Quien está con un santo también él es santo, de la misma santidad.
Nosotros debemos impedir que nuestros hombres se hagan amigos de los santos
Entonces, mi buen Orugario, después de todos nuestros triunfos, ¿qué me cuentas de tu hombre? Está en nuestras manos, ¿no es verdad? Pienso que no hay duda al respecto. Pero, si no hay duda, ¿por qué eres tan vago en tus cartas?
Nosotros aquí abajo vivimos entre comida y comida. Tú que eres joven y estás lejos no puedes ni siquiera imaginar el placer que supone comer un alma condenada: es un suave crujir, casi imperceptible, y después nada.
De su condenación tan solo queda ese leve rumor: un «cric». Después, basta. Permanece un fondo de melancolía -nos levantamos de la mesa enojados, con mal sabor de boca y sin ganas de hablar entre nosotros. Sólo Satanás ríe, pero no sé si lo hace con ganas; creo que no.
Las almas caen de precipicio en precipicio, de tiniebla en tiniebla, de abismo en abismo; y, al final, lo único que queda de ellas es esto: nada. Ese es el fruto más exquisito y en todo el Infierno resuena nuestro ñam, ñam, ñam, ñam. Y dentro de este ñam, ñam van cayendo las palabras, los proyectos, los análisis, las cuadraturas del círculo, las recetas para la
felicidad, los sistemas políticos, las leyes, los estados, las fórmulas de justicia social, las novelas, las historias, las fábulas, la filosofía y la ciencia -en definitiva, todo aquello que el ingenio humano produce.
¿Acaso los diablos hemos dicho «no» al saber, a la religión, al bienestar, a la civilización?
Al final, nos cansamos de comer, pero, más nos cansa y más comemos. Nos entran nauseas, nos provoca ira. Eramos ángeles, pero ya no lo somos. Y sería inútil buscar en nosotros alguna huella de aquel lejano pasado. Nosotros somos lo que comemos. ¿De quién tener miedo?, ¿de los curas?
Me río, Orugario. Pero, de los santos sí que tengo miedo. Son hombres que me aterrorizan hasta cuando los veo fumar, bromear con los amigos, o caminar por la calle sin pensar en nada. Y hay hombres que están con estos hombres, y que me dan miedo porque están con ellos. Quien está con un santo también él es santo, de la misma santidad.
Por sí mismo, puede no tener nada de particular, pero éste es el punto. No hay que temer a los inteligentes, los honestos, los sabios; teme, más bien, a los hombres que están con los santos: en ellos brilla una justicia incomprensible, que ningún error, ni siquiera grave, puede mellar.
Nosotros, ante todo, debemos impedir que nuestros hombres se hagan amigos de los santos. Si esto sucede, la cosa se pone difícil. No es que un santo no pueda ser tentado, pero créeme, lo tenemos muy crudo. Cuanto más afinamos nuestras armas, más extrañamente toscos y estúpidos se vuelven ellos. Después, cuando creemos que ya hemos vencido, tenemos el susto: con su estupidez nos han burlado.
¡Y ahora, Orugario, atención! No creas que me he entretenido divagando sobre las cuestiones de fondo. Yo quiero saber cómo se lo pasa tu hombre. No rellenes folios y folios contándome que el hijo ve los dibujos animados japoneses en la televisión, que la mujer quiere el todoterreno, o que la hija pasa el día entero pensando en los chicos. No quiero saber si les gusta el «Un, dos, tres, ... » o el programa de Bertín Osborne, y menos si van por la calle con walkman. Tu ves en esto tantas señales positivas que, sin embargo, a mí no me interesan. Yo sólo quiero saber una cosa: tu hombre ¿es amigo de algún santo? ¿o ni siquiera sabes qué es un santo?
¡Espabílate! Yo continúo protegiéndote, pero no quiero arruinar mi posición por tu causa, y sopesándolo, no lo haré.
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