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Huellas N.04, Abril 1993

CULTURA

¡Non nobis domine!

Magdalena Lapuerta

Huellas de la Historia verdadera de la conquista. Un puñado de hombres que con la ayuda de Dios y por haberse mantenido unidos por encima de todo la llevaron a cabo

Entre los hombres que embarca­ron rumbo a la tierra del Yucatán, se encontraba un soldado, Bernal Díaz del Castillo, que combatió fielmente, bajo las órdenes de Cortés, durante la larga e imprevisible aventura que supuso la conquista de Méjico. Este hombre que se define a sí mismo como «no latino», «idiota y sin letras», nos ha dejado, sin embargo, el documento más importante de aquellos hechos de los que fue testigo ocular y protagonista. Su relación que con orgullo titula Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España pretende, como él mismo señala, corregir y ser «respuesta de lo que han dicho y escrito personas que no lo alcanzaron a saber, ni lo vieron, ni tener noticia verdadera», y a su vez, dar «fama memorable de nuestras conquistas ... pues a tan excesivos riesgos de muerte y heridas, y mil cuentos de miserias, pusimos y aven­turamos nuestras vidas, así por la mar descubriendo tierras que jamás se habrán tenido noticias dellas, y de día y noche batallando con multitud de belicosos guerreros». Pero su valor no está únicamente en los datos históricos que proporcio­na o en el detalle con el que relata las distintas expediciones, sino también en su capacidad de narrar con senci­llez y espontaneidad lo que fue suce­diendo sin miedo a dejar transparen­tar lo que los acontecimientos iban provocando en él y en sus compañe­ros: valentía y coraje pero también temores y defectos. No pretende escribir la epopeya de un héroe idea­lizado que debido a sus dotes logró llevar a cabo hechos extraordinarios. Su relato es la historia de un puñado de hombres que salieron adelante de situaciones insólitas gracias a la ayu­da de Dios y por haberse mantenido unidos por encima de las tensiones y desavenencias:
« ... entre todos nosotros había caballeros y soldados tan excelentes varones y tan esforzados guerreros y de buen consejo, que Cortés ninguna cosa decía ni hacía sin primero tomar sobre ello muy maduro consejo y acuerdo con nosotros, (. .. ) que lo hacía como buen capitán. Y esto digo porque después de las grandes merce­des que Nuestro Señor nos hacía, en todos nuestros hechos y en las victo­rias pasadas y en todo lo demás, parece ser que a los soldados nos daba Dios gracia y buen consejo para aconsejar que Cortés hiciese todas las cosas muy bien hechas (. .. ) todos a una esforzábamos a Cortés y le diji­mos que curase su persona, que ya allí estábamos, y que con la ayuda de Dios, que pues habíamos escapado de tan peligrosas batallas, que para algún buen fin era Nuestro Señor Jesucristo servido guardamos».
Este humilde soldado deja entre­ver cómo -más que las capacidades de mando de su capitán o que la valentía de su ejército- lo que les movía y en más de una ocasión logró desbloquear el terror de estos qui­nientos hombres, fue la absoluta con­fianza en que Dios estaba con ellos pues su misión no era sólo la de con­quistar unas tierras, sino traer a ellas el cristianismo.
«Entonces se informó muy por extenso cómo y de qué manera esta­ba el capitán Xicotenga, y qué pode­res tenía consigo; y le dijeron que tenía muy más gente que la otra vez cuando nos dio guerra, porque traía cinco capitanes consigo, y que cada capitanía traía diez mil guerreros ( ... ) Y desde que aquello vimos, como somos hombres y temíamos la muer­te, muchos de nosotros, y aún todos los demás, nos confesamos con el Padre de la Merced, y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvie­ron en oír de penitencia, encomendá­monos a Dios que nos librase no fué­semos vencidos; y de esta manera pasamos a otro día. Y la batalla que nos dieron, aquí lo diré».
Esta fe brutal en el todopoderoso les lleva a realizar victorias inexplica­bles, o mejor dicho, explicables sólo por voluntad de otro. No había bata­lla o trozo de tierra conquistada en la que no hiciesen un altar, celebrasen la eucaristía en acción de gracias por, una vez más, no haber sido abando­nados.
«Y después de apeados debajo de unos árboles y casas que allí esta­ban, dimos muchas gracias a Dios por habernos dado aquella victoria tan cumplida; y como era día de Nuestra Señora de marzo llamóse una villa que se pobló el tiempo andando Santa María de la Victoria, así por ser día de Nuestra Señora como por la gran victoria que tuvi­mos. Esta fue la primera guerra que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España».

