Cronista del Corriere della Sera en el caso Manos limpias.
Escritor y autor entre otros de un libro-dossier sobre los años 70, del terrorismo, y el papel de los medios de comunicación.
¿Analogías entre el Sesenta y ocho y el «vuelco» que estamos viviendo? Me parece que no. El Sesenta y ocho entre otras cosas fue un fenómeno a escala mundial: Berkeley en EEUU, Daniel Cohn-Bendit y las barricadas en el barrio latino en Francia, Rudi Dutschke y la escuela de Frankfurt en Alemania, en Ciudad de Méjico la matanza de la plaza de las Tres Culturas.
Toda una generación se rebeló contra los valores de sus padres, y quizás no fue ajeno a aquel momento el banal aunque humano impulso de dar palos: aquellos eran los primeros jóvenes que no habían vivido la guerra. Y la paz, pasado un tiempo, se hace insoportable.
Hay además una diferencia de épocas. En realidad, el Sesenta y ocho abarca un gran período de años. La revuelta de Berkeley es del 64, el manifiesto de Port Huron del 62. En Italia, la así llamada «revuelta permanente» termina en 1977 ( con el movimiento de los «no garantizados», de los autónomos y de los indios metropolitanos) y comprende el trágico apéndice del terrorismo. Y además: el Sesenta y ocho fue violento, tuvo una capacidad infinitamente mayor para sacar a la gente a las calles. Pero sobre todo, el Sesenta y ocho estuvo fuertemente impregnado de ideología.
Se empezó con El hombre unidimensional de Herbert Marcuse, y tampoco fue ajeno el libro de un sacerdote, Don Lorenzo Milani: Carta a una profesora. Y pronto acabó, si bien en la confusión de miles de movimientos, en la herencia del marxismo-leninismo-maoísmo. Esta última me parece la mayor diferencia.
La agonía de la primera República italiana se produce en la más absoluta ausencia de ideologías, por lo demás moribundas a su vez en todo el planeta.
Entonces se soñaba con un mundo y un hombre nuevos: mitos falsos y trágicamente abocados a fracasar, pero al menos existía un proyecto.
Hoy el ideal es, en el mejor de los casos, un vago deseo de honestidad, reducido únicamente al «no robar». Más a menudo, se espera que el hurto sólo se prohíba a los demás, no a nosotros mismos, que deseamos seguir evadiendo impuestos y arreglándonos con recomendaciones y conexiones.
Hoy como entonces -y ésta es desdichadamente la única y trágica analogía- sobresale una secularización que, habiendo permanecido durante dos siglos como un fenómeno de salón, se ha convertido en carne y sangre para todos.
La construcción del mundo nuevo anhelada en el 68 prescindía de Cristo del mismo modo que «sin Cristo» se está construyendo, de manera más modesta, la segunda República democrática italiana.
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