La Iglesia celebra juntos a Pedro y Pablo. Para subrayar lo que constituye el acontecimiento cristiano
La fiesta litúrgica de los santos Pedro y Pablo, recordados conjuntamente en el día que la tradición señala como el de su martirio (año 67 d. C.) es probablemente la más antigua dedicada a los dos apóstoles, aunque el calendario de la Iglesia asigne además otros días consagrados a la memoria de cada uno de ellos.
Aunque sea tarea de los historiadores indagar sobre la efectiva coincidencia cronológica de los acontecimientos (algunos estudiosos modernos sostienen que Pedro sufrió el martirio en el año 64 d. C.), sin embargo, es un hecho significativo el que en la tradición romana los dos personajes, cuya importancia y riqueza de testimonio habría justificado una fiesta dedicada a cada uno, hayan sido siempre asociados en la veneración del pueblo cristiano. Una reflexión sobre este hecho, permite trazar algunas sugerencias útiles.
Es necesario subrayar que el deseo de destacar con esta celebración tanto el tema del primado del Obispo, como el carácter emblemático de la Iglesia de Roma respecto a la misión de la Iglesia universal, jugaron un papel nada secundario. Debemos tener en cuenta que Pedro, antes de trasladarse a Roma, guió como obispo la Iglesia de Antioquía: también ella, por tanto, pertenecía a la sucesión de la misión de Pedro y, sin embargo, será el Jugar del martirio (Roma) el que sea reconocido como la sede de la sucesión de la autoridad suprema del apóstol.
Clarísimamente se percibe aquí el nexo entre testimonio (martirio) y tradición de la Revelación. Se comprende bien que "el Señor, que ha hecho el mundo y al hombre, ha escogido como instrumento para facilitar el nexo entre el hombre y la verdad - es decir, Él mismo - no una visión, sino un abandono, un amor, un proceso en el que el hombre sigue al testigo de lo verdadero" (L. Giussani, Por qué la Iglesia. La pretensión permanece, Madrid, 1991, 104). El que la memoria de la persona de Pablo, también ella glorificada por el martirio, se celebre conjuntamente introduce el tema de la universalidad de la salvación cristiana, añadiendo un elemento de profundización ulterior.
El antiguo perseguidor de los primeros cristianos es, en efecto, aquel que ha superado los límites del mundo hebreo en la difusión del Evangelio y el que ha querido anunciarlo a todas las naciones. En la memoria de estos dos apóstoles, el pueblo cristiano puede caer en la cuenta de las dos dimensiones fundamentales del hecho cristiano: es un acontecimiento históricamente localizable con todas sus particularidades (es más, las condiciones de su permanencia en la historia están ligadas a la circunstancia del martirio de Pedro en un lugar concreto: aquí, en efecto, se encuentra el fundamento del primado pontificio); y esta absoluta particularidad histórica se conjuga inmediatamente con su ser para todos los hombres. En esta perspectiva, el primer anuncio cristiano adquiere su dimensión universal no tanto porque ligue su destino al de Roma y a su imperio, sino por su propia naturaleza (simbólicamente reclamada por el destino común de Pedro y Pablo) que es capaz de mostrar la catolicidad y, por tanto, la capacidad de unir a los pueblos en una unidad a la que todo proyecto histórico humano inexorablemente tiende sin ser capaz de realizarla.
De este modo la Roma pagana, que tiene su origen en sus fundadores (Rómulo y Remo), es sustituida por una nueva realidad, la Iglesia, fundada sobre los dos apóstoles que en ella vertieron su sangre por Cristo.
La belleza y grandeza de este nuevo inicio resuenan en las sencillas palabras que componen un epígrafe anónimo, compuesto en el siglo sexto y colocado sobre una puerta de las murallas de la ciudad: Pedro el portero, ha erigido el propio santuario fuera de esta puerta:
¿Quién podrá negar que nuestra ciudad con sus torres sea comparable al cielo? Por la parte opuesta, el santuario de Pablo rodea las murallas. En medio está Roma. Aquí, por tanto, está el trono de Dios.
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