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Huellas N.10, Octubre 1992

LA CARIDAD

La nueva ley

Renato Farina

La Fraternidad, lugar de relaciones cambiadas.
Cuya ley es la caridad. Gestos de «caritativa» como educación en esta dimensión. Hasta las obras. Veamos un ejemplo


«NATURALMENTE es imposible para mí ponerme a explicar qué es la caridad tal y como yo la he asumido y experimentado en la Fraternidad. Soy un perito de la escuela nocturna, y además todo está escrito en el catecis­mo. ¿Bastaría decir que la caridad es el amor de Cristo, que es una gracia? Solo sé que la he probado y que la pruebo: me ha llegado como un don, y sé que es la palabra que surge en los labios de todos -sean o no cristianos y sepan o no lo que dicen- cuando se topan con la obra que se llama Coope­rativa Solidaridad». Lorenzo Crosta tiene poca barba, pero revuelta. Sus manos tienen la agitación del que un día fue sindicalista, convencido de la causa, dispuesto a perder todo su tiem­po para convencer a su interlocutor de su justa lucha. Te das cuenta de que lo hace porque ama su batalla, y aunque esto es bonito, podría quedarse en un quehacer cotidiano. Pero lo que sorprende -milagro cristiano- es que no hay agitación alguna cuando se dirige al interlocutor: adviertes que su causa coincide con la atención hacia ti que le escuchas, se funde con el deseo de implicarte en una amistad, de caminar contigo hacia algo grande.
La Cooperativa Solidaridad no pue­de hacer más que suscitar en nosotros expresiones de asombro. Cualquier persona, entrando en aquellas naves o únicamente leyendo los datos de esta realidad, siente que vienen a su men­te palabras insólitas que definen dicha realidad, palabras recogidas de los recovecos olvidados del corazón: como caridad. Esta cooperativa dura ya diez años y «agradeciendo a la Providencia», dice Crosta, que lo rige todo, lucha día a día con las cuentas y no siendo precisamente un soñador­ se mantiene en la desastrosa coyuntu­ra económica general, apretando los dientes pero tirando adelante. Es una especie de milagro de la ingeniería caritativa. Allí trabajan, según las cifras de este verano, 102 personas. Lo más sorprendente es que los socios asalariados son casi en su tota­lidad personas minusválidas. Hay jóvenes con deficiencias mentales y muchachos con el síndrome de Down. Hay un afecto visible que une a esta gente y que es el carburante cotidiano de un trabajo que saca ade­lante cuatro talleres y una oficina situados en las regiones del alto Varese y de la Brianza milanesa. Sobre esto se podría escribir un trata­do de economía empresarial. Pero no es éste el lugar indicado para que especialistas de la materia analicen esta cuestión como si se tratase de una asociación que se sostiene y se rige expuesta a las inflexibles leyes del mercado. Aquí se trata de com­prender juntos cómo en la Fraterni­dad brota la educación a la caridad. De tal forma que después germinen en frutos tan visibles y sobresalientes como éstos.

Qué es la caridad
Lanzamos a Lorenzo Crosta la palabra caridad. Tiene 37 años. ¿En qué se ejemplifica para ti la caridad? ¿ Qué hechos te han reclamado a la caridad en tu historia? Uno se espera­ría toda una relación de su obra, del amor que allí dentro ha dado y recibi­do, de esta obra que atrae, justamen­te, las miradas de todos. Y, sin embargo, lo primero que cuenta es que algo ha golpeado las entrañas de su familia, llamándola a una prueba terrible. «Terrible, sí. Y a pesar de todo allí está la mano de la mísericor­dia». La palabra caridad para él está ligada a la experiencia de la pérdida de un hijo deseado.
Le pido que, si quiere, hablemos de ello. Dice: «Era el tercer hijo que esperábamos. Mi mujer estaba en el sexto mes de embarazo. Tengo pre­sente en la memoria a este niño y la fe de mi mujer. Ingresó en el hospital y, antes de pedir ayuda (no hubo tiem­po), se encontró rodeada por las perso­nas de la Fraternidad que trabajaban en aquella planta. El monitor indicaba que el pequeño se movía con vida pro­pia. Al día siguiente ya no. Mi mujer me confió que aquella criatura estaba como mecida por el ritmo de su respi­ración. Supuso un dolor grandísimo y yo no comprendía hasta el fondo las palabras de Martina, que estaba llena de confianza: «Hay que pedir que se haga más claro, que podamos ver en medio de esta niebla».
En aquel hijito nuestro, nosotros habíamos sido aco­gidos por la misericordia. Se nos había dado y se nos había arrebatado. Pero la presencia de este pequeño era para nosotros aún más verdadera, a pesar de ser invisible. ¿Eran ilusiones mías? ¿Me estaba confiando a algo irracio­nal? ¡No! En aquellos días -era invier­no- volvía de un encuentro con un empresario: se trataba de poner en marcha la cooperativa y de llegar a un acuerdo. Era un día bonito, pero había mucha niebla. Entendí la petición de mi mujer: el camino, mi casa, eran un hecho seguro y, sin embargo, tenía que andar a tientas como en una noche brumosa. La niebla no es un buen motivo para dudar de la realidad. Por eso cada día en nuestra cooperativa rezamos por todas y cada una de las necesidades. Estamos dentro de la nie­bla, pero sabemos que ahí está esta caridad infinita que nos viene al encuentro. Hemos experimentado el inicio, y cada día es un inicio nuevo. Esto es: el asunto de la cooperativa, el hecho de aquel hijito mío perdido y vuelto a encontrar, me reclaman a mi inicio». Añade: «Todo se explíca con aquel inicio. He sido acogido; ¿cómo puedo no acoger? Aquellos a los que yo he acogido me acogen a su vez, y se abren a los otros reconociendo lo que uno de ellos, un chico Down, ha llamado el Paraíso». Como ha dicho un amigo suyo: el cristianismo es una partida de ping pong, donde no eres tú el primero que tira la pelota. «Es más,-continúa Crosta- cuando la pelota cae, nunca se vuelve a comenzar gra­cias a nuestras fuerzas. Lo que pode­mos hacer es pedir».

