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Huellas N.03, Marzo 1993

PALABRA ENTRE NOSOTROS

El vínculo de la unidad

Apuntes de las meditaciones de Luigi Giussani en la peregrinación de la Fraternidad de Comunión y Liberación al santuario de Lourdes. 17 de Octubre de 1992

«El ángel del Señor llevó el anuncio a María». El angel del Señor lleva el anuncio de Cristo a nuestra vida, de otro modo no le habríamos conocido. «Nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo Jesucristo... ». ¿Quién es este ángel? ¿Por el anuncio de qué ángel he conocido yo la encarnación del Señor? ¿Por quién he sabido yo que Dios se ha hecho hombre? El ángel, el mensajero, el que nos trae el mensaje, es toda la tradición de la compañía cristiana que se ha coa­gulado y se ha hecho perceptible en la brevedad de nuestra compañía.

En Getsemaní
El misterio de nuestra compañía tiene como marco de referencia la agonía de Jesús en Getsemaní. Agonía es una palabra que indica un sufrimiento lleno de lucha. «Habéis venido -dice Cristo a quie­nes le están deteniendo- a prender­me como a un salteador, con espa­das y palos. Todos los días me sen­taba a enseñar en el templo y no me detuvisteis» (Mt 26, 55). ¿Porqué, entonces, es perseguido Cris­to? Lo dice Péguy en El misterio de la caridad de Juana de Arco:
Cristo había sido tolerado -incluso en aquello que no era conforme a la mentalidad común- hasta el día en que se manifestó abiertamente el fin para el que vivía, «hasta el día en que comenzó su misión». ¿Cuál era esta misión? Salvar al mundo. Salvar significa hacer que sea digno de ser vivido.

La ternura de Dios
«María -ha dicho Juan Pablo II- es la respuesta de Dios al hom­bre». María, efectivamente, es la respuesta creada en la historia al hecho de que nuestra naturaleza sea deseo de verdad. María conci­be en su seno al misterio de Dios hecho carne, hecho hombre para vivir la vida de todos los hombres y acabar su vida como todas las vidas humanas acaban: con la muerte. Encarnándose en María, Dios nos dice: «Tu deseo de feli­cidad yo lo realizaré; tu deseo de verdad, de justicia y de plenitud se verificará. Yo me hago compañero tuyo para que esto ocurra».
Al hacerse hombre en el seno de la Virgen y venir al mundo para salvarlo, el Señor subraya que la relación original del Misterio con su criatura -cualquiera que sea la condición en que la vida se deba desarrollar- es la ternura. «Nadie tiene un amor más grande que éste de dar la vida por los propios ami­gos» (Jn 15, 13); no hay sacrificio más grande que dar la vida por la obra de otro; y el otro, en este caso, es cada uno de nosotros que ve rea­lizarse su propio destino. La ternura de Dios lleva consigo el anuncio del carácter positivo que tienen todas las cosas: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados (Mt 10, 30).

Reverberación
La relación que el Misterio tiene con la criatura a la que da origen es ternura. Nosotros debemos ser los mensajeros de esa ternura. Y lo seremos en la medida en que dicha ternura reverbera en nosotros, en la medida en que nos hacemos imita­dores.
¿Qué puede compaginar una compañía -como la nuestra- que tiene la pretensión de vehicular el gran mensaje de que Dios se ha hecho hombre, sino la reverbera­ción, la imitación de la ternura con que Dios ha creado al mundo para hacerse compañero suyo?
De este modo comprendemos que Jesús, en su lucha extrema (agonía) en Getsemaní, deseara como cosa suprema la compañía de los suyos. Sólo deseó esta compañía; y no la tuvo.

Dramaticidad y libertad, tristeza y traición
La relación de ternura de Dios hacia el hombre es dramática, porque debe atravesar la libertad del hombre. Es la dramaticidad que vivió María cuando dijo «fiat»; la dramaticidad que inva­dió al mismo Cristo con temblor de su carne frente a la evidencia de su muerte próxima: «¡Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz! ¡Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú!» (Mt 26,39).
Este es el punto: a menudo nuestra compañía no dice «fiat», no dice «hágase tu voluntad». Es cuando nuestra libertad se vuelve sinsabor, tristeza y fastidio de uno mismo y de la propia tarea en el mundo; un aburrimiento total que adormece, que separa del compro­miso y la responsabilidad con las cosas, llegando a convertirse -en un momento dado, inevitablemen­te- en traición; como los discípu­los que huyeron.

