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Huellas N.05, Julio/Agosto 1991

ACTUALIDAD

Las necesidades de la reconstrucción. Peticiones desde Bagdad.

Renato Farina/María Carmen Carrón

La primera asamblea pública de los cristianos de la posguerra en la capital iraquí se ha desarrollado con un «hermano italiano» de Comunión y Liberación.
«Si Dios ha permitido este mal es porque quiere sacar bien de ello». Campaña de solidaridad con los iraquíes y kurdos

En el mes de abril fui enviado por Il Sabato, con el fotógrafo Cario Meazza, para contar la guerra y posguerra de Irak. Hubo algunos momentos en los que no se me miraba como al «periodista», sino simplemente como al amigo cristiano venido de Italia. Intentaré contároslo.
En primer lugar: ¿Qué es hoy Irak? Existe un informe que, a pesar de llevar la firma de un subsecretario general de la ONU, el finlandés Martti Ahtisaari, ha sido totalmente ignorado en Italia. Bastan dos expresiones para comprender: «Nada en nuestra vida nos había preparado para la visión de la particular forma de devastación que ha azotado a este país». Y además: «El reciente conflicto ha provocado resultados casi apocalípticos».

Casi Apocalipsis
¿Cuál es la novedad?, ¿a qué se califica de «casi apocalíptico»? En ese «casi» está toda la diabólica ambigüedad de esta guerra totalmente nueva. Los aliados han practicado, en 42 días de bombardeo, una terapia que se puede calificar de estrepitosa eutanasia. «Era para volverse loco», me confesó el nuncio del Santo Padre en Bagdad, el arzobispo polaco Marian Oles. Y, sin embargo, si se asomaba la nariz fuera de la casa en un momento de tregua, los barrios aparecían casi intactos.
Sí, salvo algún que otro error y los inevitables escombros fruto del trabajo realizado, las viviendas civiles han sido dañadas sólo de refilón. Todo lo demás, sin embargo, ha sido literalmente aniquilado. Ha sido un trabajo quirúrgico (al menos en Bagdad), salvo que los misiles no han echado abajo los «objetivos militares». Los objetivos han sido «sociales»; todo aquello que permite la vida ha sido aniquilado. Así pues, en Bagdad se encontrarán espectaculares carbonizaciones de rascacielos, simbólicos y humillantes derrumbamientos de puentes, pero como si fueran lunares en un cuerpo casi intacto. El trabajo mortífero se ha realizado «dentro» del cuerpo. El agua no es potable y no hay forma de hervirla, los desagües se desbordan por las calles y jardines (Bagdad debe de ser una hermosa gran ciudad de casitas rodeadas de flores: aquí nació la civilización babilónica, sobre el Tigris), la electricidad vuelve de tanto en tanto, las comunicaciones no existen, el carburante es imposible de conseguir. Los abastecimientos están en manos de un precario mercado negro extraordinariamente caro (precios multiplicados por diez o por quince). La gente vaga veloz como hormigas sin saber adónde ir; el 90 por ciento de los puestos de trabajo han saltado en pedazos por la destrucción infringida a todo tipo de industria y a los grandes edificios de oficinas de las compañías y ministerios; y, además, ¿cómo se va? Han matado la ciudad quebrándole los huesos. Es un milagro que persista una ordenada convivencia.
Y el luto: sí, algunos miles de personas han muerto en los bombardeos (950 sólo en el refugio de Amiriya, en la periferia), pero especialmente se llora a los soldados caídos. Prácticamente, una matanza de gente oficialmente armada y, en realidad, inerme. El nuncio me ha hablado de «una carnicería, una masacre»: 85-87 mil muertos, soldados imposibilitados para hacer nada, ni siquiera rendirse.

