La Sonata es un vértice expresivo del deseo de felicidad, propio de toda la producción schubertiana
Existen espacios de meditación, posibilidades de penetración de la realidad misteriosa de nuestra conciencia, que la música, de forma especialmente particular, sabe sacar a la luz. Por eso escuchar ciertos fragmentos constituye un gran don, porque mientras que a nuestro alrededor «todo conspira para acallar de nosotros... », se nos ha concedido una sinceridad de mirada sobre nosotros mismos comunemente inalcanzable, al menos con tal intensidad y de un modo tan inmediato.
La Sonata para arpeggione e piano, se coloca entre estos fragmentos, compuesta por Franz Schubert en 1824 en el corazón del primer Romanticismo. Escrita para arpeggione (instrumento de arco con seis cuerdas construido en 1823 en Viena y pronto caído en desuso) hoy ejecutada con el violoncelo, la sonata constituye una obra ejemplar del gran compositor vienés, por la actitud meditativa, la pura belleza de los perfiles melódicos, la modalidad de construcción que refleja una especie de itinerario interior. Sale a la luz justamente una profundidad de vida interior, un mundo afectivo traspasado por la conciencia del incumplimiento que marca el corazón del hombre y por ello entretejido de nostalgia y de esperanza, de temores y arrojo, de ímpetus dramáticos y recogimientos pensativos.
El comienzo del primer tiempo, Allegro moderato, nos rapta del olvido habitual a la dimensión escondida del alma: el primer tema, anunciado por el piano y expuesto más tarde por el violoncelo, emerge del silencio como un susurro; pocas y suaves las notas iniciales, después la voz se anima y adquiere un respiro cada vez más amplio y el susurro se convierte en canto. Es como si un desgarro de luz invadiera poco a poco la conciencia y dejase aflorar paso a paso su contenido. Lo que aflora es la pena secreta que el corazón lleva consigo, una nostalgia aplacada pero no aletargada, vibrante de animación retenida.
El segundo tema se perfila de manera distinta: a las frases musicales amplias y distendidas del primer tiempo contrapone un trazo rítmicamente animado, marcado por la repetición de los cuartetos de semicorcheas y por el ímpetu de las octavas ascendentes; a la memoria dolorosa y recogida responde una apertura confiada, un ímpetu de enérgica dulzura. Pero al término del movimiento, vuelve la secuencia final del primer tema, para volver a hacernos sentir presente la espina que hería el recogimiento del inicio.
El segundo tiempo, Adagio, parece abrirse sobre tonos de nuevo serenos; en realidad pronto revela una dolorosa oscilación entre luz y sombra, certeza y angustia: el calmado y distendido canto del violoncelo se ve turbado por un presagio de pena (el imprevisto paso del mayor al menor de algunos compases); después, las notas graves del violoncelo, los acordes repetidos del piano hacen emerger acentos oscuros y misteriosos, la armonía procede inquieta entre tensiones y resoluciones, mientras el movimiento se apaga gradualmente.
A través de la tenue y solitaria voz del violoncelo se pasa al tercer y último tiempo, construido sobre la repetida yuxtaposición de dos episodios que contienen en los perfiles temáticos en particular en los incisos iniciales) un velado reclamo a las dos ideas musicales sobre las que versaba el primer tiempo; sin embargo ahora la perspectiva da un vuelco: el primer episodio, el predominante y que luego concluye la sonata, es airoso y sereno, el segundo agitado e inquieto.
Esta relación entre primer y tercer tiempo sirve para reunir en un tríptico perfecto una sonata que vive de un único respiro, de una única sustancia espiritual. Pero es significativo el cambio de perspectiva a la que conduce el recorrido: no puede eliminarse la contradicción.
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