Llevaron el Evangelio a los indios. Sin dejar su pecado en Sevilla o en Moguer. Estamos hablando de un pueblo carnal y pecador, pero que lleva la salvación dentro de sí.
Parece que ya ha pasado el momento historiográfico de Iberoamérica. El fin de las celebraciones del Quinto Centenario ha supuesto también el fin de las discusiones sobre la Historia de la Iglesia en lberoamérica. Ya no se habla más. No se publica más. Es una constatación póstuma del carácter eminentemente ideológico de la producción cultural e intelectual que se ha dado en torno al 92.
Para comprender el significado de este libro -más que su contenido, que es principalmente biográfico- es necesario recordar brevemente el panorama cultural delineado en torno al V Centenerio del descubrimiento y evangelización de America.
a) El 92 ha sido -desde los años 80- el último plato suculento ofrecido a la filosofía de la historia marxista, filosofía de la historia aún dominante en el progresismo ingenuo y simple de muchos cristianos -y, por supuesto, de muchos no cristianos-. Los indios indefensos frente a los exploradores españoles con afán de riquezas. Argumento perfecto para una ideología perfecta. Ejemplo de libro para ilustrar la lucha de clases. La cultura anglosajona y protestante encuentra así en Marx un aliado ideal para poner la pajarita a la Leyenda Negra. La conclusión psicológica y popular no se hace esperar: «Mejor hubieran estado los indios si no hubieran ido los cristianos». Lo dice la película «La Misión» y lo dice Leonardo Boff. Y Rousseau salta de gozo en su tumba al ver resucitado su mito de buen salvaje. La aventura americana se ve convertida en una película de buenos y malos donde estos ganan.
b) Pero no ha faltado la Leyenda Rosa. Bien es verdad que esta había que buscarla un poco más para encontrarla. No bastaba abrir «El País» para empaparte con ella. Pero estaba. Para sus defensores el 92 era la ocasión de resucitar el sujeto hispánico, bastión del catolicismo, imperio misionero. Lo español y lo católico en una unión indisoluble. El 92 como gloria principalmente de la Monarquía española. Otra versión dualista de esta posición con pretensiones de síntesis era la que afirmaba: los buenos eran los frailes, los malos los conquistadores. No pocos católicos se han apuntado a esta versión no hispanista de la Leyenda Rosa.
c) Dos posiciones tan agónicas como infantiles. Pero aún faltaba un personaje en la escena dialéctica del V Centenario. El más grotesco: el «griscentrismo» oficial. Ni buenos ni malos sino todo lo contrario. Como decía un ilustre catedrático representante de esta oficialidad: «El problema del 92 es exclusivamente científico: el análisis científico nos dirá si la Evangelización fue buena o mala». O sea, pongamos en una balanza «lo bueno» y «lo malo» y veremos lo que sale. Muy bien. Un positivismo histórico que a todos contenta. Siempre hay datos suficientes para inclinar la balanza hacia donde se quiera. Esta posición, en la realidad mantenida por defensores acomplejados de la Leyenda Rosa, se ha considerado como la tercera vía donde mucha gente de buena voluntad se ha refugiado para protegerse del vendaval ideológico del 92.
d) En todo este farragoso panorama ha sido difícil encontrar una posición sintética que no fuera dualista ni tuviera miedo de asumir el mal sin considerarlo como un accidente. Una posición que negara la posibilidad de una santidad sin pecado, de una salvación abstracta que no pasase por las manos pecadoras de los hombres. Los cristianos españoles -y no sólo españoles- llevaron el Evangelio a los indios. Y lo llevaron sin dejar su pecado en Sevilla o en Moguer. Y se equivocaron mil veces. Los frailes y los capitanes. Estamos hablando de un pueblo. De un pueblo carnal y pecador, pero que lleva la salvación dentro de sí. Esto -y no otra cosa- es lo que no soportan las posiciones ideológicas y racionalistas que hemos visto antes. Sobre un pueblo no caben aplicaciones de esquemas. Sólo cabe la narración de su vida, de su historia carnal, humana, llena de pecado pero perdonada, llena de dolor y esperanza.
En esta perspectiva se sitúa el libro de Jean Dumont La hora de Dios en el nuevo mundo. Se trata de una narración, de una descripción del sujeto cristiano que posibilitó el nacimiento de un nuevo pueblo donde había guerra y dispersión. Para ello nos presenta la vida de cuatro «padres» de ese pueblo, cuatro hombres a los que sus contemporáneos miraron para saber dónde caminar, para saber a quién seguir. Se trata de los Arzobispos de Lima, Jerónimo de Loaisa y Santo Toribio de Mogrovejo, del obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, y por último, del franciscano Fray Bernardino Sahagún. Si queremos leer esta novedad bibliográfica en España con más inteligencia recomendamos leer antes las conferencias de D. Ricci que fueron publicadas en el nº 16 de Nueva Tierra o en los Boletines del CESAL.
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