«Una soledad sin límites, una terrible aridez que no rozan ni la amargura, ni la dureza, la sensiblería o la blandura».
Con estas palabras presentaba la crítica alemana en 1806 la obra de un joven talento de treinta y dos años que no tardaría en convertirse en el máximo representante de la pintura romántica alemana: Gaspar David Friedrich.
El Museo del Prado ha exhibido en sus salas, desde el pasado 14 de octubre y hasta el 6 de enero, una antológica de este artista alemán cuya obra nunca hasta ahora había sido expuesta en España. Organizada en colaboración con el Instituto Goethe y la National Galerie de Berlín, la exposición recoge más de un centenar de pinturas y dibujos, algunos de los cuales, procedentes de Museos de la Alemania oriental salen con esta ocasión por primera vez al extranjero.
Pero no son éstas las únicas razones que hacen de Gaspar David Friedrich un pintor prácticamente desconocido. A caballo entre dos épocas, Friedrich al igual que Goya logra abandonar el Academicismo rígido del XVIII y abre las puertas a una nueva pintura que busca en la obra de arte la expresión del ser del artista. Si bien es verdad que muy pronto, en vida, alcanzó la fama -Friedrich fue conocido y admirado por pintores, príncipes y nobles de la época que acudían a su casa, casi a modo de peregrinación, para visitar su taller, contemplar su pintura y conversar con el artista- también es cierto que muy pronto ésta dejaría de favorecerle.
Poco después de su muerte, Friedrich pasará a ser un gran incomprendido. Demasiado atrevido para algunos y demasiado clásico para las corrientes vanguardistas del Arte Moderno ha hecho falta esperar a los años sesenta para ver despertar de nuevo un interés por su obra.
Nacido en Greisfwal, junto al Báltico, en 1774 en el seno de una familia estrictamente luterana, abandona pronto su ciudad natal para estudiar en la Academia neoclásica de Copenaghe y con tan sólo 24 años se instala ya definitivamente en Dresde donde permaneció hasta su muerte en 1840.
La permanencia del paisaje natal
A pesar de haber vivido tan solo veinte años en Greisfwal, Friedrich no logró nunca desvincularse del paisaje de su infancia ni del impacto que desde niño le produjo el océano. Sus paisajes se balancean entre el mar y la montaña y, como se ha dicho de él, esclavo de la sinceridad sólo escoge como asuntos de sus cuadros aquellos que le son cercanos: las montañas de Harz y el Kiensengebirge, las llanuras inmensas y desnudas del norte y las costas brumosas de su mar Báltico. Al menos una vez al año Friedrich abandona Dresde y regresa a su ciudad natal. Allí coge nuevos apuntes para sus pinturas y gusta pasear en solitario. En ocasiones sus paseos se convertirán en verdaderos viajes en los que el pintor durante días y días permanecía frente a la inmensidad de la naturaleza y se enfrentaba al Misterio que toda realidad encierra. Hoy ya nadie se atreve a negar que Friedrich más que un mero paisajista sea un pintor religioso.
La exposición del Prado ha causado en la crítica española, deseosa de etiquetar su sentimiento religioso, diversas interpretaciones. Para algunos se trata «de paisajes libres de todo efectismo pictórico, sin movimiento y con un evidente sentido panteísta, a pesar de contar con elementos religiosos directos» (el Punto de las Artes, 16 de octubre), para otros Friedrich «evolucionó hacia una religiosidad de signo panteísta» con la consiguiente «ruptura con las religiones tradicionales para propiciar formas de subjetivismo en las que, en simetría con la exaltación del yo, se propugnaba una suerte de sacralización de la naturaleza» (El País, 10 de octubre). No faltan tampoco quienes defienden que «El amigo Friedrich no es un panteísta, como lo ha calificado no sé quién, sino un cristiano, que concluye su contemplación en la visión de la cruz» y definen sus cuadros como «de Gabinete o de oratorio» (ABC, 16 de octubre). Todos parecen, sin embargo, coincidir en que, si desde el punto de vista formal la luz y el dibujo son personajes siempre presentes en sus obras, desde el punto de vista temático no es el paisaje el gran protagonista sino el propio Friedrich que frente al misterio del hombre, busca el sentido de la vida y de la muerte y encuentra el consuelo en la Gran Presencia que intuye presente en la naturaleza y en la cruz de Cristo que aparece una y otra vez en sus cuadros. Escribió en una ocasión el pintor en una carta «el cuadro para vuestro amigo está ya esbozado pero no veréis en él ni Iglesia ni árbol ni planta ni brizna de hierba. A la orilla del mar desnuda y rocosa se eleva la cruz erigida en lo alto: para los que ven, un consuelo; para los que no ven, una cruz».
Naturaleza y Misterio
Quizás «consuelo» sea la palabra clave de la religiosidad de Friedrich. Sus cuadros están siempre cargados de silencio, soledad y melancolía, susurran preguntas cuya respuesta resulta siempre inabarcable para el hombre como inabarcable es la naturaleza y el Misterio que ella encierra. No son cuadros desesperanzados pues si algo percibe con claridad el pintor es que toda la realidad nos habla de la grandeza de un Dios que excede toda medida humana. En sus paisajes aparece siempre la cruz u otros símbolos de la presencia divina: las ruinas de una Iglesia, el ancla de la esperanza, la luz del sol que logra abrirse paso, las espesas nieblas o la luz de la luna que ilumina la cerrada noche. Sin embargo nunca esta Presencia logra vencer la melancolía. La cruz es un consuelo pero nunca una presencia cercana, protege al hombre de la desesperación pero no resuelve su soledad. Frente al Misterio el hombre percibe su grandeza pero también su infinita distancia: es el drama de la religiosidad protestante.
