El cardenal Colombo habría cumplido noventa años en el mes de diciembre, aniversario de "La anunciación a María". Durante toda su vida sintió una gran pasión por la literatura. Presentamos en estas páginas una introducción suya a la obra maestra de Claudel
Paul Claudel escribió por tercera vez esta obra teatral tras veinte años de reflexiones y de profundización. Cambió el título a la nueva y definitiva redacción, publicada en Francia en 1912, llamándola L'annonce faite a Marie en lugar de La jeune fille Violaine, como las dos ediciones precedentes, y la calificó de «misterio», es decir una representación simbólica, alusión de una realidad más alta y verdadera.
¿Qué significa el nuevo título La anunciación a María? ¿Y qué mensaje aporta este misterio escénico a los hombres? La respuesta a estas dos preguntas pretende simplemente introducir a la comprensión de la obra maestra de Claudel.
Desde aquella tarde de la Navidad de 1886, cuando en la catedral de París, la fe resplandeció de improviso en el incrédulo y desesperado corazón del poeta de dieciocho años, que entre lágrimas y sollozos repetía: «Dios existe, está aquí, es alguien, es una persona como yo, me quiere, me llama», los renovados ojos de Claudel vieron a Dios por todas partes: lo vieron en la naturaleza y en los paisajes cambiantes de las estaciones, lo entrevieron en la historia de los pueblos y en el destino de cada hombre.
Comprendió que nadie está en el mundo por casualidad: un Amor infinito le ha precedido llamándole de la nada a la existencia. Se convenció de que nadie está en el mundo sin un fin: cada vocación es a la vez misión; a quienquiera que Dios dice «Ven», también le dice «Ve». Ven a colaborar en la obra de la redención, a incorporarte a Cristo, plenitud de vida y centro de la humanidad, como miembro de su Cuerpo místico, como piedra viva del templo de Dios que es Él mismo, ven a proclamar con Él las bienaventuranzas, a compartir Su muerte y Su resurrección y, ve a liberar a los hermanos de las esclavitudes y opresiones, ve a introducirles en la verdad inmutable, en la fraternidad universal, en la esperanza que no decepciona.
La llamada del Angelus
Hemos venido por tanto al mundo porque hemos sido amados y estamos en el mundo para amar. Dios crea a cada uno para un proyecto de amor y se lo revela mediante los dones de naturaleza y gracia con los que les provee y se lo anuncia cada vez con mayor claridad a través de las vicisitudes de la vida. El anuncio más alto fue el que el ángel llevó a María. Elegida entre todas las mujeres para ser la Virgen Madre de Dios, ella acogió y tradujo en vida, vivida con fidelidad inigualable, la palabra de Dios que la llamaba a compartir más íntimamente que cualquier otra criatura la pobreza de la vida, la aflicción por la muerte y el gozo exultante por la resurrección de Jesús, Su Hijo y Señor. El cielo que se cierne sobre la granja de Combernon está invadido por las vibraciones sonoras de las campanas del Angelus: la «anunciación a María» suena en el día que nace (prólogo); suena en el ardiente mediodía (acto II); suena en el atardecer lleno de paz y aroma (acto IV), que parece el fin de las realidades provisorias y el preludio del reposo eterno.
Pero de aquellos cielos encantados desciende la anunciación a María sobre los pequeños hombres que viven y trabajan, sufren y gozan en la tierra, y cada uno a su modo queda tocado. Cada uno, a su modo, siente de corazón que la campana suena para él. También él es llamado, en la estela de la Virgen Madre, a generar a Cristo en los hermanos, no según la carne como María, sino según la fe suscitada en los demás por el testimonio de una vida inocente y caritativa. Aceptar y efectuar el anuncio es el verdadero éxito de una persona. Rechazarlo o trivializarlo es el fracaso de una vida.
