Se derrumbó.
El orden que hasta ayer parecía gobernar en Italia se ha acabado. El orden que desde decenios tenía en algunos liderazgos políticos y sociales sus puntos de referencia en pocos meses ha sido eliminado.
Tan velozmente que dan ganas de poner en tela de juicio si en realidad estos líderes tenían tanto poder.
Ahora hay quien invoca un nuevo orden. Hay quien lo llama golpe de Estado. Y quien predica un orden finalmente fundado sobre la justicia y sobre los valores que no desilusionan. Y se discute sobre el lugar para los católicos en el nuevo orden.
Los cristianos a lo largo de la historia han vivido bajo órdenes muy diferentes. Han contribuido a establecer órdenes político-sociales de diferente naturaleza, a veces opuesta. No existe, de hecho, un orden perfecto.
Todo orden es justo en la medida en que permite a los hombres entenderse y promover los valores de sí mismos en relación con el Destino, es decir con el fin último de la vida.
De otro modo, cualquier valor (nuevo o viejo) que mida el valor de la vida del hombre según los dictámenes del equilibrio ético y social que obran en su interior, vuelve violenta aquella vida. Es esta violencia la que hace amarga e insoportable la retórica de los que indican que el valor de tantos hombres está en el morir por la patria, por la democracia o, si no, morir por el Presidente o por el Zar... Como si estos hombres no fuesen «valiosos» igualmente, aunque no actuaran así. Y siempre es una violencia que se desarrolla en el retículo de «leyes no escritas», de comportamientos y de pensamientos fuera de los cuales muchos, especialmente los jóvenes, ya no consiguen moverse.
Sin posibilidad de relación con el Destino, sin Templo, como dice Eliot, toda construcción personal y social, más allá de las apariencias, está desordenada, puesto que está fundada en última instancia sobre el resultado de la fuerza y del poder, es decir, sobre la violencia.
Consciente de esto, el cristiano no pide un puesto en la ilusoria carrera para construir el Paraíso en la tierra. Pide, sobre todo, que se reconozca la libre posibilidad de relacionarse con el Cuerpo de Cristo, con la Iglesia que indica el gran Destino de la vida humana.
No por casualidad, en épocas de gran desorden, experiencias como los monasterios benedictinos fueron factores ejemplares de edificación para todo el pueblo. Por eso, mientras muchos católicos se empeñan en imaginar y negociar el puesto en el próximo «nuevo orden», nosotros reafirmamos la humilde y certera voluntad de edificar lugares de comunión vivida y de obedecer a quien guía la Iglesia en Italia. Seguros de que ésta es la contribución social más relevante que podemos hacer.
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