La fuerza verdadera
No son pocas las ocasiones en las que, frente a alguna emboscada en la que no se entreveía escapatoria algu­na, Cortés les reclama no a una mayor valentía sino a no olvidar el motivo que les había lanzado a aque­lla incierta conquista.
«Y Cortés dijo: "Señores, sigamos nuestra bandera, que es la señal de la santa cruz, que con ella vencere­mos". Y todos a una le respondieron que vamos mucho en buena hora, que Dios es la fuerza verdadera».
Quizás una de las escenas más impresionantes que ilustra esta con­fianza absoluta en la providencia es la toma de decisión de hundir sus propias naves para adentrarse en aquellas tierras sin otra posibilidad de supervivencia que el lograr su con­quista y evitar, así, las tentaciones de retroceder y abandonar la lucha.
«Después de haber dado con los navíos al través a ojos vistas, una mañana, después de haber oído misa, estando que estábamos todos los capitanes y soldados juntos hablando con Cortés en cosas de lo militar, dijo que nos pedía por merced que le oyésemos, y propuso un razonamien­to de esta manera: Que ya habíamos entendido la jornada que íbamos y que, mediante Nuestro Señor Jesu­cristo, habíamos que vencer todas las batallas y reencuentros; y que había­mos estar tan prestos para ello como convenía, porque en cualquier parte donde fuésemos desbaratados, lo cual Dios no permitiese, no podría­mos alzar cabeza, por ser muy pocos, y que no teníamos otro socorro ni ayuda sino el de Dios, porque ya no teníamos navíos para ir a Cuba, sal­vo nuestro buen pelear y corazones fuertes. (. .. ). Y todos a una le respon­dimos que haríamos lo que ordenase, que echada estaba la suerte (. .. ) pues eran todos nuestros servicios para servir a Dios y a Su Majestad. ( ... )

