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Huellas N.07, Octubre 1991

IGLESIA

Henri de Lubac

Ambrogio Pisoni

Murió el mes pasado en París a los noventa y cinco años. Fue una de las voces más importantes de la teología del siglo XX. Siempre dispuesto a evidenciar la coherencia del misterio de la Iglesia con el misterio personal de Cristo

AMPLIA Y PROFUNDA ha sido la huella dejada por Henri de Lubac en la vida de la Iglesia de este siglo, huella que merece ser tomada en consideración, seria y atentamente, por su fecundidad y actualidad.
En primer lugar fue un gran mérito de De Lubac amar la tradición de la Iglesia, y sacar de su tesoro inagotable alimento continuo y siempre nuevo para la misión de los cristianos en el presente. Esto es posible porque la tradición no es otra cosa que el Misterio de Cristo que vive en la historia.
Este Misterio fue la única pasión de la vida de Henri de Lubac: a él consagró toda la agudeza de su inteligencia y la energía de su afecto.
El hombre, en efecto, ha sido creado en Jesucristo, y sólo Él es capaz de dar cumplimiento a su existencia. Jesucristo no es una simple «posibilidad» para el hombre: Él es «necesario» para su felicidad, para la plenitud de su vida. Frente a una concepción muy extendida en la reflexión teológica de la edad moderna, De Lubac reivindicó el carácter absoluto del primado de Cristo, reconocido y acogido como el Acontecimiento absoluto que, precisamente por dicha cualidad, puede conferir profunda unidad a la vida del hombre y a toda la historia.

Desde este punto de vista Surnaturel, publicado en Francia en 1946, resulta una piedra angular en la historia de la teología de nuestro siglo.
«Este misterio del sobrenatural, que es el misterio de nuestro destino divino, se presenta un poco como el ámbito en cuyo interior se incluirán todos los otros misterios de la Revelación (...) Nosotros somos criaturas y, nos lo han prometido, veremos a Dios. El deseo de verlo está en nosotros; más aún, es nosotros mismos, y, sin embargo, sólo se satisface por puro don» (El misterio de lo sobrenatural).
Esta paradoja irreductible constituye la identidad del hombre: estar hecho para un cumplimiento que sólo puede ser pedido, esperado, porque se dona en un encuentro. Lo que es necesario es totalmente gratuito. Anular la paradoja significa precipitarse en la mayor confusión respecto al hombre y a su destino.

