Una de las preguntas a las que deberá responder el Sínodo se refiere a la contribución que las Iglesias del Este aportan a toda la catolicidad. Es la herencia de sufrimientos infinitos aceptados para testimoniar la propia fe
ALEXANDRU TODEA, arzobispo metropolitano de la diócesis greco-católica de Fagaras y Alba Julia, nació en 1912 en Teleac, Transilvania. El 25 de marzo de 1939 fue ordenado sacerdote. En 1948, con el inicio del régimen comunista, la Iglesia greco-católica fue englobada de forma forzosa en la Iglesia ortodoxa, mayoritaria en el país. La jerarquía eclesiástica fue perseguida y dispersada. También monseñor Todea, consagrado obispo de forma clandestina en 1950, fue encarcelado en 1951, procesado y condenado a muerte con la «acusación» de haber tenido relaciones con la Santa Sede. La pena fue conmutada a trabajos forzados de por vida a cumplir en una mina de plomo. Todea vivió la experiencia de trabajos forzados durante trece años, junto a otros detenidos por delitos políticos y comunes. Una experiencia que le ha minado profundamente el físico pero consolidado en la fe. En 1964 fue indultado y desde entonces, con renovado espíritu misionero, intenta reorganizar las comunidades greco-católicas a pesar de la presión y persecución de un régimen fundado en la sospecha como el de Ceaucescu. Tras la caída del régimen en 1990, la Iglesia uniata romana es reconocida legalmente y la Santa Sede puede restablecer su jerarquía. Monseñor Todea, a pesar de no haber superado la edad prevista por el Código Canónico, es nombrado obispo de las diócesis de Fagaras y Alba Julia, históricamente las más importantes para los greco-católicos de Rumania.
Los trece años de trabajos forzados de monseñor Todea han templado su fe y la certeza de la compañía cotidiana de Dios a los hombres. Ha dado testimonio de ello en el Meeting celebrado en Rímini en Agosto. He aquí un fragmento de su intervención.
Con mi encarcelamiento empezó un capítulo de vida en el cual estábamos en las manos de hombres sin Dios, que se creían omnipotentes y creían tener el derecho de hacer todo aquello que querían con aquellos que no pensaban como querían ellos. Pero Dios nunca se hace esperar. No teníamos ninguna ayuda humana, pero Dios no estaba ausente. Nuestros perseguidores eran hombres sin Dios; nosotros no podíamos esperar ninguna ayuda de ellos, pero teníamos la ayuda de Dios, su compañía y su consuelo en la persecución y esto es más fuerte que cualquier persecución.
Nuestros perseguidores no querían condenarnos por la fe y por eso intentaban atribuimos cualquier otro tipo de acusación o delito. Una vez, después de catorce años de interrogatorios, fui llevado ante una comisión militar presidida por un general que me dijo: «Señor Todea, en el siglo XX nadie muere por la fe. Por lo tanto queremos una declaración escrita de su puño y letra donde admita haber reorganizado la archidiócesis de Blaj para luchar contra los comunistas y que sus obispos, sacerdotes, fieles religiosos y religiosas greco-católicos, están organizando la lucha contra los comunistas y contra el partido».
Ante una propuesta similar no pude contenerme y aconsejé al general un buen tratamiento para la salud mental. Entonces los militares trataron de pegarme pero el mismo general les paró.
En otra ocasión para convencerme que firmara la declaración de autoacusación, un oficial me obligó a permanecer en pie sobre una sola pierna con los brazos alzados sobre la cabeza durante horas. Los soldados que me vigilaban me conocían y sentían estima por mi té; por esto me dejaron bajar los brazos y la pierna después de que el oficial se hubiera ido. De este modo permanecí en pie durante horas interminables, ante la escribanía sobre la que estaba la declaración de auto-acusación. Una firma habría puesto fin a la tortura pero yo pedí incesantemente a la Virgen que me diese fuerzas en un único pensamiento: mejor la muerte que aceptar la sumisión al poder de los sin Dios.
Misión en la cárcel
Cuando me trasladaron a la prisión de Sighet, junto a otros sacerdotes, fui puesto al frente del servicio de limpieza de toda la prisión. Los trabajos eran cansados: barrer todas las celdas, recoger todas las basuras, cortar leña, o bien en soledad maniobrar una bomba para sacar agua de un pozo. Trabajos extenuantes, que hicimos soportables acordándonos en cada momento de rezar. La oración acompañó cada momento de nuestro cansancio y nos hizo instrumentos de misión.
El hecho más importante es justamente el apostolado que lográbamos realizar con los otros detenidos. Mientras barríamos las celdas, conseguíamos intercambiar palabras con los demás reclusos, en particular con los enfermos a quienes, a escondidas de las guardias, dábamos la absolución.
Misa encadenado
Con la escoba en la izquierda, con la derecha dábamos la bendición y hacíamos apostolado bajo la mirada de los guardias. No se podía celebrar misa. Estaba absolutamente prohibido conseguir pan y vino para la eucaristía. Una vez, antes de ser trasladado a otra prisión, hablé con un policía que nos estimaba por nuestra valentía en el testimonio, y le pedí pan y un poco de vino; conseguí que me lo diera. Durante el traslado el vagón estuvo detenido durante cinco horas en una estación ferroviaria. Eramos casi cuarenta personas, de los cuales cinco eran sacerdotes. Yo tenía cadenas en los pies además de esposas ya que había sido condenado de por vida, pero decidimos celebrar la eucaristía de todos modos, como pedían los demás detenidos. Consagré con las manos y los pies encadenados. Considero aquella consagración la más solemne de mi vida. Después hicimos adoración eucarística hasta llegar a la prisión de destino. Muchos detenidos durante la adoración me pidieron la bendición y permanecieron en adoración. Y ninguno de aquellos que no participaron en la misa o en la adoración nos denunciaron a los guardias.
En la nueva prisión estaba en una celda con otros veinte detenidos. Con ellos nació una relación de amistad y de interés por la fe. Una vez los guardias irrumpieron mientras estábamos en meditación. Sólo yo fui castigado como instigador; permanecí aislado durante siete días, me daban la comida cada dos días, siempre con los pies encadenados y sin poder sentarme durante diecisiete horas consecutivas y ni siquiera apoyarme en el muro. Cuando volví a la celda tenía la espalda completamente torcida pero estaba vivo, mientras que ninguno pensaba ya verme con vida.
Dios siempre estuvo con nosotros, nunca nos abandonó en las pruebas más difíciles incluso si los hombres estaban en todo momento contra nosotros. La Virgen, con su mirada misericordiosa sobre nuestras penas, nos ha ayudado dándonos el valor para perseverar en el testimonio.
Traducido por María del Puy Alonso Martínez
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