Frente a la utopía que rechaza a los partidos en nombre de la ética se impone votar con realismo. En defensa de la "Libertas Ecclesiae"
La corrupción es el tema, y el Partido Popular no sale mejor parado que el llamado "Corrupsoe". "Todos son iguales" parece decir la Vox Populi, la honesta voz del pueblo, que se aparta con asco de sus dirigentes. Y sin embargo, ¿ no es la mayor hipocresía negar que estamos hechos del mismo barro que los políticos? Frente a la utopía moralista, que rechaza a los partidos -al menos a los mayoritarios- en nombre de la ética, o argumentando que ninguno presenta el programa ideal, se impone votar con realismo. En defensa de la "Libertas Ecclesiae ".
"La política es necesaria para los pueblos, pero adecuada sólo para personas dadas a lo miserable'', así resumía recientemente el periodista Horacio Sáenz Guerrero el clima social. ¿Quién no suscribiría con arrogancia y autocomplacencia la frase? Pero a la vez, quienes más arrugan la nariz ante la noticias de Filesa más insisten en la necesidad de una "regeneración moral" de la sociedad. Es como echar paletadas de arena al mar con ánimo de secarlo. Una tarea irracional.
Bajo el título "La hora de la regeneración" el diario El Mundo editorializaba el pasado 13 de abril: "No es una elección más la del mes de junio. Nos hallamos ante un gozne clave de la historia de la democracia española ( ... ) Lo que ahora está en juego no es descriptible en los términos convencional es de una opción entre "izquierda" y "derecha" ( ... ) Lo que está en juego es la posibilidad misma de recuperar el impulso ético de los inicios de la transición política española ( ... ) El domingo 6 de junio este país podrá, pues, optar por recomenzar muchas cosas desde cero". Se adivina un gran deseo de "borrón y cuenta nueva", de enterrar el pasado y estrenar el futuro. El lícito anhelo de renovación, que incluye la necesidad de que los jueces impongan justicia allí donde se haya violado la ley, entraña sin embargo un gran peligro.
El ejemplo italiano
A este respecto resulta de interés volver la vista a la vecina Italia donde, instados por no se sabe qué oscura fuerza, algunos jueces han puesto en marcha la demolición del sistema político vigente. Mientras la emprendían contra dirigentes y empresarios ha empezado a generalizarse un sentimiento de pánico, porque se comienza a comprender el valor de lo que se está destruyendo y el futuro se presenta como un interrogante. Léanse por ejemplo las declaraciones del asesinado juez de Palermo Giovanni Falcone, adalid en la lucha contra la mafia, cuando intervino ante la Magistratura italiana criticando ciertas actuaciones del entonces alcalde de Palermo Leoluca Orlando, empeñado también en la lucha anti-mafia: "No se puede continuar de esta manera, esto es claro, no es posible; se trata de un linchamiento moral continuo. Yo estoy en situación de resistir, pero otros colegas algo menos. Me gustaría que viesen ustedes la atmósfera que se ha creado en Palermo. Realmente ¡ya no trabajan! Se encuentran extremadamente desmoralizados y desautorizados, son escrutados con sospecha". Se advierte dolor en estas palabras, dolor ante la posible desaparición de esa "prestigiosa Palermo".
Este dolor es lo que se echa en falta en el debate público mayoritario en España, Italia o Francia, por hablar de países envueltos en remodelaciones electorales de algún tipo. Cuando la crítica es un puro juego, sin implicación personal, la única propuesta posible es la abstracción: una "sociedad limpia", una "política pura", un "mundo mejor". Algo que, en el fondo, todos sabemos que es imposible y que, en consecuencia, nos sume en la amargura de la impotencia. No en vano asistimos a la caída de los idealismos, uno tras otro, y a la sola permanencia del juicio triste de una mayoría de votantes que sólo sabe decir: "No me gustan ni éstos ni aquéllos, son todos iguales, prefiero no votar". A esta postura se suma el peligro de que el clima "moralizante" sea aprovechado por fuerzas interesadas en acabar con lo poco que todavía aglutina entre sí a los ciudadanos (partidos, instituciones, Gobiernos democráticos) y que todavía impide la absoluta fragmentación individual de la sociedad y el imperio total del poder dominante.
