9 de diciembre de 1531, la Virgen se le aparece a un indio recién convertido. Como signo deja un manto con su rostro estampado. No es ni español ni indio, sino mestizo: imagen
del nuevo pueblo cristiano que estaba naciendo
«Es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización». Esta afirmación de los obispos latinoamericanos en Puebla sitúa en el acontecimiento guadalupano el acta de nacimiento del catolicismo latinoamericano.
En febrero de 1519 un grupo exiguo de españoles, bajo el mando de Hernán Cortés, zarpaba desde Cuba hacia México. A finales de 1521 caía definitivamente en su poder Tenochtitlán, la capital de los aztecas. Se iniciaba así la presencia estable española en el continente.
Aunque desde el principio acompañaban a Cortés dos sacerdotes, en octubre de 1522 él pidió al Rey de España, Carlos V, que le enviase «religiosos santos y reformados» para la evangelización. El emperador envía a los primeros franciscanos. Los tres primeros llegan en agosto de 1523, y en junio de 1524 llegan los llamados «Doce Apóstoles» de México. Entre estos pioneros se encuentra fray Pedro de Gante, pariente del emperador, y fray Toribio Paredes de Benavente, al que los indios llamarán «Motolinía» ( «el pobre»).
¿Qué mundo encontraron aquellos españoles en el corazón del actual México, centrado en el valle lacustre del Anáhuac? El dominio político de la región estaba en manos del imperio azteca-mexica. La capital de esta ciudad-estado era México, rodeada por otras ciudades-estado con una lengua común, el náhuatl. Estos estados, aunque florecían en un mismo espacio geográfico, no siempre mantenían relaciones de amistad. La «conquista» fue la ocasión para dirimir sus diferencias.
El significado de Quetzalcóatl
Los indios del valle del Anáhuac creían en el retorno liberador de una figura mítico-mesiánica llamada Quetzalcóatl. Los indios habrían visto en los españoles el cumplimiento de aquella «profecía-tradición», por lo que esta confusión habría constituido el apoyo más sólido de la conquista. Pero se da también otro elemento político. Las ciudades-estado enfrentadas con los dominadores aztecas vieron la ocasión propicia para levantarse contra su dominio. Se daban además periódicamente entre los pueblos mexicas las llamadas «guerras floridas», con el único objetivo de capturar víctimas humanas para los numerosos sacrificios que jalonaban su calendario anual. Ahora llegaban «los hijos de Quetzalcóatl» para encabezar una «gran guerra florida».
El fin de un idilio
Pero el «idílico encuentro» de los comienzos, basado sobre un equívoco, acabó enseguida en una amarga desilusión. El primer encuentro había sido más religioso que bélico. Pasado aquel primer momento nacen la violencia y las alianzas guerreras coyunturales.
Los textos indígenas mexicas nos atestiguan el trauma profundo de la derrota, como expresa claramente el llamado «canto triste» o «iconocuícatl»: «En los caminos yacen dardos rotos; los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas. Enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas».
Una sensación semejante se tiene al leer los relatos de algunos de los primeros misioneros tras la conquista. Uno de los «Doce Apóstoles» de México, Fray Toribio de Benavente, en una Carta al Emperador Carlos V, escrita años después (1555) describe las «plagas ... con las que Dios hirió y castigó esta tierra, y a los que en ella se hallaron, así naturales como extranjeros ( .. ). Quedó tan destruida la tierra de las revueltas y plagas ya dichas, que quedaron muchas casas yermas del todo, y en ninguna hubo a donde no cupiese parte del dolor y llanto, lo cual duró muchos años; y para poner remedios a tan grandes males, los frailes se encomendaron a la Santísima Virgen María, norte y guía de los perdidos y consuelo de los atribulados... ».
Las apariciones
Diez años después de la llegada de los españoles nos encontramos con que el anuncio del Acontecimiento cristiano se va a mostrar con evidencia inteligible para los indios en el rostro de Nuestra Señora de Guadalupe. Ella abrió a conquistados y conquistadores a la experiencia de la Comunión en Jesucristo por encima de las diferencias. Como recuerdan los obispos latinoamericanos en los Documentos de Puebla, bajo el manto de Santa María fue posible la construcción de un nuevo hogar para todos.
Todo comenzó una mañana del 9 de diciembre de 1531 en un cerrito, llamado Tepeyac, al borde de la Gran Laguna de México. Era la colina consagrada por los mexicas a la diosa Tonantzin, nombre que significa «Nuestra Venerable Madre», madre de una de las divinidades más sanguinarias que poblaban el olimpo azteca. En aquel lugar los aztecas sacrificaban tradicionalmente numerosas víctimas humanas.
