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Huellas N.10, Octubre 1992

LA MISIÓN

Una jornada en Manaus

Gianluigi Da Rold

La escuela agrícola «Reina de los Apóstoles». Una obra que abre
a la misión. Para Todos

UNA FRASE me ronda­ba la mente mientras viaja­ba por Brasil y el Amazo­nas: «Cuando los hom­bres se encuen tran, siempre sucede algo». Esta idea, en el fondo, me ha acompañado siem­pre en mis viajes por el mundo. ¿Una esperanza? ¿ Una constatación? No lo sé. Recuerdo, una noche, cerca de la Isla de Coco, a mil millas mar adentro del Perú, en el Océano Pacífico: vi, des­de el remolcador en el que me había embarcado, un pequeño fuego y el perfil de tres personas. Hubiera que­rido acercarme para hablar con ellos. Ya no me atraía ese interminable negro del Océano y del cielo, sino sólo aquel fuego con tres hombres alrededor. La natu­raleza es bellísima pero, a menudo, completamente inútil sin el calor y las acciones del hombre.
En el Amazonia uno se puede perder en un infinito horizonte de plantas; uno se puede quedar descansando en una acogedora cuna bajo árboles capaces de esconder los rayos del sol; uno se puede quedar, fijo e inmó­vil, casi hipnotizado, miran­do el gran lecho de agua del río Amazonas. Pero la Amazonia sería una luna angustiosa si, entre aquellos árboles a la orilla del gran río no se pudiera encontrar a los hombres de la selva y a los otros hombres que quieren conocerles. Mi impacto con los nuevos misioneros del Amazonia brasileña ha tenido lugar en este contexto de pensamien­tos. Me he quedado fascina­do, pero casi insensible, viendo el «encuentro» entre dos aguas: las frías, marrón claro, del río Solimoes y las oscuras y calientes del río Negro. Pero me ha venido una sonrisa espontánea, he sentido una dulzura en el corazón cuando he visto, bajo un cobertizo, un sacer­dote bergamasco hablando con un indio janomani. Y confortado, me he vuelto a decir: «Siempre sucede algo».

Una escuela en la selva
Me encontraba a pocos kilómetros de Manaus, en una gran hacienda donde había árboles de café y gua­raná. Una escuela de agricultura en medio de la sel­va: «Escala agricola Rainha dos Apostolos». Un peque­ño pueblo: blancos europeos, cabocos; brasileños e indios.
Lo primero que te provoca la curiosidad es cómo los indios, de tan diversas tribus, llegan hasta la escuela. El viaje había sido largo, dificultoso, y estaba previsto que tuviera una larga duración, de meses. Terminado el curso retor­nan a la aldea de la tribu. Para volver, poco después, de nuevo a la escuela. Así durante cinco años. Venían de lugares desconocidos, incluso para el turismo de aventura, aldeas perdidas por la selva: Sao Gabriel da Cachoiro, Manes, Eirumpé, Alta Zes. La hermosa joven caboco, encargada de tareas de dirección en la escuela, tiene uno de esos nombres portugueses de tiempos de la conquista: Regina da Sil­va Nunes. Mientras sonreía, hacía un elenco de las tri­bus: «hay algunos jóvenes Baniwa, Janomani, Tucano Baré, Sataré Mané, Mundu­ruk: grandes pueblos, ricos de tradiciones, con sus secretos de medicinas vege­tales, con las ya seculares costumbres de vida típicas del interior de la selva».
Los jóvenes indios habían sido convocados por una escuela que les enseñaría a cultivar mejor, a economi­zar los productos de los árboles, a mejorar las crías de ganado. En las tribus hubo discusiones, encuen­tros, preguntas y, finalmen­te, decisiones. Los jóvenes indios habían cogido el mejor camino de la selva, el del río Amazonas. Habían hecho trechos en canoa, a continuación habían subido a grandes barcos, para remontar lentamente el río. Eran días y días de navega­ción, con escaso equipaje y una hamaca para dormir, doblada como un pañuelo, bajo el brazo.
Su viaje terminaba en Manaus, la capital de la Amazonia, ciudad que parece salida de una pelícu­la de aventuras de otros tiempos, con personajes que, quieran o no, recuer­dan el Jean Paul Belmondo de «El hombre de Río» o el Humphrey Bogart de «Casablanca». Caras rudas en un puerto fluvial asedia­do por el cólera; tipos duros vestidos de blanco en los cafés de la plaza principal, donde la vida transcurre casi en la fiebre de un calor tórrido: más de 30 grados de media, pero incluso más de cincuenta cuando es época.
Los jóvenes indios llega­ban (y llegan) con sus rostros compuestos y silencio­sos, con sus largos cabellos que recogen por detrás cuando descienden de los barcos. Todavía les quedan unos kilómetros de camino de tierra a lo largo de la sel­va, un largo camino batido que conduce junto a la frontera venezolana. En sus primeros kilómetros está la «Escola agrícola Rainha dos Apostolos».

