Apuntes de una conversación con Luigi Giussani
«La categoría de "acontecimiento" es capital tanto para el conocimiento del yo como para cualquier otro tipo de conocimiento. Pero, sobre todo, y esto es lo que ahora nos interesa, "acontecimiento" es la única categoría con la que se puede definir qué es el cristianismo (el cristianismo se reduce totalmente a esta categoría): el cristianismo es un acontecimiento». (En Camino, inserto en 30 Días nº62).
El camino de la mirada
«Acontecimiento» indica un método, el método que Dios ha elegido y usa para salvar al hombre: la encarnación. «Salvar» quiere decir que el hombre comprenda quién es, comprenda cuál es su destino, sepa cómo dirigir sus pasos hacia ese destino y pueda caminar hacia él.
La persona empieza a comprenderse a sí misma, a comprender cuál es su destino, a comprender cómo dirigirse hacia él y con qué energía caminar, cuando se encuentra con una determinada presencia. El encuentro con esta presencia no constituye ontológicamente la subjetividad de la persona: el encuentro despierta algo que estaba oscuro, algo que existencialmente no se pensaba porque era impensable. El acontecimiento es, por consiguiente, el método con el que el yo se reconoce. El yo que se ha reconocido es el yo constituido.
Puesto que el acontecimiento es un método, un camino, se trata de una experiencia que hay que vivir. El gran biblista Ignace de la Potterie ha dicho que «la fe cristiana es un camino de la mirada» (Litterae Communionis, nº 1-1993). No es una frase poética o abstracta; es la descripción exacta, la descripción de hechos, de un método. Primeramente la mirada entrevé, luego empieza a tener la percepción de factores que distingue mejor, y sólo posteriormente comienza a identificar un posible significado. Cuando aumenta la atención a este significado, comprende que es verdadero. Sin comprometerse en esa experiencia no puede comprenderse dicho «camino de la mirada».
Un concreto caso histórico
El acontecimiento cristiano siempre se plantea como un concreto caso histórico. En último término se podría reconocer a Cristo como consistencia de todas las cosas e incluso fundamentar en esta afirmación una teología. Pero Cristo es, ante todo, aquel grumo de sangre en el seno de María. Un grumo que se convirtió en un niño y luego creció hasta hacerse grande, murió, resucitó y ascendió al cielo. Y Cristo eligió como método para su continuidad en la historia una compañía: la Iglesia; con un jefe: San Pedro. Una compañía en la que su presencia pudiera ser visible, tangible, experimentable. Una compañía que permitiera que fuese análogamente posible hoy experimentar la misma dinámica del encuentro que tuvieron Andrés y Juan, Zaqueo y la Samaritana con su persona física. En efecto: «El acontecimiento cristiano tiene la forma de un encuentro: un encuentro humano en medio de la banal realidad cotidiana. Un encuentro humano por medio del cual el llamado Jesús, aquel hombre que nació en Belén en un momento preciso del tiempo, se revela como alguien lleno de significado para el corazón de nuestra vida. Además del rostro de Jesús, el acontecimiento cristiano toma la forma particular de unos rostros humanos, de compañeros, de gente como tú y como yo. Del mismo modo que en los pueblos de Palestina a los que no podía llegar, Jesús adquiría el rostro de los dos discípulos que enviaba, llegaba allí bajo el rostro de aquellos dos que había elegido. Y todo ocurría tal cual: "Maestro, lo que Tú haces acontecer, lo hemos hecho acontecer también nosotros". Idéntico. "El Reino de Dios está cerca. El Reino de Dios está entre nosotros"» (En Camino, cit).
Una dificultad para comprender
«Acontecimiento» es la palabra que más difícilmente comprende y acepta la mentalidad moderna, igual que nosotros mismos. En todo el lenguaje de nuestra experiencia cristiana, la dificultad mayor que sentimos todos -desde los más miserables a los más importantes, salvo quienes son puros de corazón y tienen alma de niños- concierne precisamente a la palabra «acontecimiento», la afirmación de que el cristianismo es un «acontecimiento». En cambio, esta palabra es la que pretende identificar -como hemos visto- nuestra postura tanto ideal como doctrinal.
