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Huellas N.10, Octubre 1992

EL FUNDAMENTO

El milagro de la compañía

Luigi Giussani

La finalidad de la Fraternidad es ayudarse en el camino hacia el Destino. María es guía y sostén. Por eso la peregrinación a Lourdes

LO QUE ORIGINÓ la historia de la Fraternidad fue una comparación con los Memores Domini. Quienes participan de esta experiencia tienen una característi­ca: la vida como vocación está en el ori­gen de su decisión y, por consiguiente, tiende a gobernar toda la vida. Pero la vocación fundamental, común a todos, es el Bautismo. Tomar conciencia del propio Bautismo quiere decir tomar con­ciencia de la vida como vocación.
De aquí derivan todas las característi­cas que distinguen a la forma de convi­vencia y de compañía de la Fraternidad.
1. La vocación, tendencialmente, debe determinarlo todo.
2. La vida como vocación es practica­ble solamente como un don continuo y reiterado del Espíritu. Ese don pasa a tra­vés de la carne de una mujer, María; toda la Gracia, que hace la vida nueva, pasa por su carne. Por eso la oración se convierte en la expresión más adecuada de la autoconciencia; y revela que su verdadera esencia es la petición. Veni Sancte Spiritus, veni per Mariam.
3. El trabajo es la primera misión que uno debe cumplir, con madurez y res­ponsabilidad. El que no cumple bien esta misión puede dar vueltas por todo el mundo pero no será verdaderamente misionero.
4. En todo ello -vida como vocación, oración, devoción profunda y fidelidad absoluta al trabajo- estamos apoyados por una compañía.
Este es el punto: hace falta que se cree esa compañía. Porque esa compañía no se da automáticamente; está potencial­mente en todos los que forman parte del movimiento, pero como compañía real, operante y activa tienes que crearla, tie­nes que quererla y, por ello, suscitarla. Tienes que decirle a tu amigo: «Estamos caminando juntos hacia el Destino, estamos caminando juntos hacia la santidad: ¡ayudémonos!». Necesitamos crear la compañía con sus expresiones inevita­bles.

Signo
La presencia de Cristo para mí -aquí y ahora- es una compañía o, mejor, reside en una compañía. Él está dentro de la compañía definida por el carisma común. El carisma es la primera cualidad definitoria de la compañía que el Espíritu prevee por medio del Bautismo; y permanece siendo la fundamental. El carisma es el terminal del Misterio de la Encarnación; éste quedaría como suspendido y, por consiguiente, resultaría inmediatamente abstracto, si no llegara a tocarme en carne y hueso: «Mi carne exulta por el Dios vivo» (Sal 84,2): el Dios vivo está dentro de la circunstancia particular, del signo que es la compañía que nos aprieta de cerca.
Esta compañía tendrá como primer cri­terio la facilidad de conocerse y la prefe­rencia afectiva, pero luego tiende a dila­tarse como puede para acoger a otros. Se crea la compañía donde se puede y la cantidad de sus miembros debe ser dis­creta (aunque no hay una norma numéri­ca), de manera que permita ayudarse.
La Fraternidad, nacida con esta intui­ción -que la vida es una vocación y, como tal, implica la unidad con quienes tienen la misma vocación bautismal- es única. Los diversos agrupamientos en que se reúne esta amplia compañía no son fraternidades sino grupos en los que vive la única Fraternidad. La Fraternidad es una: así está reconocida en el docu­mento oficial de aprobación por la Santa Sede.
La realidad de Comunión y Liberación en su conjunto vale por el reconoci­miento que la Iglesia ha dado a la Fra­ternidad, y por ello vale ante todo por la presencia de las personas que viven la Fraternidad. Comunión y Libera­ción es el ámbito de desarrollo educa­tivo que la Fraternidad se ha dado.