Dos razones
La llegada de los indios a la escuela agraria cercana a Manaus tiene dos significa­dos. Uno es estrictamente económico, encuadrable en lo que se denomina coope­ración internacional. No es un hecho secundario, por­que significa ver si los ita­lianos son todavía capaces de exportar tecnología al Tercer Mundo, y si están en grado de rescatarse de esa triste historia, de esa mala reputación de la que gozan en el mundo: la coopera­ción internacional trucada.
En casi todos los paises del Africa negra se pueden hacer listas y listas de sobornos vergonzosos, hechos sobre la piel de los «desesperados de la tierra». ¡Algo más grave que nues­tras comisiones en el borde de la legalidad! Se dan casos de presas cuya cons­trucción ha costado miles de millones de pesetas en lugares donde ni siquiera hay ríos; criaderos sin sen­tido para la población, pero con el preciso objetivo del más torvo de los benefi­cios; intercambios artifi­ciosos; rentas instauradas con cínico realismo. No basta con ver los resulta­dos globales, trágicos para esa Africa que es objeto de la así llamada cooperación internacional; es necesario ir a ver los activos de las cuentas corrientes de las empre­sas que han ido a trabajar al Tercer Mundo y las comisiones que se han embolsado algunos polí­ticos italianos para entender todo esto.
Para comprender que no todo es así resulta saludable una visita a la escuela agraria del Amazo­nia. En este lugar cercano a Manaus hay dos miembros de CL que han estudiado agricultura en la universi­dad. Mauro Zicche, lombar­do, y Carlo Achil, friulano. Parecen dos Junker alema­nes, aquellos que se levan­taban antes que nadie para ir a trabajar, aun siendo los jefes y los mejores. Pero de los Junker, Achil y Zicche, sólo recuerdan la abnega­ción. En ellos hay una gran curiosidad en dar conoci­mientos, en acompañar en el camino del estudio y las aplicaciones. Y todo por un sueldo que en Italia no les bastaría para poder subsis­tir. Debería ser siempre así. En efecto, es difícil separar el concepto de cooperación del de misión; al menos en el Tercer Mundo. La divi­sión tiene lugar, probable­mente, sólo entre los laicis­tas más encallecidos, sin ningún respeto hacia la caridad. Ellos pueden encontrarse siendo coope­rantes capitalistas en una realidad de drama y priva­ciones.
Achil y Zicche nos enseñan, en cambio, cómo se limpia el terreno, dando explicaciones sobre las nue­vas técnicas de cría de ganado, ofrecen consejos útiles sobre las enfermeda­des de las plantas, enseñan a hacer los injertos en una cultura campesina que no los conocía. La exportación de tecnología se aplica en una realidad difícil, particu­lar. Pero se tiene un gran respeto a esta realidad. A ninguno de aquellos blan­cos europeos se le ocurriría mostrar formas de mono­cultivo, de cultivo intensi­vo.
A pocos cientos de kiló­metros de distancia de Manaus se pueden ver los grandes cultivos de la Uni­ted Fruits, las posesiones de las grandes multinacionales extranjeras, que miran úni­camente a la explotación del terreno, hacer de la zona ecuatorial y tropical de América Latina el inver­nadero-supermercado de los infinitos y sofisticados consumos del Occidente. Una opción inútil, econó­mica y humanamente, para los indios y para la Amazonia. Saba Rey, secreta­rio de asuntos sociales del Amazonia, mirando a la realidad de la escue­la agraria, establece con franqueza una compara­ción: «ésta es la única alternativa seria, con estudio, con formación profesional, con indica­ciones económicas, que puede resolver nuestros problemas». Mauro Zic­che, complacido, hasta se permite producir un queso que, generalmen­te, se hace en el Lodi­giano. (ndt.: una peque­ña zona de Lombardía).
Los resultados econó­micos de esta forma de cooperación se pueden ver. El éxito de la escuela agra­ria de la Amazonia está a la vista de todos. En este caso, desde un punto de vista objetivamente económico, la cooperación italiana que­da rescatada de años de ver­güenza.
Pero el segundo de los dos significados de los que hablábamos es más impor­tante, más interesante, más comprometedor. Es el sig­nificado misionero de la «Escola agricola Rainha dos Apostolos». A 500 años del descubrimiento de América hemos tenido que oír de todo sobre la «Con­quista», sobre el papel de la Iglesia en América latina. Prevalece un esquematismo en el análisis verdadera­mente impresionante. No es tarea mía, en esta sede polemizar con dicho análi­sis. Quisiera sólo recordar un hecho: la natural, hodierna, realidad común de todos los marginados del mundo, frente a la gran reestructu­ración del poder a nivel internacional. Es más fácil ver la semejanza en los rostros de un indio y de un subproletario napolitano, hoy, que la semejanza entre ese mismo napolitano y un rico operador de bolsa milanés. Me complace ima­ginar que los nuevos misio­neros van a vivir junto con sus semejantes, más allá del océano con los mismos problemas existenciales y humanos. Precisamente desde esta premisa me impactan a fondo las esce­nas de la vida cotidiana de la escuela agraria del Ama­zonas. La diversidad de puesto de trabajo jamás suprime un tejido humano común. He aquí la comu­nión, la vida común que he leído en los escritos de Bar­tolomé de Las Casas. He aquí el «compartihar» la vida de todos los días, las esperanzas, el trabajo, el drama y la alegría.