«Tú, Lorenzo»
Sea como sea, Crosta, desde peque­ño es una persona avispada y de una gran familia. Nace en 1955 en Campo­darsego, en la provincia de Padua. Tenía tres meses cuando los suyos se mudaron al Venegono Superior, en el Varesotto. Cada noche, en su casa, se rezaba el rosario. Asistía a la primera misa de cada día, a la del amanecer. Además de buen monaguillo, estudia­ba bien el catecismo y ganaba pre­mios; era un buen aspirante a la Acción Católica. «Entro en crisis a los 15 años. Tengo que dejar de estudiar y empezar a trabajar; nadie me sabe dar una perspectiva, un sentido a todo esto. La injusticia es fuerte. Entro a trabajar en Alfa Romeo, en manuten­ción de hornos. Mientras tanto estudio por la noche. Por motivos de salud cambio de trabajo, pero continúo sien­do un contestatario duro. Doy vida a colectivos de izquierda. Leo textos sagrados de la revolución y escribo panfletos que reclaman a los valores: sobre todo a la justicia. Me diplomo y voy a la mili en el 76».
¡Ah, la mili! Una experiencia horri­ble. Sale de allí «con un odio bestial, malo, hacia la simple tradición cristia­na». Cree poder salvar lo salvable de su historia fundiendo en una sola ideolo­gía cristianismo y socialismo. ¿Comu­nión y Liberación? «Me daba ganas de vomitar, era mi enemigo». Es el final de los años 70. Y hay una asamblea pública sobre Nicaragua. «No resisto y le digo cosas malvadas a Pippo Ciantia, el responsable de la pequeña comuni­dad local de CL, al que conocía desde los tiempos de la parroquia, un sicilia­no de temperamento enérgico. Nos esperamos fuera para discutir. Yo digo una palabra y el otra. No me deja, dis­cutiendo, pero no me deja. Estábamos debajo de las ventanas del despacho parroquial. El cura, don Giancarlo, nos conocía a los dos. Quizá quería dormir, quizá deseaba que fuéramos amigos. Apoyado en la ventana nos dice: «Eh, chicos, poneos de acuerdo». Yo le grito un insulto. Y él dice: «¿Venís mañana a comer conmigo?» Pippo se me antici­pó: «De acuerdo». Volví a casa con una inquietud horrible. ¡Ah, ese Pippo! ¿Qué le importo yo? ¿Qué le empuja? No sabía darme una respuesta. Veía esta fuerza en acto que me buscaba, que me estrechaba. Lo mismo que vio mi mujer frente al pequeño muerto en su seno. Esta inquietud permanece en mí todavía hoy. Experimento que hay alguien que se ocupa de mí. Que hay respuesta a mi necesidad. No teórica, sino como algo que se ha hecho encon­trar... Y mete un fuego en los huesos. Tiene un nombre, la respuesta es Jesu­cristo, presente en la historia, que me ha abrazado en aquella atención un poco discutidora de Pippo. Él quería valorar lo que yo era. No quería vencer dialécticamente sobre la situación de Nicaragua (¡también!). Deseaba com­partir todo conmigo, quería que yo fue­ra yo. Y yo percibía que no lo hacía por pietismo o por deber. Era un hecho natural. Pero de otra naturaleza, de una naturaleza cambiada. La naturaleza de una vida nueva, que alguien le había regalado. Por primera vez descubrí que la fe, la justicia -que era lo que más me apremiaba, como un nudo en el pecho (rechazaba la palabra caridad, pero ahora digo: caridad)- no están al final de un recorrido de valores, sino que surgen, como gracia, desde un encuen­tro. Y esta fe, esta justicia, esta caridad crecen repitiendo aquel encuentro, haciendo memoria de aquella presencia


Traducido por Paloma Galan

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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