Regla
Hay algunas cláusulas que observar para ser de la Fraternidad, pero se tra­ta de cláusulas que deberían ser obser­vadas tout court en todo el movimien­to. Las sintetizo en tres puntos:
l. La seriedad en la oración. Entrar en la Fraternidad favorece que se renueve esa seriedad. La oración debe ser cotidiana.
2. El amor a la pobreza. Se insiste en el fondo común -que es uno sólo para toda la Fraternidad- como señal de la estima por la virtud de la pobreza y de la voluntad de vivirla. Por eso, quien se marca cinco céntimos, que dé cinco céntimos, y quien se marque cinco millones que dé cinco millones. Este detalle demuestra también nuestro gusto por la libertad; el amor a la libertad ha dictado todos los matices de la vida de la Fraternidad.
3. Fidelidad a la compañía como regla. Siempre hemos definido la regla como una amistad guiada al Destino, una compañía de gente que camina hacia el Destino. Pero debe subrayarse que nuestra amistad es una amistad guiada. Quien guia recuerda -mediante su modo de expresarse- la finalidad última, con frecuencia olvidada, que es la ayuda para la santidad. No se puede estar en la compañía sin obser­var la regla suprema de la obediencia a quien guía confrontándose con las razones que propone. Uno puede ir al paraíso a través de muchos caminos; pero nosotros estamos juntos porque en un momento determinado de nues­tro caminar hacia el Destino hemos tenido un encuentro persuasivo, razo­nable, afectuoso, fiel, delicado, gratui­to; debemos, pues, seguirlo.

Peregrinos
Una compañía guiada hacia el Destino es una compañía que camina. No podemos evitar la conciencia de que somos peregrinos. Nuestra peregrinación a Lourdes quiere recordar esta dimensión.
Si Dios vino entre nosotros para morir, quiere decir que la vida es algo fatigoso. En efecto, es la prueba para llegar a donde nos espera ese «Reino celestial -como decía Jacopone de Todi- que celebra todas las fiestas que el corazón ha anhelado»; donde nos espera la felicidad. Ahora bien, gracias a Dios, la personalidad humana, no tiene necesidad para la peregrinación de la vida hacia el Destino, más que de una cosa muy elemental: una gran sencillez de corazón, una pobreza del alma y del espíritu. La Virgen María es el «tipo» de este hombre caminante hacia su Destino, de este protagonista nuevo del tiempo.

Disponibilidad
La sencillez de María le permitió estar disponible al designio de Dios. Ella también, como cualquier otra fiel judía, tenía en su mente cómo debía ser el Mesías que todos esperaban: tenía que poner paz en los corazones y en la sociedad, y habría convertido en feliz el camino de la vida. Sin embar­go, el que Dios, para llevar esto a cabo, fuera a hacerse niño en su seno, esto era imposible que lo pensase. No obstante, ante la misteriosa pero evi­dente propuesta del ángel, María dijo que «Sí».
«Mis caminos no son vuestros cami­nos, mis pensamientos no son los vuestros» (Is 55,8); el plan de Dios nos supera por todas partes siempre; no podemos encerrarlo dentro de los límites de nuestra imaginación. El que está siempre dispuesto a cambiar según lo que Dios quiera -y Dios muestra su querer por medio de las circunstancias- no está pegado a nada de sí, es libre.
Cuando se es libre -y somos libres cuando estamos disponibles para lo que Dios quiera, porque el hombre es libre solamente ante el Infinito- se está inmediatamente dispuesto a reconocer y a satisfacer las necesidades de los demás. En efecto, nada más marcharse el ángel, María decidió enseguida hacer un viaje de más de cien kilóme­tros a pie para ir a ver a su prima Isa­bel, quien, como le había dicho el ángel, hacía seis meses que estaba encinta.