Traer a la memoria
No siempre la respuesta de sus soldados será tan unánime y decidida. Hubo también conflictos y desercio­nes; pero en Cortés sorprende no sólo la capacidad de calmar y animar a sus hombres sino que nunca pierde el coraje de volver a recordar la misión que les había sido confiada.
«He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuvié­semos esperanza que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procura­mos de deshacer sus ídolos».
Estas palabras no son demagogia. Cortés no pierde ocasión y en cada una de las conversaciones de paz que mantiene con los distintos caciques aprovecha para anunciarles la exis­tencia de Dios que es todopoderoso y de su madre que es también la nues­tra, y cómo este único Dios no quiere más sacrificios, ni sangre sino que todos seamos hermanos. «Otro día acordó Cortés de ir a los palacios de Montezuma, y prime­ro envió a saber qué hacía y supiese cómo íbamos, y llevó consigo cuatro capitanes y también fuimos cinco soldados. Y como Montezuma lo supo, salió a recibirnos a mitad de la sala, muy acompañado de sus sobrinos, porque otros señores no entraban ni comunicaban adonde Montezuma estaba si no eran en negocios impor­tantes, y con gran acato que hizo Cortés, y Cortés a él, se tomaron por las manos, y adonde estaba su estra­do le hizo sentar a la mano derecha. Y Cortés le comenzó a hacer un razo­namiento con nuestras lenguas doña Marina y Aguilar, y dijo que ahora que había venido a ver y hablar a un tan gran señor como era, estaba descansado y todos nosotros, pues ha cumplido el viaje y mandado que nuestro gran rey y señor le mandó, y a lo que más le viene a decir de parte de Nuestro Señor Dios es que ya su merced habrá entendido de sus embajadores Tendile y Pitalpitoque y Quintavalor, cuando nos hizo las mercedes de enviarnos la luna y el sol de oro al Arenal, cómo les dijimos que éramos cristianos y adoramos a un solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión por salvarnos, y les dijimos que una cruz que nos preguntaron por qué la adorábamos, que fue señal de otra donde Nuestro Señor Dios fue crucificado por nuestra salvación, y que esta muerte y pasión que permitió que así fuese por salvar por ella todo el linaje humano, que estaba perdido, que este Nuestro Dios resucitó al tercer día y está en los cielos, y es el que hizo el cielo y la tierra, y la mar y arenas, y creó todas las cosas que hay en el mundo, y da las aguas y rocíos, y ninguna cosa se hace en el mundo sin su santa voluntad».
Ni ídolos ni sacrificios
«Y luego le dijo muy bien dado a entender, de la creación del mundo, y como todos somos hermanos, hijos de un padre y de una madre, que se decían Adán y Eva, y como tal her­mano. nuestro gran emperador, doliéndose de la perdición de las áni­mas, que son muchas las que aque­llos sus ídolos llevan al infierno, don­de arden a vivas llamas, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos. Y más les dijo: que el tiempo andando enviaría nuestro rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente, mejores que noso­tros, para que se lo den a entender, porque al presente no venimos más de a se lo notificar, y así se lo pide por merced que lo haga y cumpla». Y Montezuma respondió: "Señor Malinche: muy bien tengo entendido vuestras pláticas y razonamientos antes de ahora, que a mis criados, antes de esto, les dijiste en el Arenal eso de tres dioses y de la cruz y todas las cosas que en los pueblos por don­de habéis venido habéis predicado; no os hemos respondido a cosa nin­guna de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos; así deben ser los vuestros, y no curéis más al presente de hablarnos de ellos».
Su afán por acabar con los ídolos será siempre incansable, incluso cuando ello suponga poner en juego su vida: «Y todos los caciques, papas y principales respondieron que no les estaba bien dejar sus ídolos y sacrifi­cios, y que aquellos sus dioses les daban salud y buenas sementeras y todo lo que habían menester; y que en cuanto lo de las sodomías, que pondrán resistencia en ello para que no se use más.
Y como Cortés y todos nosotros vimos aquella respuesta tan desacatada, y habíamos visto tantas crueldades y torpedades, ya por mí otra vez dichas, no las pudimos sufrir. Enton­ces nos habló Cortés sobre ello y nos trajo a la memoria unas buenas y muy santas doctrinas, y que cómo podía­mos hacer ninguna cosa buena si no volvíamos por la honra de Dios y en quitar los sacrificios que hacían a los ídolos, y que estuviésemos muy aper­cibidos para pelear si nos viniesen a defender que no se los derrocásemos, y que aunque nos costase las vidas, en aquel día habían de venir al suelo».
Llama, también, la atención que, a pesar de ser los primeros en experi­mentar este choque brutal de culturas tan distintas y en descubrir con espanto los crueles y sangrientos sacrificios humanos que los indígenas realizaban a sus ídolos, Cortés supo discernir y separar estas tradiciones inhumanas de la dignidad y posibili­dad de conversión del indio. En todo este primer periodo de conquista lla­ma la atención el respeto con el que se trataba a estos indígenas:
«Y luego partimos para Cempoal por otro camino, y pasamos por dos pueblos amigos de los de Cingapa­cinga, y estábamos descansando por­que hacía recio sol y veníamos muy cansados, con las armas o cuestas, y un soldado que se decía fulano de Mora, natural de Ciudad Rodrigo, tomó dos gallinas de una casa de indios de aquel pueblo, y Cortés, que lo acertó a ver, hubo tanto enojo de lo que delante de él se hizo por aquel soldado en los pueblos de paz, en tomar las gallinas, que luego le mandó echar una soga a la garganta, y le tenía ahorcado, si Pedro de Alvarado que se halló junto a Cortés, que le cortó la soga con la espada, y medio muerto quedó el pobre soldado. He querido traer esto aquí a la memoria para que vean los curiosos lectores, y aun los sacerdotes que ahora tienen cargos de administrar los Santos Sacramentos y doctrina a los naturales de estas partes, que porque aquel soldado tomó dos gallinas en pueblo de paz aina le constara la vida, y para que vean ahora ellos de qué manera se han de haber con los indios, y no tomarles sus haciendas».