El hombre solo
Friedrich reconoce la pequeñez del hombre frente a la inmensidad del Universo. En sus cuadros la figura humana, cuando aparece, es casi siempre en solitario y desproporcionadamente pequeña. Son figuras contemplativas, nunca realizan ninguna actividad que justifique su presencia junto al mar o en los campos.
No son ni pescadores, ni pastores ni labriegos sino hombres solos, a quienes no vemos su rostro pues, de espaldas a nosotros, miran en silencio el espectáculo de la naturaleza, hombres que no son sino el propio pintor y, con él, cada uno de nosotros que a un metro de distancia contemplamos en la misma posición el paisaje y nos introducimos a través de estas figuras en el cuadro, descubriéndonos por unos segundos protagonistas de este drama. «El pintor, escribía Friedrich, no debe solamente pintar lo que ve delante de sí sino también lo que ve en él mismo. Y si no ve nada en él mismo haría mejor en no pintar más lo que ve delante de sí».
Esta experiencia interior «lo que ve en él mismo» frente al paisaje será el verdadero tema de sus cuadros y lo que puede ir revelando al hombre el Misterio: «escucha con atención tus voces interiores. Debes tener por sagrada toda emoción pura de tu alma, pues en el momento de la inspiración aquello se encarna en forma plástica». El alma, se convierte, así, en el lugar sagrado donde el divino irá lentamente revelándose pues el hombre por sí solo es incapaz de salvar el abismo infinito que existe entre él y Dios: «Custodia en ti el espíritu puro de la infancia y obedece absolutamente a tu voz interior pues ella es el divino en nosotros y no nos engaña nunca».
Friedrich despreciaba a los racionalistas pues comprendía que la razón no es capaz, por sí sola, de responder al Misterio del hombre: «Guárdate de la fría erudición, del razonamiento excesivo y sacrílrgo»; sin embargo, como buen protestante, él deja también al hombre en el centro, y con la responsabilidad de alcanzar a través de la voluntad y de una vida interior profunda, la relación con el Destino: «Para muchos, pocas cosas han sido acordadas, para algunos muchas. A cada uno el espíritu de la naturaleza se descubre diferente; así nadie debe imponer a los otros sus teorías y sus reglas como si se tratase de leyes infalibles. Nadie es un criterio válido para todos, cada uno es sólo criterio para sí mismo y para los espíritus que le son más o menos próximos. Así el hombre no es para el hombre modelo absoluto. El Divino, el Infinito, es su objetivo, lo que debe esforzarse por alcanzar. ¡Es el arte, no el artista! El Arte es infinito, el conocimiento y el saber hacer de todos los artistas es finito». Es este subjetivismo a ultranza lo que deja al hombre orgullosamente solo frente a un Destino que le sobrepasa. La grandeza del individuo está en no abandonar sus preguntas -sus cuadros una y otra vez plantean los mismos temas, la vida y la muerte, el misterio de la naturaleza y el porqué del hombre- pero la respuesta no parece variar con los años: es siempre la misma presencia misteriosa, brumosa como sus paisajes y lejana.
La nobleza de su lucha
Su vida y su obra son una auténtica búsqueda del verdadero valor del hombre, consciente de encontrarse en una sociedad en la que el yo era algo olvidado y confuso, algo despedazado en un montón de parcelas con reglas propias. Friedrich percibirá aún la fuerza del yo y, como todo genio, era profundamente sensible a su misterio. Contemplando sus cuadros, uno no puede menos que admirar la nobleza de una lucha como la suya, pero, a su vez, y sobre todo, surgía en mí un agradecimiento a nuestra historia, que es la historia de al hombre orgullosamente solo frente a un Destino que le sobrepasa. La grandeza del individuo está en no abandonar sus preguntas -sus cuadros una y otra vez plantean los mismos temas, la vida y la muerte, el misterio de la naturaleza y el porqué del hombre- pero la respuesta no parece variar con los años: es siempre la misma presencia misteriosa, brumosa como sus paisajes y lejana.
La nobleza de su lucha
Su vida y su obra son una auténtica búsqueda del verdadero valor del hombre, consciente de encontrarse en una sociedad en la que el yo era algo olvidado y confuso, algo despedazado en un montón de parcelas con reglas propias. Friedrich percibirá aún la fuerza del yo y, como todo genio, era profundamente sensible a su misterio. Contemplando sus cuadros, uno no puede menos que admirar la nobleza de una lucha como la suya, pero, a su vez, y sobre todo, surgía en mí un agradecimiento a nuestra historia, que es la historia de la Iglesia que me ha permitido encontrar al Misterio encarnado y cercano, al que uno tiene sencillamente que seguir en una Compañía humana.
«¿Quién puede pretender conocer lo bello y quién puede pretender enseñarlo? ¿Quién va a poder poner límites al Espíritu y darle reglas? ¡ Seguid inventando reglas, áridos y resecos hombres de lo cotidiano! La masa os elogiará por las muletas que le proporcionáis pero el que tenga fuerzas propias, se reirá de vosotros» (Gaspar David Friedrich).
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