Hay corazones que entienden el propio anuncio sólo en edad avanzada, y en aquella hora prueban la amargura de haber perseguido sueños egoístas de felicidad, que no han mantenido la promesa: es el caso de Mara. Hay corazones que oyen el anuncio desde la primera juventud y, con el fin de realizarlo con integridad pura, renuncian a todo sin miedo y todo lo dan sin arrepentirse: tal es el caso de Violaine. Y hay corazones que, sin ser insensibles al anuncio, no encuentran la fuerza para abandonarse a sus exigencias y viven lacerados por una división interior, hasta que al final la gracia triunfa sobre su opacidad y resistencia: es el caso de Jacques.
El lugar de la piedra
Una mañana de un bonito día de junio, la protagonista se presenta personalmente: «Soy Violaine, soy joven, mi padre se llama Ann Vercors, mi madre Elisabeth y mi hermana Mara, mi prometido se llama Jacques. Ya está, es todo; no hay nada más que saber. Todo está completamente claro, todo está dentro de su orden, y yo soy feliz».
Pero la joven confunde «su» proyecto con otro, bien distinto, que Dios había concebido para ella. La despierta de aquella dulce ilusión el maestro Pedro, con una amonestación profética: «La que se necesita para la base no es la misma piedra que se necesita para la aguja. No es la piedra quien elige su lugar, sino el maestro de obra quien lo hace».
Pedro, un día, había osado dirigir un gesto de deseo y un gesto de pecado hacia Violaine y fue castigado por la llaga infame e incurable de la lepra. Ahora se siente inmensamente triste. Le dice la chica: «¿Qué vale más Pierre?¿Que yo comparta con vos mi alegría o vos conmigo vuestro dolor?». En aquel momento oye en su interior la campana del anuncio que le llama a lo que es más grande, a lo que es más valioso: a tomar sobre sí el dolor de los demás para dar a los demás la propia felicidad. Así lo hizo Cristo, que se hizo cargo de la pena de nuestros pecados para colmarnos con la alegría de su inocencia, que sobre la cruz aceptó nuestra muerte para comunicarnos la inmortalidad de la resurrección. Del mismo modo, tras Jesús, María, de todos la más cercana. Lo mismo siente que debe hacer Violaine, en cuyas pupilas ya resplandece «la vocación de la muerte como azucena solemne».
Se inclina sobre el rostro del leproso y lo besa. Con aquel beso le perdona su mal gesto, lo cura de la lepra, toma sobre sí el horrendo mal. Con aquel beso acepta su vocación de víctima inocente para la felicidad de los demás y para la liberación de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo.
Acepta convertirse en leprosa para que Pierre pueda continuar sembrando campanarios y construyendo catedrales. Violaine, la dulce y cándida Violaine, acepta no tener ya casa, ni prometido, ni herencia paterna, para que el egoísmo voraz de la irreductible hermana, la dura, la tenebrosa y la criminal Mara, lo tenga todo. Al final, sin embargo, también en Mara algo se rompe: la gracia resquebraja la armadura egoísta que la encarcelaba y por la fisura también entra en ella un rayo de esperanza. También ella será perdonada. También para ella Violaine no habrá muerto en vano. Violaine acepta que se corrompa su carne en vida para que la de la niña de Jacques y Mara, muerta, no lo haga sino que reviva en sus ojos la luz azul de sus apagadas pupilas, en su boquita una gota de leche de su seno devorado por la lepra. Nunca como el devolver la vida a Albina el anuncio de Violaine se acerca tanto al anuncio de María: también en ella como en la Virgen, la virginidad se hace fecunda. Hay hombres pequeños y hombres grandes. La grandeza y la pequeñez de un hombre se mide por el coraje con el que sabe acoger y con la coherencia con la que sabe realizar el anuncio que le indica un camino de renuncia de sí mismo y donación a los demás, en la forma y en el grado que le toca.
«¿Qué vale el mundo respecto a la vida?¿ Y de qué vale la vida sino para darla?¿ Y por qué atormentarse tanto si es tan fácil obedecer?». Este es el mensaje del «misterio» claudeliano.
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