Las noticias en vez de los hechos, la gente en vez del pueblo, la indiferencia en vez la vida. La tarea de los cristianos en la era del ecepticismo
Las noticias en vez de los hechos, la gente en vez del pueblo, la indiferencia en vez de la vida. Un periodista ve la patita del diablo. Y se interroga sobre la tarea de los cristianos en la era del gran escepticismo. Como siempre, la verdad se manifiesta en el primer instante, cuando el diablo (volverá más adelante este diablo) todavía no ha tenido tiempo de enmascararse, aparece tal como es, malvado, cínico en el pleno sentido de la palabra, es decir, «canino», algo no humano. Ha ocurrido en Florencia, por la bomba. Habían muerto cinco personas, entre ellas dos niñas, en la noche del 26 al 27 de mayo.
Una, Caterina Nencioni, tenía dos meses y había sido bautizada tres días antes. Normalmente en estos casos, con mayor o menor énfasis y sinceridad, hay un coro de conmiseración por las víctimas. Esta vez, en las primeras horas, increíblemente casi nada. La indiferencia por el destino personal de las víctimas y de los supervivientes se ha puesto en evidencia de un modo aplastante. Ha habido dos posturas dominantes desplegadas como banderas por los altos dignatarios y dirigentes de Italia.
1) La de los hombres de la élite cultural: y han sido lágrimas por un par de cuadros de Sebastiano del Piombo.
En un editorial se ha escrito: «únicos, irrepetibles». Nadie ha usado estas palabras para las personas, valía más el museo donde se adora la divinidad de los intelectuales: el arte visto como congelación de un momento sublime del hombre que se hace dios. Que los pobrecillos mueran entre las llamas con tal de que se salve aquello que algunos mejores saben captar. Es cierto, las víctimas no son irrepetibles: eran masa, se trataba de los «famosos ciudadanos» a los que todo el mundo alaba, pero que, al final, son tantos y, por eso, tan parecidos.
2) La de los jefes políticos, especialmente los del famoso «nuevo» (se refiere a los nuevos partidos que en Italia se proponen como la renovación frente a la corrupción de la clase política anterior, ndt.), han intentado explicar inmediatamente cómo las bombas habían sido tiradas contra aquello que ellos simbolizan, pero que no les iban a parar, etc. Incluso los dirigentes de la magistratura han sostenido esta tesis. El día después el diablo ha buscado una recuperación emotiva, pero ya había hecho su jugada.
Se ha puesto en evidencia que las nuevas aglomeraciones sociales que se apuntan al cambio del sistema y de régimen están concebidas por quienes las capitanean como masa unida por débiles contenidos: son figuritas de papel a encolar con un poco de saliva. No ha habido pasión por la verdad inmediatamente después de la tragedia. Y en esta indiferencia por la realidad ha quedado clara la trágica esencia de nuestro tiempo. El destino de la persona no le importa a nadie. Ni siquiera a los jefes, en su delirio, les importa su propio destino de jefes. Se pretende reconstituir el pueblo en torno a modelos de comportamiento (al que se llama moralidad), a eficiencias profesionales, a reflejos étnico-culturales. Pero «la realidad del yo y del Tú, o Misterio» -la realidad pura y simple de nuestra necesidad de hombres, del pecado que nos devasta- es ignorada: incluso programáticarnente.
A quien trabaja como periodista, o en el mundo de la comunicación, antes se le enseñaba la diferencia entre el hecho y la noticia. ¿En qué radica esta distinción? La noticia no es el hecho, sino el relato del hecho. Hoy sucede que la Noticia de las noticias sustituye a la realidad. Hasta tal punto que encontramos normal relacionarnos no con la realidad, sino con aquella facción de signos y figuras que se nos presentan desde primera hora de la mañana. En el décimo capítulo del Sentido Religioso se describe «el estupor de la presencia». ¡El surgir de las cosas! «¡Las cosas!». En cambio hoy es como si se pudiera instintivamente tener una relación y un encuentro sólo con aquella coraza elástica, que ni siquiera sabemos reconocer como tal, y que envuelve en plástico, papel o electrónica nuestros ojos. Así se manifiesta hoy la mentira proclamada: en la desaparición de la realidad sustituida por la imagen. Y esta imagen es capaz hasta de saciarnos, de tal modo que estamos ante una inapetencia masiva (lo contrario de la pasión) por lo verdadero. También el trabajo, hasta hace pocos años entendido como promesa quizás vacía de rescate y lugar donde con el tiempo alcanzar la felicidad, se ha transformado en una madriguera de ardillas: la meta es la defensa de las avellanas, y el miedo de ser cazados predomina sobre el deseo de transformar el mundo. Vence el cinismo. Y aquí retorna el diablo. Diabolos, de donde viene diablo, significa separación, discordia. Algo que se entromete en la relación entre nosotros y Dios. En la historia de la Iglesia el enemigo del monje (que significa uno, de monos) es precisamente el diablo: busca impedir el contacto entre el yo y Dios. Quiere separar, no permitir que el Misterio pueda ser reconocido como Alguien que nos acompaña. Hoy, objetivamente, etimológicamente, el diablo son también las imágenes. Este tú falso que con sus mensajes se dirige a nosotros desde primera hora de la mañana, embotándonos el alma, aprisionándola en lo obvio de las noticias, que no siendo ya relatos de hechos, tienen la pretensión de ser la realidad.
«Desolación y vacío» son por tanto los compañeros del hombre de nuestro tiempo. No existiría delito mayor, dentro de la indiferencia general, que el de quien habiendo tenido la gracia de un encuentro con el Destino que se ha hecho presente, fuese indiferente a su misma experiencia. El carisma suscita un pueblo incluso donde nadie lo podría imaginar. En Uganda, entre los enfermos de sida, se consolida la grandeza generosa de una unidad entre las personas que sólo puede designarse adecuadamente así: pueblo. Un pueblo que tiende hacia el destino, que es capaz de responder a las necesidades. Se respira el aire de una moralidad no hecha de obligaciones, sino ligada a algo más grande que el mismo amor del que seríamos capaces intentando ser buenos. También entre nosotros, cada uno tiene en la mente algún testimonio vivo parecido. Así, en esta época de nuevo orden que avanza a través de movimientos subterráneos y de bombas, en la que el pueblo es fragmentado y transformado en gente (la gente no tiene finalidad o relación con un destino, es el simple eco de la relación con el poder), existe el riesgo -como repetidamente ha advertido Juan Pablo II- de una nueva «Babel». Es en esta época en la que urge la tarea. ¿Podemos aquí citar largamente al filósofo canadiense Mc Intyre? Helo aquí. «Lo que cuenta, en esta fase, es la construcción de formas locales de comunidad, en cuyo interior la civilización y la vida moral e intelectual puedan conservarse a través de los nuevos siglos oscuros que se abalanzan sobre nosotros. Un punto de inflexión decisivo en la historia antigua, se dio cuando hombres y mujeres de buena voluntad abandonaron la tarea de apuntalar el imperio romano y desistieron de identificar la continuidad de la civilización y de la comunidad moral con la conservación de tal imperio. La tarea, en cambio, que se fijaron (a menudo sin darse cuenta del todo de lo que estaban haciendo) fue la construcción de nuevas formas de comunidad en cuyo interior la vida moral pudiese ser sostenida, de tal modo que tanto la moral como la civilización tuviesen la posibilidad de sobrevivir a la época incipiente de barbarie y de oscuridad. En esta ocasión, sin embargo, los bárbaros no esperan más allá de las fronteras: nos gobiernan desde hace ya bastante tiempo».
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