Muchas cosas están cambiando. Es difícil imaginar cómo será el futuro de nuestra civilización. Es cierta la tarea de los cristianos: dar testimonio de la novedad de vida, encontrada por gracia.
«Un punto de cambio decisivo en la historia más antigua se produjo cuando hombres y mujeres de buena voluntad abandonaron la tarea de apuntalar el Imperio romano y dejaron de identificar la continuación de la civilización y de la comunidad moral con la continuación de tal Imperio. La tarea que en cambio se propusieron ( ... ) fue la construcción de nuevas formas de comunidad dentro de las que la vida moral pudiese ser sostenida, de modo que ya fuera la civilización, ya la moral tuvieran la posibilidad de sobrevivir a la época incipiente de barbarie y de oscuridad. Si mi interpretación de nuestra situación moral es exacta, deberíamos concluir que desde hace tiempo también nosotros hemos alcanzado este punto de cambio ( ... ). Esta vez, sin embargo, los bárbaros no esperan más allá de las fronteras: están gobernando ya desde hace tiempo. Y es la inconsciencia de este hecho la que constituye parte de nuestra dificultad.» (Alasdair Maclntyre, Dopo la virtú, Feltrinelli, Milán 1988).
Ante la gravedad de la crisis en la que nos encontramos, este agudo juicio de Maclntyre se está haciendo cada vez más actual. De manera diversa a como nos querrían hacer creer tan frecuentemente los periódicos, la crisis viene de lejos: no es sobre todo económica o política, sino cultural y tiene ámbito internacional. Es un episodio del ocaso de la época moderna, que está derrumbándose, arrastrada por las consecuencias negativas y paralizantes del ateísmo práctico de masa, que domina en los países más desarrollados.
Frente a la crisis se asiste a un generalizado encerrarse dentro de horizontes limitados (tanto en el plano personal como general, tanto en la cotidianidad como en la reflexión cultural). Actuando así se cree ser más eficaz y concreto, mientras que no es así en absoluto. En cuanto a nosotros, en particular, una posición así es aún más contradictoria. De hecho, el hombre religioso está siempre, de por sí, orientado a levantar y renovar la mirada. El católico tiene además la enorme ayuda que le viene de la casi bimilenaria experiencia espiritual y cultural de la Iglesia, que hoy es la única realidad verdaderamente universal; en cualquier caso la única (al menos por el momento) adecuada al horizonte planetario de nuestra época. Como en tiempos de Gregorio Magno, la nueva evangelización es también una vía maestra para salir de la crisis que, insisto, no es una simple crisis económico-política cuanto más bien una crisis de época. Cuanto más estamos convencidos de que la nueva evangelización, en los términos y modos antes recordados, es nuestro modo de contribuir a la salida de la crisis, tanto más debemos procurar no cristalizarla en doctrina clerical. En el campo civil esto significa, sobre todo, no tanto crear y sostener unas posiciones, cuanto construir a todos los niveles formas de vida que hagan de nuevo practicable y encontrable una mentalidad cristiana. Algunos se alegrarían si nos limitáramos a defender ciertas ideas; otros dan importancia a la polémica con los demás (a veces urgente en la práctica); a la larga lo que cuenta es construir, pero construir obras realmente independientes del consenso del poder, cuya existencia y vitalidad no dependa del Estado, de la esfera de lo político, ni siquiera de manera indirecta. Por el contrario, obras en el sentido más amplio de la palabra, o bien realidades, cualesquiera que sean, en las que exista en concreto la novedad que somos y que proponemos.
No somos de todos modos los demiurgos de Cristo: su acción y su presencia no coinciden obviamente con el perímetro de nuestra acción y de nuestra presencia: esta conciencia libera de la tentación de un activismo ansioso o sin escrúpulos.
Sólo en el horizonte que hasta aquí hemos delineado se colocan las respuestas concretas a la crisis actual.
Traducido por M.J. Conty
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