De esta sistemática destrucción va surgiendo poco a poco un rebaño de sujetos aislados, indiferentes, débiles, abandonados a la presión de los medios de comunicación de masas. Así describe el filósofo laico Javier Sádaba en su libro "Dios y sus máscaras" esta percepción: "Una de las caracteristicas de nuestros días es la falta de intensidad en cualquier cosa. Cuando en el mundo político se dice que faltan ideas añadiría que faltan también personas. No chocamos unos contra otros, nos movemos en la indiferencia".
Con ligereza nos sumamos a comentarios demoledores y con una hipocresía asombrosa nos autoexcluímos de cualquier condena. Y, en el fondo, nos sentimos solos y cansados de todas estas conversaciones. El cardenal Ratzinger enjuiciaba el problema magistralmente en una reciente conferencia: "El núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene su raíz en el oscurecimiento de la gracia del perdón. Pero percibamos en primer lugar el aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza nuevamente, poco a poco, a ser tenida en cuenta. Se reconoce, e incluso se ha hecho evidente, que todo progreso técnico es discutible y en último término destructivo si no se corresponde con un crecimiento moral ( ... ) La invocación a la moralidad permanece, pero sin energía (. .. ) En efecto, el hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella: se convierte para él en una "ley" que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado... La moral conserva su seriedad solamente si existe el perdón, un perdón real, eficaz".
El hombre no puede afrontar su pecado si no es en el encuentro con una misericordia capaz de abrazarlo tal y como es, de convertir el "mal en bien", que es lo que es en definitiva el perdón cristiano.
Las dos ciudades
Tras décadas donde el objetivo de la Iglesia parecía ser moralizar la sociedad resulta otra vez nuevo reconocer en la tradición eclesial una distinción esencial entre las "dos ciudades", entre los intereses del mundo y los de Dios. Giacomo Contri, psicoanalista, discípulo de Lacan, lo explica así: "Cuando un sacerdote dice desde el púlpito que "Todos somos hermanos" ésta parece una hermosa frase; en cambio, hay en ella una abjuración de Jesucristo cuyas consecuencias políticas son terribles. Quiere decir que estamos todos en las mismas condiciones. Y nos presenta la gracia como una iluminación interior, un rayo que desciende sobre un único lugar, por lo que existen los iluminados y los que no lo son. Una concepción parapsicológica. Ahora bien, la gracia es un pasaporte, un pasaporte que certifica la pertenencia a otra ciudad carnal".
La descripción de San Agustín de las dos ciudades, la de Dios y la de los Hombres, subraya, en efecto, la carnalidad de ambas. No se trata de distinguir entre la sociedad mundana y un difuso "ámbito espiritual" al que se considerarían pertenecientes ciertos "hombres elevados", sino de afirmar la existencia de dos ciudades reales, históricas, coexistentes, mezcladas.
Si esto es así, el problema no es moralizar la sociedad, sino otro completamente diferente: el del paso de una ciudad a otra. Que no se produce mediante ningún acceso gnóstico a cierta sabiduría, sino en el encuentro físico con la compañía de los cristianos.
La Iglesia defiende su propia existencia, en consecuencia, como el único espacio físico en el que los hombres pueden encontrar la verdadera felicidad. A esto se le denomina Libertas Ecclesiae. Que no es sólo, ni fundamentalmente, el derecho de la Iglesia a obrar como considere más adecuado, sino esencialmente el don de la verdadera libertad, que disfruta por gracia de Cristo: la adhesión al propio Destino. Una libertad que el mundo no conoce, lo que le lleva a odiar a la Iglesia.
Las elecciones de junio
De aquí se deriva una escandalosa relativización de la política. El poder y sus transformaciones se convierten en una circunstancia más. De la política sólo cabe esperar la aproximación más sincera para servir al bien del hombre y protección, en el sentido de libertad de acción y amparo legal, para la lglesia. De ahí que la astucia eclesial haya permitido en ocasiones buscar el amparo de los mismos que antes habían actuado como sus perseguidores. Mientras los cristianos vivan en la gracia de la obediencia ninguna protección mundana se convierte en connivencia, puesto que la separación original entre las dos ciudades mantendrá en todo momento la diversidad de objetivos e intereses.
Se trata del realismo en plenitud. Del polo opuesto a la abstracción imperante en la sociedad moderna, que ha llevado a algunos pueblos del Este europeo a votar de nuevo a los comunistas, por ejemplo.