Catolicismo
Este destino del hombre empieza a cumplirse en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que vive en el tiempo y en el espacio.
El cristianismo, en efecto, afirma el gran teólogo recientemente desaparecido, goza de una dimensión irreductiblemente histórica y comunitaria: nace del Acontecimiento del Verbo hecho carne, por lo que le interesa todo el hombre, tanto su dimensión material como la espiritual, y todos los hombres, es decir, toda la sociedad humana. En 1938 publica De Lubac una de sus obras más significativas, Catolicismo, que tiene como subtítulo una expresión emblemática: Aspectos sociales del dogma.
La singularidad del hecho cristiano conlleva el que es un acontecimiento de comunión, en el que no pueden tener espacio las formas de piedad de carácter pietista o individualista. La preocupación principal del cristiano no puede ser la de «salvar su alma», sino la de reconocer, con agradecimiento conmovido, su pertenencia al Misterio de Cristo, gracias al gesto sacramental del Bautismo.
«Cristo, apenas venido a la existencia, lleva en sí virtualmente a todos los hombres, erat in Quisto Jesu omnis homo. Pues el Verbo no sólo asumió un cuerpo humano: su encarnación no fue una simple corporatio, sino, como dice san Hilario, una concorporatio. Él se ha incorporado a nuestra humanidad, y ha incorporado esta humanidad a Sí mismo (...) Cristo Redentor no solamente ofrece la salvación a cada uno: la opera, Él mismo es la salvación del todo, y para cada uno la salvación consiste en ratificar personalmente su pertenencia original a Cristo, con el fin de no ser rechazado, "separado" de este todo» (Catolicismo).
La Iglesia es, por tanto, la auténtica morada para el hombre, en la que puede reencontrar su verdadero rostro, desfigurado por el pecado original, y experimentar la inimaginable novedad que supone la presencia del Resucitado en ella: «La Iglesia es el sacramento de Jesucristo. Esto significa, en otras palabras, que tiene con Él una cierta relación de identidad mística (...) Cabeza de su Iglesia, Cristo no la gobierna desde fuera: ella depende de Él, pero es, al mismo tiempo, su cumplimiento y su "plenitud". Ella es también el Tabernáculo de su Presencia, el Edificio del que Cristo es a la vez Arquitecto y clave de bóveda (...) Si uno no se adhiere a la única Esposa, no es amado por el Esposo. Si se profana el Tabernáculo, uno se ve privado de la Presencia sagrada. Si se abandona el Templo, ya no se comprende la Palabra» (Meditación sobre la Iglesia).
Precisamente por su inmanencia en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, De Lubac es capaz de leer con profundidad el misterio del hombre y de la historia, es decir, goza de esa inteligencia del drama de la existencia que es don del Espíritu de Cristo. Por ello, el trabajo de De Lubac se ha caracterizado por una constante y asombrosa sensibilidad para valorar hasta el más mínimo aspecto positivo presente en la realidad dramática de la existencia humana. Una capacidad de simpatía, obviamente en sentido fuerte, hacia lo humano, característica de las grandes personalidades cristianas.
Sólo el cristiano, en efecto, es capaz de reconocer y valorar lo humano, gracias a la exaltación que opera en él su estar enraizado en la fecundidad del Acontecimiento de Cristo.

El drama del humanismo ateo
Al mismo tiempo, la inmanencia en el hecho de Cristo permite juzgar lúcidamente y sin prejuicios la condición del hombre contemporáneo, que ha pretendido construir su propia existencia y su propio mundo prescindiendo del acontecimiento de Cristo.
Es el análisis que De Lubac ofrece en una de sus obras, todavía fascinante por su desconcertante actualidad: El drama del humanismo ateo, de 1945. El ateísmo contemporáneo, según el teólogo jesuita, se caracteriza por ser un proyecto absolutamente enemigo del cristianismo, no pudiendo generar como consecuencia más que la muerte del hombre.
«Humanismo positivista, humanismo marxista, humanismo nietzscheano: mucho más que un ateísmo propiamente dicho, la negación que está en su base es un anticristianismo. Por muy opuestos que sean entre ellos, sus mutuos contactos, latentes o manifiestos, son numerosos; y teniendo como fundamento común rechazar a Dios, convergen en resultados análogos, el principal de los cuales es la destrucción de la persona humana» (El drama del humanismo ateo).
El hombre que rechaza a Cristo se rechaza a sí mismo e, inevitablemente, el organizar la tierra sin Dios, le conduce a «organizaría contra el hombre».
Las palabras con que De Lubac concluía el prólogo de la primera edición de esa obra, en la Navidad de 1943, son duras y conmovedoras al mismo tiempo. Merece la pena retomarlas aquí, al final de estas breves notas, porque constituyen un auténtico juicio sobre la vida y la misión de la Iglesia en la historia: «Por lo demás, la fe en Dios, esta fe que nos inculca el cristianismo en una trascendencia siempre presente y siempre exigente, no tiene como finalidad el instalamos cómodamente en nuestra existencia terrena para adormecernos en ella, aunque nuestro sueño sería muy febril. Por el contrario, esta fe nos inquieta y viene a romper incesantemente el equilibrio demasiado bello de nuestras concepciones mentales y de nuestras construcciones sociales (...) "Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra". Cristo es el gran revolucionador (...) La tierra, que sin Dios sólo podría dejar de ser un caos para convertirse en una prisión, es, en realidad, el campo magnífico y doloroso donde se elabora nuestro ser eterno. Así, la fe en Dios, que nada podrá arrancar del corazón del hombre, es la única llama donde se alimenta -humana y divina- nuestra esperanza».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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