El poder del mundo
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué este fastidio del vivir, que tiene una extrema semejanza con la traición final, donde dominan la vanidad, la impresión superficial, la reacción inmediata y el parecer instintivo en vez del amor a lo verdadero? No es de nosotros de donde nace todo esto. Se hace nuestro -esto es ver­dad-, pero no nace de nosotros. Nace de una malicia, de una per­versión, de un desamor a nuestra vida; nace del poder del mundo. Nace de la voluntad que tiene el poder mundano de usar nuestra vida en vez de servirla, de utilizar­nos como discípulos silenciosos de sus proyectos.
Cristo, para el mundo, es un obstáculo; puede que al hombre Cristo incluso se le honre, pero el mundo quiere borrar su influencia, impedir que el hombre lo mire, se sienta persuadido por él, quede empapado por su ternura incompa­rable, le siga. Mientras seamos como todos los demás -mientras sigamos las indicaciones del poder y digamos «sí señor»- seremos ensalzados como cristianos «abiertos», que no molestan. Pero cuando esbozamos el mensaje pre­ciso: «Yo creo en Jesucristo, Dios encarnado, muerto y resucitado para salvar al hombre», el mundo responde: «¡Al hombre lo salva el mismo poder del hombre!». ¡No hay mentira mayor que ésta!
Precisamente en este escollo nuestra compañía se rompe y deja de ser aquello a lo que está llama­da: signo presente de una bondad, de una fuerza verdadera y total que actúa para llevarnos-a través de todas las apariencias, incluso las «malas»- a la vida. «Yo soy el camino, la verdad, [la resurrec­ción] y la vida» (Jn 14, 6); noso­tros estamos en compañía para gritar al mundo este mensaje; esta es nuestra tarea suprema.

El primer enemigo
Cristo, por tanto, tiene un pri­mer enemigo que se yergue en su contra: nosotros. La traición más cercana es la nuestra; «Si me hubiese ultrajado un enemigo, lo habría soportado. Pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confiden­te, con quien me unía una dulce intimidad... » (Sal 55, 13-15).
La ternura de Dios tiende a crear compañía entre nosotros, un lugar donde los extraños se acep­ten, se amen, sacrifiquen sus ener­gías por los desconocidos. Pero esta compañía, ejemplo para el mundo entero y profecía del bien que nos espera al final, se desha­ce: cada uno huye por el camino de su propio miedo, que reviste de opinión intelectual, de instintiva repugnancia, de un escéptico «es imposible».

El vínculo de la unidad
La salvación de nuestra disper­sión, la seguridad frente a la ame­naza de traición, la posibilidad de que esta compañía camine en la historia -a pesar de toda la adversi­dad y enemistad que la rodea- por­tando el estandarte de lo positivo y construyendo fragmentos de huma­nidad donde la resurrección de Cristo comience a determinar tiem­pos y espacios concretos, es nues­tra unidad. Escribía san Gregorio de Nisa: «Entre todas las palabras que Cristo dice y las gracias que concede hay una que es la mayor de todas y a todas sintetiza. Es la amonestación de Cristo a los suyos para que estén siempre unidos en la solución de las cuestiones y en la valoración acerca del bien que se puede hacer; para que se sientan un solo corazón y una sola alma y esti­men esta unión como el único y solo bien; para que estrechen la unidad del espíritu con el vínculo de la paz; para que formen un solo cuerpo y un solo espíritu; para que respondan a una única vocación, animados por una misma esperan­za. El vínculo de esta unidad es una auténtica gloria».
Cristo, antes de ir a la muerte, rezó así: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti y que, según el poder que le has dado sobre todo hombre, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado: Jesucristo» (Jn 17,1-3). Esta ora­ción empieza a producir una histo­ria nueva, una cercanía y un amor entre los hombres que en otro caso resulta desconocido.
«El vínculo de esta unidad es una auténtica gloria»; nuestra compañía está llamada a dar a Cristo esta gloria auténtica. Nues­tra unidad tiene que hacer decir a quien la mire con pobreza de espí­ritu: «Ahí está el milagro». Es decir, ahí está lo verdadero.

Petición
Pidamos a la Virgen, Nuestra Señora que nos haga «uno», que salve nuestra unidad de la disipa­ción a la que el mundo nos invita en nombre de nuestras razones, sentimientos, reacciones e instin­tividad. No existe razón ni senti­miento mayor que nuestra unidad. Pidamos a la Virgen, Nuestra Señora, que el milagro de nuestra unidad entre en el mundo a través de nuestra breve vida y se esta­blezca cada vez más claramente sin tristeza y sin miedo, ni siquie­ra de la muerte, ni siquiera de la persecución más odiosa.
«María, pide a Cristo que se haga una sola cosa con nosotros y que nosotros lleguemos a ser una sola cosa con él. No tenemos mie­do de nuestro miedo; nuestra mez­quindad no es tanta como para olvidar su amor. Queremos que el amor a Cristo se dilate en nosotros como se dilató en tu corazón».
En esta voluntad de total dedi­cación a Cristo -a pesar de todos nuestros errores, debilidades y trai­ciones- despunta en nuestra vida el primer brote de la felicidad: una alegría serena capaz de gozar.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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