Mestizaje
No era teórico el que Cristo con­vertía en hermanas a razas tan dispares. A diferencia de los puritanos ingleses, ellos no tienen reparo en aceptar a las mujeres indígenas que los caciques les ofrecen con el fin de tener descendencia común y zanjar su hermandad por la unión de la san­gre, siempre y cuando se hiciesen primero cristianas:
«Cómo trajeron las hijas a presentar a Cortés y a todos nosotros, y lo que sobre ello se hizo»
Otro día vinieron los mismos caciques viejos y trajeron cinco indias, hermosas doncellas y mozas, y para ser indias eran de buen parecer y bien ataviadas, y traían para cada india moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques. Y dijo Xicotenga a Cortés: «Malinche: esta es mi hija, y no ha sido casada que es doncella, y tomadla para vos». La cual le dio por la mano, y las demás que las diese a los capitanes. Y Cortés se lo agradeció, y con buen semblante que mostró dijo que él las recibía y tomaba por suyas, y que ahora al presente que las tuviesen en poder sus padres. Y preguntaron los mismos caciques que por qué causa no las tomábamos ahora; y Cortés respondió porque quiero hacer primero lo que manda Dios Nuestro Señor, que es en el que creemos y adoramos, y a lo que le envió el rey nuestro señor, que es quiten sus ídolos y que no sacrifiquen ni maten más hombres, ni hagan otras torpedades malas que suelen hacer, y crean en lo que nosotros creemos, que es un solo Dios verdadero. Y se les dijo otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe, y verdaderamente fueron muy bien declaradas, porque doña Marina y Aguilar, nuestras lenguas, estaban ya tan expertos en ello que se lo daban a entender muy bien. Y se les mostró una imagen de Nuestra Señora con su hijo precioso en los brazos, y se les dio a entender cómo aquella imagen es figura como Nuestra Señora que se dice Santa María, que está en los altos cielos, y es la madre de Nuestro Señor, que es aquel Niño Jesús que tiene en los brazos, y que le concibió por gracia el Espíritu Santo, quedando virgen antes del parto y en el parto y después del parto, y esta gran señora ruego por nosotros a su hijo precioso, que es Nuestro Dios y Señor».
«Malinche: ya te hemos entendido antes de ahora y bien creemos que ese vuestro Dios y esa gran señora, que son muy buenos; mas mira, aho­ra viniste a estas nuestras casas; el tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas, y veremos cómo son y haremos lo que es bueno. ¿ Cómo quieres que deje­mos nuestros teules, que desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses y les han adorado y sacrificado? Ya que nosotros, que somos viejos, por complacerte lo qui­siésemos hacer, ¿qué dirán todos nuestros papas y todos los vecinos y mozos y niños de esta provincia, sino levantarse contra nosotros? Especial­mente, que los papas han ya hablado con nuestro teul el mayor, y les res­pondieron que no los olvidásemos en sacrificios de hombres y en todo lo que de antes solíamos hacer; si no, que toda esta provincia destruirían con hambres, pestilencia y guerras». Así que dijeron y dieron por respues­ta que no curásemos más de hablar­les en aquella cosa, porque no los habían de dejar de sacrificar aunque les matasen. Y desde que vimos aque­lla respuesta que la daban tan de veras y sin temor, dijo el padre de la Merced, que era hombre entendido y teólogo: «Señor, no cure vuestra merced de más les importunar sobre esto, que no es justo que por fuerza les hagamos ser cristianos, y aun lo que hicimos en Cempoal de derrocar­les sus ídolos no quisiera yo que se hiciera hasta que tengan conocimien­tos de nuestra santa fe. ¿Qué aprove­cha quitarles ahora sus ídolos de un cu y adoratorio si los pasan luego a otros? Bien es que vayan sintiendo nuestras amonestaciones, que son santas y buenas, para que conozcan adelante los buenos consejos que les damos».
Lo que les mandamos con ruegos fue que luego desembarazasen un cu que estaba allí cerca, y era nueva­mente hecho, y quitasen unos ídolos, y lo encalasen y limpiasen, para poner en ellos una cruz y la imagen de Nuestra Señora; lo cual luego hicieron, y en él se dijo misa, se bau­tizaron aquellas cacicas».

