en un momento tan grave para la vida de nuestro pueblo, pedimos reencontrar las razones de una esperanza y un amor a la verdad, contra los moralismos hipócritas de estos días. Las razones de esta esperanza viven en la fe que se nos ha dado, la única capaz de ofrecer un significado al tiempo y un consuelo al dolor».
Huellas concretas de esta esperanza que se hace acción, son visibles entrando, pocos días después del atentado, en lo que queda de la Academia de los Georgiofilos, y viendo trabajar -con ordenado frenesí- a Sabrina, Francesca y Scaramuzzi. «El corazón permanece aquí -explica el profesor, citando las modalidades elegidas para el renacimiento de la histórica institución que él preside-, los brazos están en un apartamento que el Ayuntamiento ha puesto a nuestra disposición, los instrumentos estarán disponibles en breve para consulta y los cerebros ... eh, estos permanecen donde están: a lo largo de todo el mundo». «En estos días -reflexiona Scaramuzzi en voz alta, sentado en una mesa invadida de fax, telegramas y comunicados- ha pasado algo que nos reclama al sentido de nuestra existencia y a los valores morales de nuestra civilización. He vivido muchos sentimientos contrapuestos y percibido una solidaridad tangible y conmovedora, incluso cuando resulta siempre difícil calmar la rabia y, sobre todo, mirar con piedad cristiana a los carniceros».
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