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Huellas N.03, Marzo 1993

NUEVOS MÁRTIRES

La bodega y la cruz

Fidel González

Juan Pablo II reabre el capítulo de los mártires colectivos en la época moderna. A partir de la revolución francesa

Frecuentemente se encuentran comunidades de cristianos conde­nados al exterminio del poder por el solo hecho de que, viviendo una compañía, muestran su pertenencia a Cristo. Su vida precedente no se distingue, generalmente, por un particular ascetismo o por su excep­cionalidad. Estos mártires muestran una alegría consciente de ser cris­tianos y la inteligencia de haber recibido una gran gracia. He aquí el testimonio, escrito durante la pri­sión, de algunos mártires de la Revolución francesa en las naves-­exterminio de Rochefort: «Nosotros consideramos que Jesucristo ha querido a lo largo de los siglos que cada uno de los dogmas de la fe se mantenga a través de la sangre de un número de mártires más o menos grande, según la importancia de la verdad combatida... Es para nosotros el más grande honor ser perseguidos y sacrificados para reafirmar la enseñanza de la autoridad espiritual e indepen­diente del poder de este siglo
y dada a la Sede Apostólica (el Papa) y a los Obispos»
(testimonio transmitido por Claude Masson, compañero de los mártires).

Una nueva historia de martirio
La edad ilustrada y la revolu­ción francesa inauguran una nueva fase en la historia de las persecucio­nes. La nueva visión del mundo orienta hacia un reino del hombre puramente terreno. Por ello el racionalismo ilustrado y sus hijos se pro­ponen la eliminación del aconteci­miento cristiano de la vida. La Ilus­tración ha creado incluso un mesia­nismo escatológico que espera la lle­gada de la edad de la razón, conven­cido del mito del progreso, con una confianza ilimitada en la llegada de un nuevo orden mundial feliz y ordenado. Aquí tenemos la nueva «religión masónica». Las grandes persecuciones anticristianas de la época moderna, aunque de diversos signos, fundan aquí sus raíces.

La abjuración pública del obispo
La historia del pasado para los ilustrados es un conjunto de luces y tinieblas, de fanatismo y de esfuer­zos por liberarse de él: de este com-plejo de cosas es necesario esco­ger luz y civilización, descartan­do tinieblas y barbarie. El oscu­rantismo y el fanatismo han nacido del «medievo bárbaro y escolástico, gótico y cristia­no», es decir, del catolicismo, que sería el verdadero obstá­culo para el progreso del hombre. Se salva la idea de Dios, pero de un Dios abs­tracto y alejado de la vida de los hombres y del cual ni siquiera los hombres tienen necesidad. En las últimas conse­cuencias se llega en algunos incluso a su negación, en otros al nacimiento de un neognosticismo fanático, devoto de una nueva reli­giosidad natural o positivista, pero que «cree en todo precisamente por que no cree en nada» (Chesterton). Se abre así por primera vez una nueva era de persecución anticris­tiana gestionada por los antiguos cristianos renegados. En el culmen de la persecución durante la revo­lución francesa, la Convención pedirá a Gobel, obispo cismático de París impuesto por la revolu­ción, la abjuración pública y la dejación de los signos «góticos del fanatismo cristiano»: la cruz, los símbolos y vestiduras episcopales, «para revestirse con los símbolos de la luz y de la libertad». Gobel abjura seguido de sus 10 vicarios cismáticos frente a toda la Con­vención que gloriosa les acoge en la nueva «religión» de la libertad, igualdad y fraternidad. Ironía de su gesto, ¡sera condenado a la guillo­tina, por la misma revolución, como ateo! En aquellos mismos días centenares de sacerdotes fie­les a la propia fe católica iban al patíbulo o a los trabajos forzados en la Guayana.

El campo de los santos
Se cuenta por miles el número de mártires durante la revolución fran­cesa. A comienzos del XIX el poder político intenta que sean olvidados. Pero los cristianos fieles han mante­nido siempre viva su memoria. El abad Manseau, uno de los historia­dores de los mártires de Rochefort, nos cuenta que un día de 1863, cuan­do él era párroco de Nazaire-sur-­Charente, lugar cercano a la isla de Madame, dónde están las fosas comunes de muchos de los mártires, cerradas a las visitas durante muchos años por el gobierno, encontró un campesino arrodillado en un campo desierto al que la gente llamaba «el cementerio de los curas». «¿Qué haces aquí?» le preguntó. «¿Usted no sabe que aquí están sepultados los santos?», repuso el campesino. El joven párroco, conmovido, deci­dió consagrar su vida al estudio de la historia de los mártires.
Desde 1906 -con la beatificación de las 16 hermanas carmelitas des­calzas guillotinadas en Compiege en julio de 1794, como cuenta la obra de Bemanos Diálogos de carmelitas hasta 1984 han sido beatificados 374 de estos mártires. Pero con las próximas beatificaciones serán al menos 963.

Objetivo: los cristianos católicos
De Michelet a Quinet, a los cua­les el movimiento de descristianiza­ción no desagrada, los historiadores de la revolución francesa están gene­ralmente de acuerdo en que ha habi­do un claro proyecto de descristiani­zación global llevado adelante de un modo racional para obtener un fin último: si los fieles eran privados de los sacerdotes fieles a Roma, de los sacramentos y de los lugares de cul­to, la fe católica difícilmente habría durado mucho.

