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Huellas N.09, Diciembre 1991

IGLESIA

De los discursos de San León Magno sobre la Navidad. Nace un pueblo nuevo

«La generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano: el nacimiento de la cabeza es también el nacimiento del cuerpo»

La presente festividad renueva para nosotros el sagrado natalicio de Jesús, generado por María virgen; y, mientras adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, nos encontramos celebrando nuestra propia generación. La generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano: el nacimiento de la cabeza es también el nacimiento del cuerpo. Que cada uno de los llamados mantenga su puesto y que la sucesión de los tiempos distinga entre ellos a todos los hijos de la Iglesia: sin embargo, todo el conjunto de los fieles, nacidos de la fuente bautismal, han sido generados junto a Cristo en esta natividad, como junto a él han sido crucificados en la pasión, han resucitado en la resurrección y han sido colocados a la diestra del Padre en la ascensión.
Quienquiera que sea, en cualquier parte del mundo que se encuentre, el hombre que es generado en Cristo, es transformado en un hombre nuevo por el nuevo nacimiento y la trayectoria contagiosa del pecado original en él se rompe: ya no es en la descendencia del padre carnal, sino en la estirpe del Salvador donde se ha hecho hijo del hombre, con el fin de darnos la facultad de ser hijos de Dios. Si él no hubiese descendido hasta nosotros con una humillación tal, nadie con sus propios méritos habría podido subir hasta él (...).
En el tesoro que el Señor nos dio con generosidad, ¿qué otra cosa podemos encontrar tan conveniente para la dignidad de esta fiesta como la paz que en la Navidad ha sido comunicada por primera vez por el coro de los ángeles? Es ella quien genera a los hijos de Dios, porque es nodriza de amor y generadora de unidad, reposo de los bienaventurados y casa de la eternidad. Su peculiar obra está constituida por el beneficio de reunir en Dios a aquellos que separa del mundo. El Apóstol nos invita a este bien cuando dice: «Siendo justificados por la fe, nosotros tenemos paz con Dios» (Rom 5,1). En este paso, aún en su brevedad, están resumidas las consecuencias de todos los mandamientos, porque donde está la unidad de la paz no puede faltar ninguna virtud.
¿Qué es, queridísimos, tener paz con Dios, sino querer aquello que él manda y aborrecer lo que veta? Si las amistades humanas requieren caracteres iguales y unidad de deseos y si costumbres contrastadas no permiten llegar a establecer concordia, ¿cómo será partícipe de la paz divina aquel que ama lo que disgusta a Dios y tiene avidez por deleitarse en aquellas cosas que sabe que le ofenden? No es este el ánimo de los hijos de Dios y la dignidad de la filiación adoptiva no corresponde con dicha sabiduría. Que la estirpe elegida y real corresponda a la dignidad del propio nacimiento: ama aquello que el Padre ama y no disientas en ninguna cosa con aquel que la ha hecho, con el fin de que el Señor no tenga que lamentarse: «He alimentado y he hecho crecer a los hijos y ellos se han rebelado contra mí. El buey conoce a su amo y el asno el pesebre de su dueño. Israel, sin embargo, no comprende y mi pueblo no tiene juicio» (Is 1,2- 3).

Traducido por María Del Puy Alonso

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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