Hay ciertos acontecimientos que sacan a la luz posturas tomadas de antemano. Como en el caso del Catecismo de la Iglesia Católica.
Es un texto que presenta «fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva de la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios» (Fidei Depositum n.3). Así define el Papa Juan Pablo II el Catecismo de la Iglesia Católica recién promulgado, que es ofrecido «como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (Ibid. n.4). En él se reúnen los puntos esenciales de la fe y de la moral cristianas, y se dirige, en primer lugar, a los pastores de la Iglesia y a sus colaboradores, pero se ofrece también a los fieles que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la salvación, así como a los hombres que nos piden razón de nuestra esperanza y quieren saber lo que cree la Iglesia Católica (cfr. íbid.; Catecismo, n.12).
En el Catecismo se recogen, sobre todo, las afirmaciones fundamentales de la doctrina de la Iglesia, para ayudar a profundizar el conocimiento de la fe. Está al servicio de la catequesis de niños, jóvenes y adultos, para introducirlos en la totalidad de la experiencia cristiana. Es un punto de referencia seguro en el que inspirarse para educar a otros en la fe, y para encontrar respuesta a las propias preguntas. Por eso, aunque se dirige principalmente a los responsables de la catequesis (obispos, sacerdotes, catequistas), su lectura es útil para todo cristiano.
El estupor y las reglas
La publicación del Catecismo ha sido aprovechada para atizar la polémica en su contra. La mentalidad dominante ha reducido de antemano su alcance, ridiculizando algunos preceptos morales concretos y negando la posibilidad de que sea un instrumento educativo. En el fondo, lo que se rechaza es que la Iglesia pueda tener una pretensión absoluta de testimoniar y enseñar la verdad de Jesucristo. Detrás del escándalo más menos fingido sobre los horóscopos o el pecado fiscal, se entrevé la resistencia a aceptar que el Absoluto, Aquel en lo que todo consiste, se haya manifestado visiblemente en un signo contingente y particular. La resistencia no se expresa directamente contra la doctrina de la encarnación. Nadie se ha escandalizado por la afirmación central del Catecismo, a saber, que Dios se
ha hecho hombre, y, en cambio, se desatan todo tipo de críticas contra las normas morales. Se admite sin dificultad la figura de Jesús porque previamente se le ha despojado de su pretensión divina y se le ha reducido a modelo de hombre bueno. Así no es molesto. Sin embargo, el escándalo estalla con toda virulencia cuando la Iglesia, Cuerpo de Cristo, continúa su pretensión, formulando hoy y aquí un juicio que tiene que ver concretamente con toda la realidad.
La polémica se fija solo en algunos aspectos del Catecismo, los morales, silenciando completamente otros, los relativos a la fe. Además, lo aísla del Misterio vivo de la Iglesia y de Cristo. A la gente sencilla le llega la impresión de que se trata de preceptos sueltos, sin un fundamento adecuado y sin conexión entre ellos. Por eso, merece la pena aprovechar la ocasión para comprender mejor la relación entre el Catecismo y el conjunto de la vida eclesial, en cuanto lugar de la presencia de Cristo. San Agustín decía que él no creería en el Evangelio si no le conmoviera la autoridad de la Iglesia católica (n.119); con ello quería indicar que su adhesión a las Escrituras comenzaba en el presente, en la realidad eclesial a la que pertenecía y que era autora de los libros sagrados. De un modo análogo, las afirmaciones doctrinales y las normas morales del Catecismo, son plenamente verdaderas y, como tales, pueden ser acogidas por la recta razón -que necesita de la revelación para aquello que supera el entendimiento-. Sin embargo, en las condiciones de confusión y pecado en las que se encuentra la humanidad, pierden su capacidad de persuasión y su eficacia cuando se las contempla desde fuera de una experiencia cristiana viva (cfr. nn.36-38). La extrañeza con la que muchos, dentro y fuera de la Iglesia, juzgan (y condenan) el Catecismo no se debe, en primer lugar, a su contenido, sino a la posición previa desde la que lo consideran.
Las doctrinas y las normas que propone el Catecismo iluminan y explican una realidad que las incluye: la vida misma de la Iglesia. El cristianismo tiene la estructura de un acontecimiento que, desde fuera del propio yo, irrumpe como algo imposible de presuponer, de reducir a una construcción nuestra. Un acontecimiento que lleva dentro razones de las que se puede dar testimonio razonable. Comienza con un encuentro que llena de estupor y despierta una curiosidad respetuosa y humilde. Este encuentro abre los ojos sobre uno mismo, hace que uno se dé cuenta de lo que es y de lo que quiere; se corresponde con la propia persona más allá de toda expectativa. El encuentro con Jesús, hace dos mil años en Palestina y hoy en la compañía de sus discípulos, nos pone ante la pretensión singular de Uno cuyas palabras explican íntegramente la vida del individuo y el sentido del mundo. En la escuela de comunidad hemos aprendido que «la actitud ortodoxo-católica concibe el anuncio cristiano como invitación a participar en una experiencia presente integralmente humana, a tener un encuentro objetivo con una realidad humana objetiva, profundamente significativa para la interioridad del hombre, que provoca el sentido y un cambio de la vida, esto es, que irrumpe en el sujeto de forma coherente con el ejemplo original, (Vol.3, p.30). Dentro de esa realidad única, que nos alcanza irrumpiendo desde fuera, tienen
todo su sentido las indicaciones doctrinales y morales que acompañan el camino, y permiten que, poco a poco, la persona crezca en la identificación de su razón y su afecto con lo que ha encontrado.