Una vez más, ante las elecciones del 6 de junio en España, asistimos a un reto. Conscientes de que las ciudades son dos sabemos que las categorías de justicia, libertad, moralidad, que se manejan en la campaña, poco tienen que ver con las que rigen la vida de la Iglesia gracias a Jesucristo. Ninguno de los programas electorales encarna con fidelidad los deseos de la comunidad cristiana, como ya se han encargado de señalar los obispos. Sin embargo, no nos escandalizan los abusos de los políticos (por el contrario, nos resultan dolorosamente familiares), ni los partidos nos parecen iguales entre sí. Si la neutralidad política de la Iglesia como tal es conveniente, los cristianos sin embargo sí hemos de tomar parte, como ciudadanos, en las elecciones.
Los obispos han subrayado a este respecto varios criterios a la hora de decidir el voto: fundamentalmente, la creación de empleo, la defensa de los más débiles y necesitados, el apoyo a la familia y la defensa de la vida de los no nacidos, el respeto a la libertad religiosa, la independencia de las instituciones y el favorecimiento del protagonismo de la sociedad frente a intervencionismos excesivos. La decisión final dependerá pues, a la luz de lo expuesto, de la conjunción de ellos con el criterio de fondo: la defensa de la Libertas Ecclesiae como principio de relación entre la Iglesia y la comunidad política, como afirma explícitamente la "Lumen Gentium", el documento normativo más importante para los cristianos, hoy, en esta materia. En este sentido, tras muchos esfuerzos por crear iniciativas y espacios de encuentro con los hombres (colegios, cooperativas, asociaciones) nuestra compañía recuerda bien los obstáculos encontrados para ello en el actual Gobierno. Obstáculos, discriminaciones y marginaciones que han sufrido en estos años la mayoría de las realidades eclesiales auténticas fieles al magisterio y a la tradición cristiana. Es este criterio, el de nuestra libertad, y no cualquier otro de índole ideológica, el que nos hace ver la urgencia de un relevo, o al menos una relativización, de la mayoria parlamentaria del PSOE. Como alternativa, en cuanto oposición con posibilidades de triunfo, aparece el Partido Popular. Tampoco en este caso suscribimos la totalidad del programa de los populares. Buen ejemplo a este respecto lo constituye su negativa a modificar la Ley del Aborto.
En principio pueden esperarse de un Gobierno del PP mayores espacios de libertad para la participación eclesial en las respuestas a las necesidades sociales. Por otra parte el partido se ha comprometido a luchar en el resto de los frentes de acción subrayados por los obispos.
Hacemos esta opción conscientes de que será perfectamente modificable en sucesivas elecciones, y sin prejuicio alguno con respecto a otras formaciones, incluso las aparentemente más lejanas, como Izquierda Unida, cuyas posiciones seguimos con apertura e interés.
A la vista de un criterio tan liberal sería comprensible la pregunta acerca del interés que la Libertas Ecclesiae puede tener para el resto de la sociedad. Muy brevemente caben dos observaciones. La primera, que la reivindicación de su propía libertad por parte de la Iglesia supone automáticamente la reivindicación del mismo espacio para el resto de los ciudadanos. No otro ha sido con frecuencia el final de las dictaduras latinoamericanas que, bajo al pretender incorporar a la Iglesia a sus proyectos de configuración social, dejaron a ésta espacio suficiente como para ejercer la crítica del poder.
En segundo lugar, que la misma existencia de la Iglesia constribuye a hacer más humano el orden civil. Recordemos a este respecto la afirmación de Pío XII: "Esta es la singular contribución de la Iglesia a la paz, por su misma naturaleza, siempre que su existencia y su actuación entre los hombres tengan el puesto que les compete ¿ Y cómo se efectúa todo esto si no es mediante el continuo, iluminador y reconfmtante influjo de la gracia de Cristo sobre el intelecto y sobre la voluntad de los ciudadanos y sus dirigentes? » (Intervención radiofónica, Navidad de 1951).
Nada hay de imposición en todo ello. Como recientemente declaraba monseñor Fernando Sebastián a El Mundo: "La Iglesia no tiene poder político ni represivo. La moral cristiana es siempre una moral de libertad porque pasa por el camino profundo de la conversión del corazón y de las convicciones personales".
Sometidos a la ley del supremo realismo, los cristianos pueden comprometerse a trabajar con todos, codo a codo con los políticos, sin que impere como absoluto el criterio de la excelencia moral de éstos, sin la hipocresía de los "honestos". En una perfecta tolerancia, pero sabiéndose ciudadanos de otra ciudad. De paso, resulta interesante reconocer que poder renunciar a la "regeneración" como meta última de las elecciones y del rumbo social resulta, sin duda, un libertad que todos nos envidian.
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