Vivimos en una sociedad de moralismo triunfante.
El personaje de Dostoevskij -abyecto e incoherente- recuerda que la esencia del cristianismo reside en la misericordia de Aquél que ha venido a «llamar a los pecadores»
Un encuentro aparentemente casual del protagonista de la novela se revela profético sobre su propia vida. En una sórdida taberna, bajo el calor sofocante de un julio de San Petersburgo, entre las risas de los pocos parroquianos, el funcionario Marmeladov pronuncia un discurso que el alcohol hace delirante.
Él es el padre de Sonia, la casta meretrix que más adelante llevará a Raskólnikov a la fe, para luego seguirle, esposa fiel, en el vivir el sacrificio día tras día para la expiación de su delito.
De la boca de este miserable brotan palabras que contrastan de manera singular con su abyección. No existe miseria que pueda privar al hombre completamente de su dignidad, precisamente porque ésta no es suya, sino de la «Verdad, que es riqueza de la luz y calla cuando debe callar, y, callando, grita con el grito de la paciencia».
El grito de Cristo en la cruz, al que alude Santa Catalina de Siena, surge aquí en la invocación del hombre: «Ven Señor Jesús», desde el fondo de una debilidad que no sabe, no puede o no quiere combatir. Quizás su incurable condición le hace esperar el fin de los tiempos como una ulterior descarga de sus propias responsabilidades. ¿Quién puede decirlo? Probablemente los sabios y los inteligentes. Los moralistas. Los sobrios.
En cualquier caso, el cristianismo es más grande. Sabe que una fuerza sostiene la fragilidad del hombre y la acoge instante tras instante. La seguridad de haber sido perdonados previamente es la base de este fragmento.
En el fondo esta situación no se aleja mucho de la página que presenta la figura del buen ladrón; en la tradición rusa, después de San Juan Evangelista y de San Gregorio de Nissa, éste es considerado el tercer teólogo: su petición de ser salvado es la síntesis de todo el Evangelio.
«Priusquam discutías me, miserere mei» -antes de juzgarme, ten misericordia de mí. De igual modo, en la vida de todos los días, en las relaciones entre los hombres, la espada de un juicio que hiere está rota por la memoria del Único que comprende.
La prisión del hombre dentro de sus límites y la que inflige a aquellos que viven en su entorno se abre a la novedad de la espera del perdón final, cuando la revelación de lo que somos será, entre lágrimas, el gozo de ser abrazados para siempre.
Traducido por María Rosa de Cardenas
«¿Por qué habría que tener piedad de mí, dime?... ¡Es verdad! ¡No hay ningún motivo! ¡Hay que crucificarme, no compadecerme! Pero crucificadme después de juzgarme, y, cuando me hayáis crucificado, compadecedme. ¡Y entonces yo mismo iré a ti para sufrir el suplicio, que no es de alegría de lo que estoy sediento, sino de tristeza y lágrimas!... ¿Te figuras tú, tasquero, que esta media botella tuya me sumerge en dulzuras? Penas, penas buscaba yo en su seno; tristeza y lágrimas, y las encontré y di con ellas. Pero Aquel que tuvo piedad de todos los hombres, Aquel que comprende todo, tendrá ciertamente piedad de nosotros! ¡Es el único juez que existe!
Él vendrá en el último día y preguntará: "¿Dónde está la hija que se ha sacrificado por una madrastra rencorosa y tísica y por unos niños que no son sus hermanos? ¿Dónde está la hija que tuvo piedad de su padre terrestre y no rechazó con horror a aquel innoble borracho?" Y dirá: "¡Ven! ¡Te he perdonado ya una vez... y te sigo perdonando todos tus pecados, porque has amado mucho!" Y así Él perdonará a mi Sonia; la perdonará, lo sé... ¡Hace un instante lo he sentido, aquí, en el corazón, mientras estaba con ella!... Todos serán juzgados por Él, y El perdonará a todos: a los buenos y a los malvados, a los sabios y a los simples... Y cuando haya terminado de perdonar a los otros, nos perdonará también a nosotros: "Acercaos también vosotros -dirá- venid, borrachos; venid, despreciables; venid, lujuriosos...". Y nosotros nos acercaremos a Él, todos, sin temor. Y entonces dirá: "¡Sois cerdos, sois iguales a los animales, pero venid también!... Y los sabios, los inteligentes dirán: "Señor, ¿por qué acoges a éstos?" Y Él responderá: "Les acojo, oh sabios, les acojo, oh inteligentes, porque ninguno de ellos se creía digno de este favor...".
Y nos tenderá los brazos, y nosotros nos precipitaremos en su seno... y lloraremos a lágrima viva... y comprenderemos todo ¡Oh Señor, venga a nosotros tu reino!».
F. Dostoevskij, Crimen y Castigo
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