Más de doscientos bachilleres. Picos de Europa. Un campamento. La experiencia de una amistad que comunica la vida
Es fácil leer en la revista unas líneas sobre la experiencia del campamento de los doscientos y pico bachilleres que este año fueron a Picos de Europa y pasar por alto algunas palabras que sin embargo son cruciales. Sí, precisamente: «campamento», «doscientos y pico» y «bachilleres». Júntense los tres, agítense y se obtendrá un cocktail explosivo, o por lo menos, indigesto.
Ahora, en lugar de pasar la vista velozmente hasta encontrar «la chicha» del artículo, habrás comprendido que por lo menos debes hacer un esfuerzo por imaginar las circunstancias que aquellos tres ingredientes determinan.
Bachilleres. Inconstantes por naturaleza, según una conocida definición. Pero hay que decir que este año en campamento había entre ellos un grupo evidente que durante el año había vivido una auténtica amistad.
Doscientos y pico bachilleres. De Madrid, de Avila, Muga, La Coruña, de Granada, de Córdoba, Tenerife, Valladolid... Chicos de catorce a diecisiete años: algunos llevan tiempo en el movimiento, han ido a escuela de comunidad durante el año; pero muchos, como siempre, son nuevos: invitados por un amigo o un familiar, por un profesor (del que a lo mejor han pasado durante el curso) o por el cura de la parroquia que dice no sé qué de que el cristianismo solo se puede vivir dentro de una compañía.
Doscientos y pico bachilleres en un campamento. Realmente es complicada la infraestructura que esto exige: la finca, los problemas con los propietarios colindantes, la cocina, las tiendas apiñadas, el abastecimiento de agua, el generador eléctrico, las letrinas, el lugar del baño...
Y sin embargo, siendo parecidas las circunstancias, hay algo que hace que nuestro campamento sea diferente a cualquiera de los muchos que se organizan, con más o menos eficiencia, en las mismas fechas. Algo que, como después dice uno de los bachilleres, sólo hay que reconocerlo y seguirlo. Es sencillo, pero llena de estupor, ya que sin ello no sucedería nada de extraordinario durante esos once días: Cristo realmente está presente.
Y los que han ido a los Picos con una actitud abierta (aunque esperasen otra cosa, otro campamento más) de improviso, en la normalidad de los gestos más banales y sin pretenderlo, lo han encontrado.
¿Cómo es esta normalidad?
«Para mí este campamento ha sido una experiencia de libertad. He hecho de todo: desde pasarme tres días montando el campamento, a jugar como un loco o limpiar las letrinas. Y me he divertido en todos los momentos porque estaba con mis amigos y porque la razón para hacer las cosas es siempre la misma»... «A pesar de que físicamente llegaba agotada a la tienda debido a las mil cosas que hacíamos, en el fondo he descansado porque el motivo por el que hacíamos las cosas estaba siempre presente. Es esto lo que descansa y da tranquilidad. Y eso que muchas cosas eran tan rutinarias como la vida normal (fregar, pelar patatas para doscientos, soportar al otro cuando está cansado, etc.)»... «La amistad se porte en juego no como un impulso de generosidad sirio como una razón más grande que mi propio yo. De modo que yo no haría muchas de estas cosas si estuviese solo».
Bueno, pero después están las famosas marchas. La noche anterior, una sesión de mentalización: la prudencia en la montaña, la ropa y calzado adecuados, el paso y la respiración... Y al día siguiente por la mañana, todos a escrutar el cielo esperando el momento en que la lluvia, por fin, nos deje salir...
«Cuando pienso en el campamento me acuerdo de las marchas. Es un momento en el que necesariamente uno se encuentra con la propia limitación y por ello es un momento privilegiado para entender -en analogía con la vida- que hay un destino común y que aunque a veces cueste caminar hacia él, siempre lo logras si te dejas ayudar»... «Las marchas son también el momento para manifestar la gratuidad en la conciencia de que nos pertenecemos. ¿Cómo? Cargando con el límite y la mochila del otro».
También los testimonios, para los que vinieron en este caso tres universitarios (uno de los «viejos», otro recién llegado al movimiento, otro que hacía poco tiempo estaba aún en bachilleres)...
«En los tres testimonios, a pesar de que tenían temperamentos diferentes y que habían conocido el movimiento con mucho tiempo de diferencia, lo que me ha impresionado es que había un elemento en común: la sorpresa ante lo que les había acontecido, que es lo mismo que me está sucediendo a mí, el reconocimiento de que nuestra vida viene dada en una amistad. Sobre todo me ha juzgado mucho lo que dijo el Portu: lo que cuenta ya no es mi apetencia sino lo que deciden mis amigos».
Otro, hablando del campamento, ha dicho: «Me ha sorprendido la reacción que han tenido muchos de los que han venido por primera vez. Me he dado cuenta de que el único problema es reconocer con estupor lo que hay. Sin eso, cualquier esfuerzo bien intencionado se convierte en una pretensión».
Reconocer con estupor lo que hay entre nosotros. Que es algo, como lo atestiguan los testimonios que aquí hemos recogido, que no era previsible simplemente mezclando los ingredientes iniciales.
«Algo que nos permite estar contentos y divertirnos en cualquier momento del día en el campamento, pero también durante el curso o cuando debemos ayudar a arreglar y pintar la casa durante el resto del verano». Algo que no es programable, un milagro ante el cual uno sólo puede sorprenderse y, por conveniencia y agradecimiento, permanecer en el lugar donde se da.
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