Posibles conspiradores

En las actas oficiales la acusación contra los curas fieles es siempre la misma: el «crimen de fanatismo» y de obediencia a la Iglesia Católica Romana. Diderot escribe: «Aquel que muere por un culto falso que el cree verdadero, o por un culto verdadero del que no tiene prue­bas, es un fanático». Voltaire, Diderot, Helvétius y los filósofos de la enciclopedia juzgan el cris­tianismo como el origen de los males de la sociedad, reteniendo que ha de ser eliminado con todos los medios. Los documentos ofi­ciales consideran el apego a la fe cristiana de los mártires como peligroso y sin remedio. El único modo de suprimirlo de la sociedad es el uso de la fuerza. En este pro­yecto los primeros a eliminar eran los sacerdotes y los religiosos. Así declaraba el famoso revoluciona­rio Lequino en octubre de 1793: «un cura, haya o no hecho el jura­mento, es siempre un posible conspirador... ejerce un oficio de villano, de malvado, de traidor, que prepara la esclavitud de aque­llos que consigue dominar».

Las naves-exterminio, antepasados de los lager
Para tal proyecto la revolución inventó diversos métodos de exter­minio sistemático y «no oneroso para el estado», como dicen los diputados de la Convención. Entre ellos se encuentran las naves-prisión que eran verdaderos campos de exterminio flotantes, una versión actualizada de las naves negreras, tomadas como modelo. En el puerto de Rochefort, por ejemplo, había dos de estas naves-prisión, la «Deux-Associés» y la «Washing­ton». Las condiciones inhumanas y las torturas en aquellas dos naves-­prisión fondeadas junto a la isla de Aix que para algunos durará 302 días, la alimentación arrojada «como a cerdos» y las continuas vejaciones constituyeron un infierno mucho más duro que el de los cam­pos de exterminio nazis o el de los gulag soviéticos. En septiembre de 1795 el alcalde de Rochefort daba esta cínica respuesta al padre de un cura deportado que pedía informa­ción: «debes saber que tu hijo, estando condenado a la deportación, está ya muerto civilmente y no es necesario comprobar si ha muerto ya o no». La revolución francesa ha inaugurado tales sistemas inventan­do la misma terminología de triste memoria como «reeducación a tra­vés del trabajo», etc... , tal como insistentemente aparece en las inter­venciones justificativas de los dipu­tados de la Conveción.

La bodega y el perdón
En Rochefort fueron martirizados numerosos sacerdotes pertenecien­tes a 14 diócesis de Francia, prisio­neros en aquellas viejas naves negreras, destinados a trabajos for­zados en la Guayana. Pero aquellas naves no dejarán nunca la ensenada de Rochefort. Fueron internadas en ellas 829, de los cuales perecieron 54 7. Los obispos franceses han escogido 64 para una próxima beati­ficación. La deportación hacia Rochefort comenzó en noviembre de 1793 con el arresto de todo sacerdote o religioso encontrado libre. Los arrestados, si no renuncia­ban a su fe católica, eran condena­dos a convertirse en «sepulturas vivas» en aquellas naves-infierno. Cada prisionero tenía a su disposi­ción, en la nave «más cómoda» (la «Deux-Associés») un espacio máxi­mo de: 1, 65 m de longitud, de 27 a 30 cm de anchura y de 54 a 83 cm de altura. ¡Las medidas de las naves negreras para los esclavos eran de 1, 80 m de longitud por 43 cm de anchura y 83 cm de altura!
Nos han llegado cartas de tres mártires a sus familias y testimonios de 18 compañeros de prisión de los mártires y otros 7 de otros testimo­nios. A través de ellos conocemos las condiciones de vida durante la prisión y las parti­culares disposicio­nes de los sacerdo­tes mártires. Más aún, sabemos que redactaron a escondidas, en tro­zos de papel, una regla de vida. Consta de treinta y dos resoluciones para pedir a Dios la fuerza para afrontar su situa­ción. Ese texto precioso fue salva­do por uno de los compañeros sobre­vivientes. Entre otras cosas se empeñaron en no quejarse nunca e incluso en «no mostrar ningún ansia por reclamar sus efectos perso­nales confisca­dos», en no hablar de sus pruebas tras su eventual libera­ción.
Habían estable­cido una vida regular de oración, la arriesgada vida sacramental (alguno había con­seguido llevar entre los vestidos macilentos los Santos Oleos e inclu­so la Eucaristía que se suministraba sólo a los moribundos debido a la escasez de hostias consagradas); establecieron también modos con­cretos de asistencia a los moribun­dos y a los más enfermos; los más necesitados se confortaban día y noche. Transcribieron en trozos de papel oraciones del breviario que recordaban de memoria; compusie­ron algunos escritos nuevos; se con­fesaban unos con otros; se prepara­ban a bien morir. Los prisioneros no podían hablar entre ellos de temas de fe, ni rezar, ni manifestar algún gesto cristiano. Si les sorprendían eran duramente torturados, metidos en cepos y en hierros, encerrados en celdas de tortura a oscuras. Pronto proliferaron la peste bubónica y el escorbuto y la bodega se convirtió en una enorme letrina.
Alguno de los prisioneros enlo­quecieron, llegando alguno a arro­jarse al mar, donde muere. Pero la mayor parte perseveró hasta el final aceptando la muerte por causa de la fe con dignidad y serenidad. Este era el milagro que despertaba el estupor de los mismos carceleros, como confiesa el comandante de una de las naves en una carta man­dada a la Convención de París: «los prisioneros comunes no desean otra cosa que huir; mientras que estos (curas) viven aquí obstinados».
Hay otro signo elocuente: el per­dón de los verdugos. Cuando en París soplan vientos de cambio los carceleros ven en peligro su carrera; piden entonces a los supervivientes que suscriban un documento para mandar a París con el atestado de buena conducta de los carceleros. Los confesores de la fe deciden sus­cribirlo, «porque deben perdonar sin reservas».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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