Dios escogió aquel lugar maldito para que su Santa Madre la Virgen María se apareciese y anunciase el curso de la Nueva Historia de vida y de salvación donada a todos por su Hijo Jesucristo. La Virgen María se aparecerá cinco veces, desde el 9 al 12 de diciembre de 1531, a un indio de unos 50 años, recién bautizado por Fray Toribio de Benavente. Se llamaba Juan Diego Cuauhtlatoatzin ( «Cuauhtlatoa» en lengua náhuatl significa «Aguila que habla»), y se encaminaba a la misión franciscana de Tlatelolco para el catecismo semanal.
La Virgen María, Madre de «Aquel por el que se vive», como Ella dice a Juan Diego, lo envía como mensajero suyo ante el recién nombrado obispo de México, el franciscano español Juan de Zurnárraga. El obispo lógicamente exigirá una prueba, y la Virgen se la dará. Será el milagro de las rosas castellanas, desconocidas en México, recogidas en aquel cerro yerto por Juan Diego en su tilma (capa tejida con hojas de magüey). Al abrirla ante el obispo, sus ojos contemplaron atónitos la imagen mestiza, ni india ni española, de María estampada en la tilma del indio. Es la imagen que aún después de casi cinco siglos podemos contemplar en la basílica guadalupana de la Ciudad de México.
Todo en el Acontecimiento guadalupano es pedagógico: el lugar de las apariciones, el vidente indio, la pintura grabada en su manto, los símbolos pictóricos mexicas que explican el Misterio de Jesucristo nacido de Santa María Virgen. El primer catecismo elaborado por los misioneros, el de Fray Pedro de Gante, será precisamente un catecismo que usará los símbolos pictóricos aztecas.
Por qué Guadalupe
Según el documento indio más antiguo sobre las apariciones, el Nican Mopohua, la Virgen pidió a Juan Diego que «bien habría de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de indicación tenía un doble sentido: evitar la confusión con los antiguos cultos paganos y enviar una señal clara al obispo de que se trataba de la Santísima Virgen. Pero, además, no sólo el rostro dejado en la tilma del indio sino que el mismo nombre lleva consigo la marca del mestizaje. Guadalupe es la advocación de la Virgen María en el antiquísimo santuario de Extremadura, patria de muchos conquistadores, empezando por Cortés. De Extremadura habían salido también los «Doce Apóstoles franciscanos de México». La palabra castellano-árabe Guadalupe significa etimológicamente «Río de luz» o «Río de amor».
Es profundamente significativo y providencial que Dios haya querido que el mismo título, Guadalupe, de su Madre, Reina de España, viniese a convertirse en el corazón y en el alma de América Latina. Nada más apropiado para quien declaró al vidente Juan Diego que venía a ser «Madre compasiva ... de todos los que en esta tierra estáis en uno (pertenecéis a Jesucristo)».
Ante la situación dramática descrita, sucede el milagro implorado por los frailes misioneros: la intervención de la Virgen. «El enviado-embajador de Santa María de Guadalupe», como lo llama el Nican Mopohua, fue el indio Juan Diego. Pertenecía étnicamente a aquel viejo mundo, pero por el bautismo formaba ya parte de una nueva historia de salvación. El encuentro que Fray Toribio, en su carta a Carlos V, veía humanamente imposible si no intervenía Santa María, se convirtió así en realidad. Aquellos dos mundos, con todas las premisas para no entenderse, se reconocen ahora en el rostro humano de María, imagen y madre de la Iglesia.
Este aspecto fue también subrayado por Juan Pablo II en su segunda visita a México, en el mes de mayo de 1990, al proponer al indio Juan Diego como apóstol de su pueblo e intérprete del comienzo de una historia de gracia liberadora que parte de Santa María de Guadalupe.
Identidad para el futuro
En la ciudad de México, en la plaza de las tres culturas (precolombina, colonial y moderna) hay una lápida que reza así: «El 13 de agosto de 1525, heroicamente defendido por Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy».
Esta lápida colocada allí por un gobierno liberal constata el hecho pero no explica el factor que hizo posible aquel nacimiento : el Acontecimiento cristiano. El gran milagro de América Latina es que esta conciencia de pertenencia católica haya llegado hasta hoy a lo largo de cinco siglos superando las numerosas peripecias, con frecuencia dramáticas, de su historia.
Por ejemplo, en el caso de México, ni las luchas intestinas que ensangrientan su historia de los últimos 150 años, ni las represiones sangrientas de la masonería y del radicalismo liberal contra la Iglesia, ni las agresiones exteriores, han podido extirpar tal conciencia de pertenencia católica. La pregunta actual es si esta conciencia resistirá ante las insidias de la cultura dominante de hoy, más peligrosa que las sangrientas persecuciones de ayer. El olvido del Acontecimiento cristiano produjo de nuevo grandes rupturas y antagonismos a partir del siglo XVIII y XIX aún vigentes. Sólo el reconocimiento de una pertenencia al Acontecimiento cristiano puede recomponerlos de nuevo.
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