Paradoja cristiana
El relato de Bemal Díaz del Casti­llo está salpicado de estas paradojas pues son hombres que a pesar de no ser ejemplos de moralidad no abando­nan en ningún momento su fe como el factor determinante de todas las acciones que realizaban. Algunas de estas anécdotas subrayan con inge­nuidad cómo el problema del cristia­nismo no es una coherencia moral sino la gracia de descubrir el amor de Otro que sostiene en todo momento la vida. Marina, una de las indígenas que había sido traicionada y abando­nada por su madre y hermanastro. Enviada como esclava a otra tribu, fue más tarde regalada a Cortés y asu­mió la función de intérprete. Cuando se produce de nuevo el fortuito encuentro con sus familiares no duda en perdonarlos porque le ha pasado algo que no cambiará por nada en el mundo: «Por manera que vino la madre y su hijo, el hermano, y se conocieron, que claramente era su hija, porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo de ella, que creyeron que los enviaba [a] hallar para matarlos, y lloraban.
Y como así los vio llorar la doña Marina, les consoló y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la tras­pusieron con los de Xicalango que no supieron lo que hacían, y se los per­donaba, y les dio muchas joyas de oro y ropa, y que se volviesen a su pueblo; y que Dios la había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y Señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aunque la hiciera cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido y a Cortés que cuanto en el mundo hay»
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Frente a todos los tópicos y corrientes historiográficas que han reducido la conquista de América a una mera y cruel destrucción del indio movidos por la codicia del oro basta leer esta Historia para comprender que un hecho vale más que mil discursos viciados de ideología en su raíz. En su relato, sin armas demagó­gicas ni otro interés que contar lo que sucedió, Bernal, nos da cientos de situaciones y hechos que habría que censurar para no reconocer el deseo sincero de transmitir el cristianismo y la conciencia de su responsabilidad en ser ejemplo para el indio de lo que predicaban.
«Como nuestro capitán Cortés y el fraile de la Merced vieron que Mon­tezuma no tenía voluntad que en el cu de su Ulchilobos pusiésemos la cruz ni hiciésemos iglesia, y porque desde que entramos en aquella ciudad de México, cuando se decía misa hacía­mos un altar sobre mesas y le torna­ban a quitar, acordóse que demandá­semos a los mayordomos del gran Montezuma albañiles para que en nuestro aposento hiciésemos una iglesia, y los mayordomos dijeron que lo harían saber a Montezuma. Y nuestro capitán envió a decírselo con doña Marina y Aguilar y con Orteguilla su paje, que entendía ya algo la lengua, y luego dio licencia y mandó dar todo recaudo. Y en dos días teníamos nuestra iglesia hecha y la santa cruz puesta delante de los aposentos, y allí se decía misa cada día hasta que se acabó el vino, que como Cortés y otros capitanes y el fraile estuvieron malos cuando las guerras de Tlaxcala, dieron prisa al vino que teníamos para misas, y des­pués que se acabó cada día estába­mos en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes; lo uno, por lo que éramos obligados a cris­tianos y buena costumbre, y lo otro, porque Montezuma y todos sus capi­tanes lo viesen y se inclinasen a ello, y porque viesen el adorar y vernos de rodillas delante de la cruz, especial cuando tañíamos el Avemaría».