Cuando el estupor ante ese acontecimiento se desvanece, el hombre se vuelve esclavo de reglas. Juan Pablo I dijo en una ocasión que «el verdadero drama de la Iglesia a la que le gusta llamarse moderna es el intento de corregir el estupor del acontecimiento de Cristo mediante reglas». Quizá en ningún sitio como en la contestación al Catecismo se puede reconocer la agudeza de este diagnóstico. Cuando la experiencia cristiana pierde la curiosidad respetuosa y humilde por lo que tiene delante, solo quedan reglas, que uno adapta, recorta y elimina a voluntad. El hijo se transforma en juez, y rechaza todo aquello que desborda su propia medida. Si el cristianismo se reduce a reglas, cada quien decide cuáles acepta y cuáles no, según la sensibilidad de los distintos momentos históricos.
Problemas o dudas
Un problema es la expresión dinámica de una reacción frente a la trama de los encuentros y acontecimientos de la vida que provocan a la conciencia. La persona, alcanzada por los distintos hechos de la vida, se plantea legítimamente problemas, le nacen preguntas. Esta actitud es acorde con la naturaleza racional de la persona y con la estructura misma del conocer humano, como se aprecia con toda claridad en el niño, que no deja de preguntar a su madre con curiosidad ante el impacto de la vida. De igual modo, una humanidad adulta, despierta y atenta a todos los factores de la vida, no puede dejar de hacerse preguntas, de plantearse problemas. El estupor inicial ante la realidad se convierte en interés lleno de curiosidad intelectual y deseo ante esa misma realidad. Toda reflexión verdaderamente humana tiene ese comienzo y ese desarrollo.
Ahora bien, este dinamismo es muy distinto del de la duda, que tiende a corroer el interés y hace que la persona sea cada vez más extraña al objeto. En el caso de la duda se introduce una sutil ruptura entre el sujeto y la realidad, se pierde la inmediatez del impacto con lo real, y la subjetividad se repliega sobre sí misma, erigiéndose en medida de todo. La duda frena la tensión de apertura hacia la realidad y aísla al sujeto en sí mismo, consumiéndolo en la sospecha, dificultándole la realización de aquello que le es más propio: la indagación curiosa e interesada por lo que está delante.
Para que la persona pueda plantear problemas, en vez de dudas, es necesario que el yo tenga una posición sencilla e inmediata ante lo real. Solo dentro de una confianza así, como la del niño con su madre, es posible avanzar por el camino que introduce en la vida, y no quedar bloqueado sobre uno mismo. Dicho de otro modo, solo desde una pertenencia es posible preguntar con confianza, plantear problemas, y crecer en la identificación de la razón y el afecto con la realidad presente.
El cardenal Newman decía que «diez mil dificultades no hacen una sola duda» (n.157). Esta afirmación también se aplica a la recepción del Catecismo. Es posible que uno no entienda todo lo que en él se enseña, y, por lo tanto, que nazcan preguntas y problemas; pero, aunque fueran diez mil, nunca se convertirán en una duda cargada de sospecha mientras la persona viva en una relación inmediata y sencilla con la Iglesia, que es su madre (cfr. nn.87, 2039-2040). La confianza que nace de la pertenencia no bloquea la capacidad de preguntar, sino que, al revés, es la condición que permite ejercer dignamente la razón y la libertad. En cambio, cuando falta esa confianza, y la persona se sitúa frente a la Iglesia (y no dentro), desaparece la posibilidad de aprender el verdadero porqué de las cosas; la razón se mueve solo según su propia medida, que es muy limitada, y uno no aprende más que lo que ya sabía. La presentación del Catecismo es, pues, para nosotros, la ocasión de responder con curiosidad e interés a un acontecimiento, dentro de la confianza de una pertenencia.
¿Cómo es el Catecismo?
Consta de cuatro partes en torno a los cuatro pilares de la catequesis: la profesión de fe bautismal (el Credo), los Sacramentos de la fe, la vida de la fe (los Mandamientos), la oración del creyente (el Padrenuestro) (cfr. nn.13-17). Cada una de ellas recorre las principales verdades de la fe, ilustradas con gran riqueza de citas bíblicas (muy abundantes), del Magisterio, de los Padres de la Iglesia y de los santos. Las cuatro partes están orgánicamente conectadas, de manera que constituyen una unidad y así deben leerse.
Está dividido en números, que facilitan la consulta, con dos tipos de letra: las afirmaciones fundamentales en letra grande, y las aclaraciones históricas o complementarias en pequeña. Los números rojos al margen remiten a otros lugares donde ya se han tocado cuestiones semejantes. Al final de cada parágrafo hay unos textos breves, en cursiva, que resumen lo fundamental de la enseñanza y pueden servir como fórmulas sintéticas y memorizables.
Para concluir, unas palabras que el Catecismo toma del viejo Catecismo Romano y nos recuerdan cómo la finalidad de la obra es la caridad: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor» (n.25).
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