Nuevos misioneros
Los nuevos misioneros han llevado a cabo en el Amazonia una pequeña revolución misionera, una nueva evangelización. He hablado con muchos misio­neros que andan por el mundo. Algunos han llega­do hasta los lugares más perdidos del mundo para hablar del evento cristiano. Don Giorgio V accari, antes de ocuparse de los «ninos de rua» en Bahía, ha ido por todas las aldeas de la Amazonia a decir misa. Otros todavía viven en algunas aldeas perdidas junto con los indios.
Ninguno puede, cierta­mente, erigirse en juez de elecciones y experiencias de otros, pero se nos concé­da al menos que exprese­mos nuestro parecer sobre la utilidad de algunos expe­rimentos. Dice Don Massimo Cenzi, un párroco de Manaus: «Estoy contento de que los indios lleguen desde la selva a la capital de la Amazonia. Muchos misioneros, en tiempos, avanzaban hasta las aldeas del interior y vivían con los indios. Creo que es mejor esperarles a medio camino. Cada uno sigue siendo lo que es. Y cuando uno se afirma suficientemente en sus propias raíces, no renie­ga, la ayuda puede ser más grande por ambas partes».
En esta frase de Don Massimo he percibido las ganas de trasmitir el propio ser a los otros y, a un tiem­po, de encontrar una raíz común. Espontáneamente me ha venido a la mente una asociación con la esce­na de la película «La misión». El jesuita que escala las cascadas, y ve a los indios del guaraní, no empuña la cruz. Por el con­trario toma una especie de flauta rudimentaria y la toca. Busca en la música el encanto, el prelenguaje de las emociones, el terreno de una comunicación, de un modo de hablar. Va a gol­pear, en la concreción de la vida, los sentimientos de los otros. Al final vence en su batalla por el diálogo.
En la «Escala agrícola Rainha dos Apostolos» hay un comedor común, hay pequeños establos que vigi­lar, hay instrumentos de agricultura que sirven para labores comunes, se impar­ten lecciones de técnicas agrícolas. Hay incluso cam­po de fútbol. En definitiva, antes está la vida, la que te llena todos los días. Está la realidad que entre todos hay que afrontar. Está la concreción de un día, de una semana, del tiempo de sembrar y de recolectar.
Cuando, al final, se habla de Dios, no hay ninguna explicación propedéutica, no hay ningún elenco de preceptos, no se ofrece nin­gún códice de valores. Dios se impone, antes de nada y como explicación de todo, como una exigencia imprescindible tanto para el blanco europeo como para el indio amazónico. Y cuando el sacerdote católi­co habla del evento cristia­no, cuenta una historia car­gada de humanidad, centra­da en la historia real, en la historiografía de Jesucristo.