Fe
Después del sí de María, «el ángel se marchó». A mí me gusta ensimis­marme con ese momento en el que la Virgen, una muchacha de quince años, se encontró sola con aquel hecho que todavía no podía sentir dentro de sí, pero que comprendía que ya había sucedido y que iba a desarrollarse.
¡Sola! No había nada en lo que apo­yarse. En aquel momento tocó el cul­men de eso que llamanos fe. La mayor expresión de la libertad del hombre ante el Infinito es su capacidad de fe, que es la capacidad de ver el Infinito, de ver el Misterio dentro de la apa­riencia de las cosas. En aquel momen­to ya no había nada aparentemente, pero María creyó, mantuvo su adhe­sión a la evidencia que le había suce­dido, comprendió que, detrás de aquel silencio aparente, el gran Misterio por el que había sido creada la humanidad y que todos esperaban de diversos modos, había tenido lugar. Y se adhi­rió a Él.
La fe es reconocer esa presencia grande del Misterio, el Misterio del Padre y el Misterio de Cristo. Dios que se ha hecho presente identificán­dose con la precariedad de la materia. Dios estaba en su cuerpo de jovencísi­ma mujer; Dios estaba en aquella casucha llena de oscuridad. Las cosas son un signo, es decir, una introduc­ción a la verdad y a la vida que es Dios, Dios hecho hombre, hecho carne dentro de ella. Y cuando le veía jugar de pequeño, cuando le veía, ya más crecidito, tratar de ayudar a su padre, cuando le veía, ya joven, trabajar, cuando le veía hablar con la gente que se reía de él, ella reconocía sin duda alguna que el gran acontecimiento estaba sucediendo, que el Misterio de Dios estaba dentro de aquel hombre que había nacido de su seno.
La fe es la justicia del hombre. El hombre que camina por la vida de manera justa es que vive la fe, porque sólo mediante la fe se vence la apa­riencia, lo efímero de las cosas; de otro modo todo se fragmenta y desa­parece, todo se muestra como nada.

Fidelidad
De la fe deriva la fidelidad. La Vir­gen fue fiel aún cuando las cosas pare­cían contrarias a lo que esperaba, a lo que se le había dicho. Se le había dicho que su hijo se convertiría en el jefe del pueblo, en su salvador, y en cambio... era aplastado por todos, con­denado por todos.
Stabat Mater. Estaba de pie cerca de la cruz en la que su hijo moría. ¡Qué sentiría en su corazón! ¡Qué reflejo le atravesaba en aquellos instantes! Pre­cisamente por haber participado de ese modo en la muerte de su hijo, María participó también en el gran don que su hijo hizo al mundo: la salvación. Colaboró en nuestra salvación. Sin su «sí», sin su mediación no estaríamos salvados. Por eso estamos llenos de gratitud y por eso, justamente, la lla­mamos Madre.

Milagros
Cristo ha resucitado y se ha situado ya en la raíz de las cosas, se ha situado ya -con la Ascención- en el lugar que tendrá por toda la eternidad: como Señor de todo. Y su Madre participó de este señorío que lentamente va emergiendo con el tiempo.
Pero, ya antes del fin de mundo, el Señor realiza cosas tan grandes que parecen el fin del mundo: los milagros. ¡Cuántos milagros ocurren por medio de María! ¡Cuántos milagros en Lourdes! El mayor milagro que puede obrar la Virgen es darnos la sencillez de su corazón y la disponibilidad para con el que nos ha creado y nos espera al final. ¡Que la Virgen nos dé la fe que sabe ver en el hermano y en las cosas una introducción al Misterio de Cristo! ¡Y que nos dé la gracia de ser fieles aún cuando las cosas parecen ir mal, aún cuando nos parece que las cuentas no cuadran!
Un hombre que reconoce a Dios hecho hombre, que reconoce a Cristo muerto y resucitado, que reconoce que Él es el Señor de todo, un hombre que cree esto y se lo dice a su mujer, a sus hijos, a sus compañeros de trabajo, un hombre así es el milagro más grande que haya. Que María lo repita en cada uno de nosotros.


Traducido por JOSE MIGUEL ORIOL

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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