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Huellas N.01, Enero 1993

PALABRAS DEL PAPA

Un problema que no existe

Luigi Negri

¿Oposición entre ciencia y fe? El énfasis sobre el «caso Galileo» solo ha servido para levantar nuevas barreras.

Los periódicos han hablado mucho sobre el discurso que Juan Pablo II hizo, el pasado 31 de octubre, en la Academia pontificia de las ciencias. En él -se ha dicho- pidió disculpas por las injusticias que la Iglesia habría infringido a Galileo. En realidad no pasó nada de esto. Tanto porque el «caso» ya había sido «cerrado» por sus predecesores, como recordó explícitamente Juan Pablo II, como, ante todo, porque es incorrecto presentar la presunta contradicción entre fe y ciencia como la última barrera que la Iglesia debe superar para ser definitivamente «moderna». Solo una obtusa concepción de la razón y una imagen abstracta de la fe pueden seguir avivando una polémica ya superada. No por nada han resurgido en los periódicos los viejos argumentos del anticlericalismo para sostener dicha oposición. El problema es puramente his­tórico: existió, entonces, la pretensión por parte del científico de sobrepasar su campo para entrometerse en la interpre­tación de la Biblia, en la cual sólo es competente la Iglesia. Y luego viene el problema pastoral: la educación a una fe que, como vértice de la «apertura» de la razón, no tiene miedo de confrontarse con nada y, además, defiende a la razón de cualquier reduccionismo racionalista. Traemos a estas páginas, por tanto, parte de lo que el Papa dijo.

Hay una cuestión en el corazón del debate del que Galileo fue el centro. Es de orden epistemológico y concierne a la hermenéutica bíblica. Con este propósito hay que subrayar dos puntos. En primer lugar, como la mayor parte de sus adver­sarios, Galileo no hace distinción entre lo que es aproximación científica a los fenómenos naturales y reflexión de orden filosófico sobre la naturaleza, a lo que generalmente ésta reclama. Es por esto por lo que rechazó la sugerencia que se le hizo para que presentara como hipóte­sis el sistema de Copérnico, hasta que éste no fuese confirmado por pruebas irrefutables. Por otra parte ésta era una exigencia del método experimental del que él fue genial iniciador.
Además, la representación geocéntrica del mundo era comúnmente aceptada por la cultura del tiempo como plenamente concorde con las enseñanzas de la Biblia, en la cual, algunas expresiones, tomadas al pie de la letra, parecían constituir afir­maciones de geocentrismo. El problema que se les planteó entonces a los teólogos de la época fue el de la compatibilidad del heliocentrismo con la Escritura.
De este modo, la nueva ciencia, con sus métodos y la libertad de investigación que estos suponen, obligaba a los teólo­gos a preguntarse por sus criterios de interpretación de la Escritura. La mayoría no supo hacerlo. Paradójicamente Gali­leo, sincero creyente, se mostró sobre este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos. «Si bien la Escritura no puede errar, escribe a Benedetto Castelli, quizás podría errar de diferentes modos alguno de sus intérpretes y expositores de dife­rentes modos». Ya podríamos formular aquí la primera conclusión. La irrupción de una nueva forma de afrontar el estudio de los fenómenos naturales impone una clarificación sobre el conjunto de las disciplinas del saber. Ésta le obliga a delimitar mejor su propio campo, su ángulo de aproximación, sus métodos, al igual que el exacto alcance de sus conclusiones. Dicho en otros términos, esta novedad obliga a cada una de las disciplinas a tomar conciencia de un modo más riguroso de su naturaleza. El vuelco provocado por el sistema de Copérnico reclamó de este modo un esfuerzo de reflexión epistemológico sobre las ciencias bíblicas, esfuerzo que más tarde daría frutos abundantes en los trabajos exegéticos modernos y que ha encontrado en la Constitución conciliar Dei Verbum una consagración y un nuevo impulso (...).
Si la cultura contemporánea está mar­cada por una tendencia al cientifismo, el horizonte cultural de la época de Galileo era unitario y llevaba la huella de una for­mación filosófica particular. Este carácter unitario de la cultura, que es en sí mismo positivo y deseable todavía hoy, fue una de las causas de la condena de Galileo. La mayoría de los teólogos no percibía la distinción formal entre la Sagrada Escri­tura y su interpretación, lo que les condu­jo a traspasar indebidamente al campo de la doctrina de la fe una cuestión de hecho perteneciente a la investigación científica.
En realidad Roberto Bellarmino, que había percibido lo que realmente se ponía en juego en el debate, advertía que ante eventuales pruebas científicas de la órbita de la Tierra entorno al Sol, se debía «poner esmero al explicar las Escrituras que parecen contrarias» al movimiento de la Tierra y «más bien decir que no lo entendemos antes que decir que es falso lo que se demuestra». ( ... ) A partir del siglo de las Luces hasta nuestros días el caso Galileo ha constituido una especie de mito, en el cual la imagen de los acon­tecimientos que se construyó estaba bas­tante alejada de la realidad. Con dicha perspectiva el caso Galileo era el símbolo del pretendido rechazo del progreso cien­tífico por parte de la Iglesia, o bien del oscurantismo «dogmático» opuesto a la libre búsqueda de la verdad. Este mito ha jugado un papel cultural considerable; ha contribuido a que numerosos hombres de ciencia de buena fe se aferrasen a la idea de que existiese incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de bús­queda, por un lado, y la fe cristiana por el otro. Una trágica y recíproca incompren­sión se ha interpretado como el reflejo de una oposición constitutiva entre ciencia y fe. Las aclaraciones aportadas por recien­tes estudios históricos nos permiten afir­mar que tal doloroso malentendido perte­nece ya al pasado( ... ).
En realidad, la Escritura no se ocupa de los detalles del mundo físico, cuyo conocimiento se confía a la experiencia y a los razonamientos humanos. Existen dos campos del saber, aquel que tiene su fuente en la Revelación y aquel que la razón puede descubrir sólo con sus fuer­zas. A este último pertenecen las ciencias experimentales y la filosofía. La distin­ción entre los dos campos del saber no debe ser entendida como una oposición. Los dos sectores no son del todo extraños entre sí, sino que tienen puntos de encuentro. Las metodologías propias de cada uno permiten poner en evidencia diferentes aspectos de la realidad.


PROBLEMA HISTÓRICO

Mayo de 1963. El tercer número de Milano Studenti -el periódico de Gioventú Studentesca- dedica amplias páginas al «caso Galileo». Demuestra una gran perspi­cacia y precisión metodológica.

Una cuestión puramente científica no habría interesa­do a la autoridad de la Iglesia, pero la cuestión de Galileo pretendió salirse de un ámbito exclusivamente científico y entrar en problemas y campos que implicaban competen­cias mucho más complejas que las del científico. La Igle­sia interviene, y tiene derecho a hacerlo, siempre que una afirmación, sea científica, filosófica o política, suscita pro­blemas más amplios a los que sólo ella, por su propia natu­raleza, cree poder dar una respuesta.
La intervención de la Iglesia, para quien sabe abando­nar prejuicios e instintividad, viene dictada por la preocu­pación de conservar valores supremos y realizada con su tradicional discreción. La intervención de la autoridad en la comunidad siempre es una invitación al diálogo y la colaboración: quien vive realmente en la comunidad de la Iglesia percibe siempre la intervención de la autoridad no como un obstáculo y una limitación, sino como un elemento de garantía de fecundidad en el futuro, incluso a costa de ejercer la paciencia en el presente.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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