El encuentro con otros hombres
Es difícil entender inme­diatamente cómo un indio Baniwa o Janomani recibe en su cabeza y en su cora­zón aquella historia, aquel mensaje que no tiene las características de su cultura religiosa. Y, sin embargo, precisamente en este caso se hace verdadero lo de: «Cuando los hombres se encuentran, siempre sucede algo». En ese mensaje dicho con gran sencillez, está la carga del trabajo común hecho durante el día, está la ayuda demostra­da en la concreción de haber estado juntos lim­piando a los animales o roturando un terreno. El mensaje, el relato acompa­ña y explica tu último e ine­vitable razonamiento: ¿por qué hacemos esto juntos? ¿por qué siento la exigencia de que comprendamos, jun­tos, las acciones de mi vida y las razones mismas de esta vida?
Al final llega un momento en que todo se pone en dis­cusión. Hasta tus tradicio­nes, tu modo de vivir, here­dados desde hace siglos, se modifican frente a un encuentro con otros hom­bres. Don Giuliano Frigeni, un día, se encuentra frente a un indio que ha seguido sus clases, que ha dialogado incluso sobre el Sentido Religioso de Don Giussani y ahora tiene objetivas difi­cultades existenciales. Explica el joven indio: «Giuliano, yo comprendo lo que se entiende por respeto a las mujeres y lo comparto. Pero yo vivo en mi tribu. Ahora llega el momento en que debo tomar mujer, escoger. Y para escoger debo probarlas. Casi todas, ¿comprendes?» Don Giulia­no le mira, piensa, incluso quizás suda, pero no preci­samente por el calor ecuato­rial. Después le parece justo decir una cosa que es a un tiempo signo de gran respe­to y esperanza: «Estoy seguro de que te comporta­rás lo mejor que puedas».
No hay más cosas que añadir a las jornadas de esta vida tan ordinaria como intensa. Queda sólo reco­rrer las noches de esta comunidad perdida en el Amazonia.

Por la noche
Las noches, en el Tercer Mundo, son la pausa más bella, todo se para verdade­ramente. Decae la angustia por encontrar comida, cesan todas las preocupa­ciones, el calor del sol deja de golpearte, puedes beber y hablar en la tibieza de la noche. Puedes soñar inclu­so sin dormir. La vida es dulce, impregnada de una sensualidad bella y natural. Hablan los blancos europe­os: «Allí hay un tesoro enorme, millones en oro»; «Los indios conocen medi­camentos que se podrían comercializar: un negocio colosal»; «¿Queréis beber algo más? Hay por ahí algo de "grappa"»; «Insisto: la Neblina es la montaña de oro, allí habría que excavar minas». Las luces son bajas, atenuadas. Todos saben ,que hay que ir pron­to a dormir para recomen­zar a vivir bajo el sol.
Pero está la alegría de la noche, tras el día dedicado al trabajo y un pensamiento dedicado al sentido de la vida. ¡El sentido de la vida! Aquí existe todavía: sin consumos sofisticados, sin moquetas, sin cremas para la cara, sin dietas, sin vesti­dos aburridos y refinados, sin la hipocresía de los salo­nes, sin discusiones sobre inflación, devaluaciones, recesiones, el gobierno, la alternativa, el europeísmo.
Qué bella es la aventura bendecida por Dios. Es como vivir en una película de John Ford.

Traducido por Jose Claveria

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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