Muchos encuentros de la vida del movimiento nos han habituado a escuchar algunos fragmentos musicales. Entre ellos la obra maestra schubertiana.
Franz Schubert entendía la música como compañía, Jugar de relaciones humanas verdaderas: toda su existencia, sus Lieder, las «schubertiadas» (reuniones musicales en casa de amigos) fueron un camino incesante en tal dirección. Una lacerante invocación de ayuda es también su Octava Sinfonía (Incompleta), una extraordinaria composición que representa un unicum en la historia de la música, compuesta en tomo a 1824 cuando Beethoven ya ha escrito todas sus sinfonías. La forma sinfónica, después de él, ya no podrá ser la misma. De hecho con la Incompleta, Schubert recorre caminos absolutamente vírgenes.
La realidad se manifiesta al joven Franz de manera misteriosa, imprevisible, despiadada: con 27 años Schubert se encuentra permanentemente en dificultades económicas, incapaz de organizarse profesionalmente, desarmado culturalmente, socialmente ingenuo (la Incompleta fue hallada casualmente e interpretada sólo 21 años después de su muerte), los amigos le han abandonado y se han ido en busca de fortuna, su salud es precaria (el mal de la sífilis lo destruye silenciosamente: morirá a causa de ello cuatro años más tarde), el futuro se le presenta como un gran interrogante. ¿Por qué todo esto? El significado parece inalcanzable. Conviene entonces intentar otros caminos, vías
nuevas, desconocidas.
La instrumentación de la Incompleta es nueva (adquieren gran relieve los instrumentos de viento, singularísimo el empastar las trompas y cornetas, atrevidas las soluciones tímbricas), el canto inédito, nuevas las relaciones internas de fuerza, modernas las tensiones dialécticas (la forma de sonata es ignorada a propósito): Schubert yuxtapone episodios, dilata un núcleo generador que retoma periódicamente; fija un centro al que mirar y se mueve desde allí.
Todo es inaudito, desde el comienzo: no se da una manifestación de poder como suele ser típico en todas las sinfonías románticas, ni una orquesta orgullosa y petulante. Y mucho menos un melas vienés. Aquí, por el contrario, aparece algo como procedente de una lejanía remota, un sonido velado, una luz de luna filtrada por rejas: la melodía de Schubert nace del corazón de la noche, allí en las cajas sonoras oscuras de los violoncelos y contrabajos. A aquel canto enigmático, melancólico, evasivo, salido de las regiones graves de la orquesta, responde, suspendida en un aria de Sera del dì di festa de Leopardi, una melodía inerme y tierna enunciada por el oboe y el clarinete (tema 1º); el segundo tema recuerda, por el contrario, a una danza del país por los ritmos populares: es la infancia de Schubert, el lugar que siempre ha buscado.
El segundo movimiento (Adagio) se desarrolla lento como una procesión, asciende al cielo con un batir de alas heridas (síncopas) acariciando el silencio, es rico en pausas.
¿A dónde nos lleva Franz Schubert? ¿Hacia dónde se levanta la voz herida y suplicante de la Incompleta? Se da en este trabajo una esencialidad de iglesia románica y, al mismo tiempo, una solemnidad de Capilla Sixtina. Tristeza sin límites, un frasear destructor, circularidad. Hay mucho que huye, que no se deja aferrar. La Incompleta multiplica los planos estructurales y de lectura como en un juego de espejos: la forma es abierta, podría continuar o interrumpirse en cualquier momento. Está suspendida sobre una perspectiva de infinito.
Schubert abandona la lógica rectilínea y dramática del clasicismo en favor de una dimensión vertical, contemplativa. La pregunta de Schubert es angustiosa: quiere evadirse de la soledad y de la extrañeza que vive e intuye en la lejanía. Schubert se yergue desesperado en busca de una Compañía a la que niega de palabra (en el Credo de sus Misas omite Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam, y en el Oratorio Lazarus se para antes de la resurrección), pero que de alguna forma, a pesar de todo, afirma. La Incompleta no se terminó nunca: aún hoy no sabemos por qué.
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