Tuyo es el poder
Pero para terminar, y volviendo a nuestro protagonista, Cortés, no podemos no recoger uno de los episo­dios más conmovedores de toda la conquista. En el momento culminante de sus victorias, adorado como a un dios por los indígenas, considerado como el más grande de los héroes por sus súbditos, Cortés no duda en humillarse y arrodillarse frente a unos pobres frailes para hacer comprender a aquellos indios que aquellos hom­bres «de mucho mejor vida que noso­tros» debían ser escuchados y respe­tados más aún que su persona.
«Cómo vinieron al puerto de la Veracruz doce frailes franciscanos de muy santa vida, y venía por su vica­rio y guardián fray Martín de Valen­cia, y era tan buen religioso que había fama que hacía milagros; era natural de una villa de tierra de cam­pos que se dice Valencia de Don Juan, y sobre lo que en su venida Cortés hizo».
Ya he dicho cómo habíamos escri­to a Su Majestad suplicándole nos enviase religiosos franciscos, de bue­na y sana vida, para que nos ayuda­sen a la conversión y santa doctrina de los naturales de esta tierra para que se volviesen cristianos y les pre­dicasen nuestra santa fe, como se la
dábamos a entender desde que entra­mos a la Nueva España, y sobre ello había escrito Cortés juntamente con todos nosotros los conquistadores que ganamos la Nueva España a don fray Francisco de los Angeles, que era general de los franciscos, que después fue cardenal, para que nos hiciese mercedes que los religiosos que enviase fueran de santa vida, para que nuestra santa fe siempre fuese enalzada, y los naturales de estas tierras conociesen lo que les decíamos cuando estábamos bata­llando con ellos, que les decíamos que Su Majestad enviaría religiosos de mucho mejor vida que nosotros éramos, para que les diesen a enten­der los razonamientos y predicacio­nes que les decíamos que eran verdaderos; y el general don fray Francis­co de los Angeles nos hizo mercedes que luego envió los doce religiosos que dicho tengo, y entonces vino con ellos fray Toribio Motolinia, y pusié­ronle este nombre de Motolinia los caciques y señores de México, que quiere decir en su lengua el fraile pobre, porque cuanto le daban por Dios lo daba a los indios y se queda­ba algunas veces sin comer, y traía unos hábitos muy rotos y andaba descalzo, y siempre les predi­caba, y los indios lo querí­an mucho porque era una santa persona.
Volvamos a nuestra relación. Como Cortés supo que estaban en el puerto de la Veracruz, mandó en todos los pue­blos, así de indios como donde vivían españoles, que por donde viniesen les barriesen los caminos, y donde posasen les hiciesen ranchos, si fuese en el cam­po; y en poblado, cuando llegasen a las villas o pue­blos de indios, que les saliesen a recibir y les repi­casen las campanas, que en aquella sazón había en cada pueblo, y que todos comúnmente después de haberles recibido les hicie­sen mucho acato, y que los naturales llevasen candelas de cera encendidas, y con las cruces que hubiese y con más humildad, y por­que los indios lo viesen, para que tomasen ejemplo, mandó a los españoles se hincasen de rodillas a besarles las manos y hábitos, y aun les envió Cortés al camino mucho refresco y les escribió muy amorosa­mente. Y viniendo por su camino, ya que llegaban cerca de México, el mismo Cortés, acompañado de nues­tros valerosos y esforzados soldados, los salimos a recibir; juntamente fue­ron con nosotros Guatemuz, el señor de México, con todos los más princi­pales mexicanos que había y otros muchos caciques de otras ciudades; y cuando Cortés supo que llegaban, se apeó del caballo, y todos nosotros juntamente con él; y ya que nos encontramos con los reverendos reli­giosos, el primero que se arrodilló delante de fray Martín de Valencia y le fue a besar las manos fue Cortés, y no lo consintió, y le besó los hábitos y a todos los más religiosos, y así hici­mos todos los más capitanes y solda­dos que allí íbamos, y Guatemuz y los señores de México. Y de que Guate­muz y los demás caciques vieron ir a Cortés de rodillas a besarle las manos, espantáronse en gran mane­ra, y como vieron a los frailes descal­zos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos, sino a pie y muy amarillos, y ver a Cortés, que le tení­an por ídolo o cosa como sus dioses, así arrodillado delante de ellos, des­de entonces tomaron ejemplo todos los indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibi­mientos y acatos según de la manera que dicho tengo; y más digo, que cuando Cortés con aquellos religio­sos hablaba que siempre tenía la gorra en la mano quitada y en todo les tenía gran acato; y ciertamente estos buenos religiosos franciscos hicieron mucho fruto en toda la Nue­va España.


Se remite a la lectura del texto de Salvador de Madariaga "Hernán Cor­tés", Ed. Espasa Calpe.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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