¿Por qué es tan extremamente difícil de aceptar que sea un acontecimiento lo que nos despierta a nosotros mismos, lo que nos abre los ojos a la verdad de nuestra vida, a nuestro destino, a la esperanza, a la moralidad? Porque la palabra acontecimiento indica una «coincidencia» entre la realidad experimentable y lo sobrenatural. El acontecimiento es algo nuevo que entra en la experiencia que la persona está viviendo. En cuanto que entra en la experiencia, resulta objeto de razón y, por ello, su afirmación es racional. En cuanto que es nuevo, implica que la racionalidad se abra hacia el punto de fuga, hacia el más allá: es un milagro.
El acontecimiento es la coincidencia entre realidad y milagro, entre experiencia normal y milagro; porque el milagro es una experiencia.
El acontecimiento decide en todos los instantes de la vida: la florecilla del campo que el Padre viste mejor que. Salomón es un acontecimiento; el pajarillo que cae -y el Padre celestial lo sabees un acontecimiento; los cabellos contados de la cabeza son un acontecimiento (cfr. Mt 6, 25-34). Entrever dentro de la relación con cada realidad presente algo distinto, significa que esta relación es un acontecimiento. Si no es acontecimiento no es cristiano, porque no es nuevo; no puede ser divino lo que no es nuevo.
Así pues, necesitamos ensimismarnos bien con el valor que tiene la afirmación de que el cristianismo «es» un acontecimiento; no que «fue» un acontecimiento, no que «ha sido» un acontecimiento, sino que lo «es»: ahora. La compañía - forma visible de la permanencia de Cristo- o bien es un acontecimiento es una «nada» que se soporta o de la cual nos adueñamos.
Nuestra responsabilidad
Dado que el acontecimiento es un método, nuestra responsabilidad, nuestra respuesta, consiste en la virtud de la obediencia: obediencia a la concreta forma histórica en la que se nos ha planteado y se nos continúa planteando el acontecimiento.
Hace falta, pues, seguir de manera obediente a la jerarquía de esa concreta forma histórica. Porque el error fundamental es, efectivamente, preferir la propia interpretación de las cosas a lo que dice la autoridad o tomar sencillamente como pretexto lo que ésta dice para hacer nuestro propio discurso. Así no se aprenderá nada nuevo. Quien quiere afirmar su propia interpretación no afirma nada nuevo. Pues lo nuevo es un carisma.
El carisma y la unidad
El carisma es esencialmente un don que hace el Espíritu a una persona. Quien sigue a un carisma siempre le añade su propia coloración y así, de riqueza en riqueza, se desarrolla la unidad de la compañía. Si la compañía no es unitaria, no se añade riqueza a riqueza sino que se deshace y se dispersa todo. Quien es llamado a formar parte de la compañía que nace de un carisma, la enriquece con la forma característica de su propio carisma (porque cada uno tiene su carisma) sólo si tiende a la unidad. Porque la compañía crece en una variedad infinita de carismas cuando éstos son portados dentro de la compañía y afirmados en la unidad de la compañía misma. Si no obedecemos a la unidad, desaparecen incluso como carismas personales.
El carisma personal es la contribución que da la persona al designio total que ha suscitado el Espíritu mediante el carisma originario. Llamado a adherirte al carisma originario, tú ofreces con tu carisma una contribución para completar el designio de la unidad. Por eso la verdadera afirmación del propio carisma es la obediencia, es decir, la adhesión a la unidad, la contribución a la unidad.
¿ Cómo puedo saber si obedezco no? Si lo que se me dice se convierte en principio y criterio para pensar, juzgar, valorar y decidir.
La disponibilidad para la corrección es el gran test que indica que yo no quiero afirmarme a mí mismo, sino afirmar el Ideal, es decir, la unidad (cfr. Jn 17,24).
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