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Huellas N.04, Abril 1993

SAN LUIS BERTRÁN

Reforma en los dos mundos

Fidel González

Infatigable renovador de la vida eclesial. Ya sea en España que en la actual Colombia. Tras de él, un verdadero movimiento de reforma

San Luis Bertrán (o Beltrán), uno de los más significativos prota­gonistas de la renovación eclesial española en el siglo XVI, y apóstol infatigable en el Nuevo Mundo (en Colombia), representa el prototipo de misionero que crea la Iglesia española del siglo XVI. Pertenece a un gran movimiento de renovación eclesial en su tierra natal, que refor­ma una vieja Orden religiosa, la dominicana, que nacida de un manantial fresquísimo se encontraba como tantas otras en los siglos XV y XVI, estancada en una especie de pantano de aguas muertas. Los dominicos reformados se convierten así junto con otros religiosos refor­mados en protagonistas de la gran epopeya americana. Ellos llevan a las Américas su temperamento carismático eclesial enriqueciendo la evangelización, sobre todo con sus actitudes proféticas en defensa de los indios. San Luis Bertrán es un apóstol en su patria y en el Nue­vo Mundo. Lleva dentro de sí la doble pasión por Jesucristo y su Iglesia y por el hombre. En su vida se reflejan las tensiones del momen­to, la radicalidad evangélica, las contradicciones de su tiempo y de su tierra y el sufrimiento vivido por todo ello.

Dos continentes
Luis Bertrán había nacido en Valencia el I de enero de 1526. Des­plegó su vida en dos vertientes, apa­rentemente muy diversas: la española y la americana. Entró en la orden dominica a los 18 años y pasó los pri­meros y los últimos años de su vida religiosa en España con un interme­dio misionero en la actual Colombia. Pero su vida muestra una profunda unidad sellada por su pasión por Jesucristo y por el hombre, sea en España como en América.
Luis Bertrán pertenece a aquella falange de religiosos españoles reformados que surca­rán los mares como misioneros. Había estado en el convento dominicano de Lombay (cerca de Valencia) fundado por el futuro San Francisco de Borja (tercer superior general de los jesuitas) cuando sólo era Duque de Gandía y Marqués de Lom­bay. Luis Bertrán se había for­mado en los conventos domini­cos de Valencia y había pasado por la escuela universitaria del convento de San Esteban de Salamanca, donde enseñaba Luis de Victoria. Las lecciones de aquella escuela forjarán intelec­tualmente al futuro misionero.
La reforma de estos religio­sos y su radicalidad evangélica no estaba reñida con su preparación humanística y teológica. Precisa­mente el auge de la teología y de las letras en España va a ser promovido en gran parte por estos religiosos, de los que saldrán numerosos teólogos, literatos, humanistas, misioneros y obispos del siglo de oro literario y místico español.
En Valencia, un día, fray Luis se encuentra con un indio llegado for­tuitamente a España con algún con­quistador y disfrazado de fraile. Fue un encuentro decisivo. Como escribe un historiador latinoamericano: «Para San Luis Bertrán aquel indio fue como el macedonio aparecido en sueños a San Pablo: pasa a Macedo­nia y ayúdanos» (J. Falch y G. Carri­quiry). Fray Luis vio en aquel indio el grito de miles de hermanos. No dudó ante la llamada. Dejó todo, su carrera académica y ecle­siástica para encaminarse hacia el Nuevo Mundo. Ya a pie hasta Sevi­lla, el puerto-puente entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Lleva sólo el bre­viario, la Biblia y lo necesario para celebrar la misa. Es enviado a Carta­gena de Indias (en la actual Colom­bia), una ciudad-puerto fundada en 1534. La ciudad se convertirá en uno de los puertos comerciales más importantes del continente, y en uno de los puertos de pasaje de las naves negreras. El primer obispo de la ciu­dad será fray Jerónimo de Loayza, futuro primer arzobispo de Lima y uno de los grandes evangelizadores de las Américas. Luis Bertrán desembarcó en aquel puerto cosmo­polita en 1562.

