«Escéptico no se nace, se hace». Estas palabras no las ha escrito una dama del setecientos razonando de filosofía. Son de Sabrina, dieciocho años, de su último ejercicio en clase. Piensa como la inmensa mayoría de sus coetáneos. Decir eso con dieciocho años quiere decir que respira alrededor de sí un aire escéptico. Probablemente, además de sus compañeros, son escépticos los profesores, los padres, las películas y los discursos que oye en la televisión. Describir el escepticismo no es fácil.
No se trata sólo de una "desconfianza" en los cambios. Es más, se puede uno llenar la boca de "voluntad de renovación" y permanecer escéptico. Camillo Sbarbaro, el poeta "maestro" de Montale, mirando la realidad con ojos escépticos escribe: «Y los árboles son árboles, las casas/ son casas, las mujeres/ que pasan son mujeres, y todo es aquello/ que es, sólo lo que es». La realidad es inerte. Una especie de prisión. Las cosas son sólo aquello que son: mirándolas no hay ya motivos de estupor.
El escéptico no se sorprende ya de nada. La vida para él es como una casa, en la que vive desde hace mucho tiempo, tanto que piensa que conoce ya los objetos, los muebles, los ritmos. No espera ya nada. Los cambios políticos y sociales se asemejan a un cambio de tapicería, a cambiar los cuadros de sitio: un movimiento momentáneo, luego, todo aquello que concierne a la existencia banal, real, vuelve a ser lo que es, sólo lo que es... En cierto sentido, el escéptico cree ser realista. En una vida así (en una casa así) el escéptico pasa el tiempo cultivando sueños (sabiendo bien que son sueños) o "mirándose" el ombligo.
Los compañeros de colegio de Sabrina, por ejemplo, ven todos la buena película de Beverly Hills y para documentar que el mundo va mal citan siempre y sólo tangentopoli (el escándalo de las comisiones en Italia).
De la guerra en Yugoslavia o de la hoguera de las niñas-obreras de Taiwan ninguna huella. Probablemente también los padres, si hubieran tenido que escribir un ejercicio en clase, hubieran dicho las mismas cosas.
Quien detenta el poder y lo expresa con los medios de comunicación y de influencia económica tiene interés en fomentar el escepticismo entre la gente: eso, de hecho, divide y obstaculiza cualquier coágulo de resistencia al poder dominante.
Estos son tiempos oscuros. Las guerras, la nueva estrategia del terror, la protesta y el fariseísmo como únicos contenidos de la política, son todos factores que alimentan el escepticismo que invade el corazón de la inmensa mayoría.
El escepticismo es la forma más sutil y resistente de la inmoralidad. De hecho, el niño no es escéptico; la actitud con que la naturaleza nos crea no es de escepticismo. Existe la curiosidad, el abalanzarse hacia lo real, el descubrir la novedad en cada cosa.
La moralidad es recuperar aquella actitud del niño. Por el contrario, se vive en la casa de la vida excluyendo que sea posible una auténtica novedad. Y si las cosas son sólo aquello que son es lícito tener como criterio la utilidad particular: en una casa así también las personas al final se convierten en "utensilios" y, sobre todo, prevalece una lógica de poder y de uso. Salvo ingeniárselas para encontrar la "distancia justa" de los acontecimientos y de las cosas para evitar demasiadas molestias. (Keep your distance, es un eslogan de los "educados" ingleses).
Hoy en día a no ser escépticos llegan sólo los genios, y los locos. Es decir, quien percibe en las cosas una huella del destino (palabra "incomprensible", es decir, de "locos", insisto). El destino es aquello que aparece en las cosas, pero no es sólo las cosas. Como escribe Rebora: «Cualquier cosa que digas o hagas/ tiene dentro un grito:/ ¡no es por esto, no es por esto!».
Nos podemos llamar incluso cristianos y permanecer escépticos. Si el acontecimiento cristiano no se experimenta siempre como novedad, mejor dicho, como la novedad, se reduce a tapicería o como mucho a un "buen comportamiento" con el que estar en una casa donde la vida transcurre siempre igual. El cristianismo comienza y vive dentro de un estupor. Que no es un sentimiento de encanto o de maravilla por algo raro, sino la sorpresa de encontrar una presencia que corresponde a las exigencias del corazón, alguien, entonces, al que es razonable adherirse.
El cristianismo es una visita inesperada. Una visita importante e inesperada. El destino que se encarna. Y cuando acontece es evidente que las cosas ya no son sólo las cosas, sino que toda la casa se enciende de vida. Y cada particular sirve para hospedar a esta presencia. Sólo cuando está la visita o cuando se atiende a un huésped deseado no se es escéptico.
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