Siete años
Su acción misionera en el nuevo reino de Granada duraría sólo siete años, hasta 1569. Se desarrolló par­tiendo de Cartagena de Indias hacia el norte a través de la actual región de Barranquilla (entonces llamada Tie­rradentro), y más tarde por la región montañosa de Santa Marta. Aquel hombre enfermo, desmejorado, sin cualidades humanas aparentes, llevaba dentro una pasión por Jesucristo que le consumía y cuyo ardor supo transmitir por doquier. Los testimo­nios de la época que nos hablan del
misionero Luís Bertrán señalan unánimemente su capacidad inmensa de adaptación y su gran influjo sobre todos los que encontraba a su paso.
Aquellos siete años fueron suficientes para hacer de este santo dominico uno de los mayo­res apóstoles del continente ame­ricano. Catequizar, bautizar, levantar iglesias, defender a los indígenas eran sus tareas cotidia­nas. Como un nuevo Pablo y como su contemporáneo Francis­co Javier, este apóstol infatigable ardía de amor a Jesucristo. «¡Ay de mí si no evangelizase!» venía a decir repitiendo a San Pablo: « Yo no he venido a las Indias para ser prior y estimo más la conversión de un indio que todos los honores que tiene la Iglesia de Dios», dijo cuando lo quisie­ron hacer prior de un convento.
Los indios de aquella región de Tierradentro se habían hecho famosos por su resistencia férrea a los conquistadores españoles y por su crueldad con los capturados. Fray Luis no se amedrenta: recorre valles, sube montañas, cruza ríos, se adentra indefenso entre aquellas poblaciones hostiles de las orillas del río Magda­lena anunciando la Buena Noticia de Cristo a los indios, y reanunciándose­la a muchos encomenderos (conquis­tadores) que la tenían olvidada y se comportaban de manera no digna del nombre cristiano. Los indios hostiles intentan matarlo varias veces, y los encomenderos molestos con aquel apóstol sin doblez intentan envene­narlo un par de veces. Quieren hacer­le la vida imposible. Dios lo libró de los unos y de los otros. Nadie podía explicarse aquella incolumidad que era un milagro constante. La fama de taumaturgo la tuvo desde el primer momento y su vida está llena de mila­gros. Sus contemporáneos estaban convencidos de que se daba en él el milagro de las lenguas de Pentecos­tés. Hablaba en español a sus indios y todos le entendían. ¿Milagros de las lenguas o milagros del amor sin lími­tes de este apóstol de Jesucristo? El hecho constatable es que los indios lo empezaron a entender y a seguir, y muchos encomenderos comenzaron a cambiar de vida.

Un drama interior
Fray Luis se encuentra en la gran lista de oro de los defensores de los derechos y de la dignidad del indio. En esto se demostró fiel discípulo de Salamanca y de su Orden dominica­na. Por ello desde los comienzos defendió sin cortapisas a los indios contra la avidez y las injusticias de algunos encomenderos. Su «evange­lio» es elemental: el destino de todo hombre es el de llegar a la plenitud de la filiación divina que nos ha traí­do Jesucristo y que se toca en la Iglesia. De esta convicción se sigue su pasión incansable para que «todos los indios se convirtiesen en Igle­sia». Allí estaba la coronación de su auténtica dignidad y la salvaguardia de su destino. Todo esto causaba estupor en los indios e indignación en algunos encomenderos que veían en tal predicación un peligro para sus intereses en la explotación del indio. Se cuenta que un día uno de ellos entró furioso en la iglesia don­de el santo misionero predicaba y expulsó a bastonazos a los indios que lo escuchaban. En otra ocasión comiendo con un grupo de enco­menderos agarró una tortilla de maíz y apretándola con las manos manó sangre. «Esta es la sangre que coméis y que bebéis de estos pobres indios», les dijo el santo taumaturgo. El santo misionero sufría un tor­mento interior. No sabía cómo llevar adelante su misión evangélica en aquella Nueva Granada donde las luchas de la conquista fueron de las más duras en América por ambas partes. Esto nos demuestra que la santidad no exime al hombre de las preguntas y del tormento de la búsqueda de soluciones. Pidió conse­jo a su hermano de Orden, Fray Bartolomé de Las Casas, que vivía entonces en España y que era autoridad indis­cutible en su Orden y ante el Rey de España. Las Casas le aconseja la línea más intransigente y moralista: había que negar la absolución a los colonos, y abando­nar aquellas tierras. En el fondo el secreto escondido de Las Casas era el de establecer una especie de «teocracia» clerical para asegurar los derechos de los indios. Será otro herma­no suyo de religión. Jerónimo de Loayza quien ayudará a aclarar aquella posición y enca­minar hacia soluciones de mayor realismo y sensatez.
Luis Bertrán se sume en el dolor y en el sufrimiento. Por una parte comprende que debe ser signo de misericordia y por otra no sabe cómo conciliarlo con la lucha por la justicia ante las situaciones que vivía a diario, sobre todo en el tema de las absoluciones en el confesionario. El problema será afrontado por los con­cilios de Lima y México.
Será también aquí el dominico Loayza, primer arzobispo de Lima, el que dará una solución equilibrada y profundamente humana que entra­rá a formar parte de la historia de la moral católica. Con dolor, pero con profunda obediencia, el santo misio­nero tuvo que volver a su España natal. Pero su testimonio será el pun­to de partida de una toma de con­ciencia más precisa en todos, de una acción concreta por parte de las autoridades españolas en el campo de la legislación y sobre todo de un movimiento misionero que su perso­na suscitó tanto en América como en España. El mismo Felipe II, promo­tor de su beatificación, quedó impresionado por esta figura de santo, auténtico constructor de historia en el continente americano.

Renovador de la vida eclesial
Lo fue también en la España del siglo XVI. Nos ha dejado algunas obras de carácter místico y misionero sobre la vida apostólica. Su presen­cia, tanto en América como en Espa­ña, fue el punto de partida de un movimiento de renovación eclesial en la orden dominicana paralelo a otros como el de los carmelitas de Santa Teresa. Muchos de sus discí­pulos fundaron conventos renovados, y otros llegaron al episcopado hasta constituir en España un equipo de obispos de espíritu tridentino renova­dores de la vida eclesial española. Algunos de sus discípulos murieron con fama de santidad y otros serán llevados a los altares. Luis Bertrán morirá en su ciudad natal el 9 de octubre de 1581 tras una larga enfer­medad consecuencia de sus fatigas misioneras a los 55 años.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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