Sin censura
He tenido una gran suerte en Bagdad: he podido circular sin ángeles custodios durante un par de días. He recogido así voces sin censura y los encuentros han sido -¿cómo decir?- humanos, sin engaño. Por ejemplo, en la Nunciatura (embajada de la Santa Sede que representa a la Iglesia Católica -no lo olvidemos- y no simplemente al Estado Vaticano) he encontrado a un hombre extraordinario, monseñor Oles. Ha perdido algo de su vida durante los bombardeos, pero se queda; mientras que casi todos los diplomáticos habían abandonado Irak o se habían trasladado a lugares más tranquilos. ¿Por qué? «Apenas cesaban los bombardeos, salía» cuenta «Por la calle alguno me paraba, me reconocía como obispo católico. Me daba cuenta y ellos mismos comprendían, que era el signo de una presencia más grande. En el jardín, mientras me acompañaba hacia el taxi, le dije: «Gracias por el signo de Cristo que es usted»; y él me respondió: «Déle mis saludos y agradecimiento a D. Giussani y a Comunión y Liberación. Si en estos meses he experimentado la comunión de la Iglesia Universal es porque Dios se ha servido del Papa y de estas personas. Sabía que estaban conmigo, sentí la preocupación del Santo Padre y de estos pocos cristianos hacia sus hermanos de aquí».

Un encuentro inesperado
El día anterior (era el 15 de Abril) sucedía algo muy parecido a un milagro, un signo tan claro de la verdad de nuestra experiencia de movimiento como para quedar boquiabierto. Habíamos ido a buscar, a la Iglesia de San José, al obispo auxiliar Emmanud Delly. Es el líder en su patria de 550.000 católicos caldeos (370.000 sólo en Bagdad).
Los primeros bombardeos dejaron intacta la apariencia y destruida en la substancia el antiguo patriarcado y el nuevo. Monseñor Delly ha tenido que refugiarse en un cuartito, donde no falta el retrato del patriarca Raphael I Bidawid, sorprendido por la guerra en el extranjero y con imposibilidad de volver. Terminada la entrevista (que se puede leer en 30 Días) pregunto a Delly si puedo hablar con algún joven. Al saber que era cristiano y que participaba en el mismo movimiento que el Ilustrísimo Formigoni («el único político de Occidente, único cristiano del cual había llegado visiblemente la solidaridad» encarga al párroco de San Pethión que se tenga un encuentro juntos esa misma tarde. No hay teléfono, para llamar a alguien hay que ir a buscarlo a su casa: sin embargo, el padre Pedro Haddad acepta.
Pensaba en una breve entrevista.
Y no fue así. Para el hermano cristiano que viene de Italia se organiza el primer encuentro público de católicos desde que estalló la guerra.
La Iglesia de San Pethión acoge bajo su techo el corazón viviente de la parroquia: hay jóvenes, adultos y niños. El obispo se coloca aparte, y me hace sentar junto al padre Pedro para presidir la asamblea. El padre Pedro me dice: «Habla, yo te traducirá. El padre Pedro introduce así: «Es un hermano italiano. La comunión es más fuerte que ninguna otra cosa; incluso que las bombas que los italianos nos han mandado». Quien suscribe dice: «Deseo daros el saludo fraterno de los cristianos del movimiento Comunión y Liberación. Más fuerte que cualquier guerra es la unidad que se nos ha dado antes de que lo supiéramos. Sabíamos de vosotros, y los rostros que ahora veo son el motivo que nos ha impelido a juzgar esta guerra como tremenda, siguiendo, de este modo, los pasos del Papa. Soy italiano y han sido también nuestros aviones los que os han herido. En Comunión y Liberación se nos ha enseñado a vivir todo esto como se nuestro mismo cuerpo estuviera ofendido».
El padre Pedro: «Les conozco a todos; a cada uno. Muchos han huido durante la guerra. La Iglesia estaba vacía durante las velocísimas misas bajo el aullido de las sirenas de alarma. Veintidós católicos caldeos han muerto y yo los sepulté. Sus cuerpos venían del frente, o de la masacre. La Iglesia se llenó de nuevo el Viernes Santo, hemos besado las llagas de Jesús, y a El le hemos entregado las nuestras».
Bassim Hanna Petros: «Soy un violonchelista de la Orquesta Sinfónica. Mi hijo, universitario, está aquí delante de mí. Como miembro de este país, cualquier cosa que se haya hecho contra él se ha hecho contra mí y contra esta comunidad cristiana. Se han cometido atropellos contra la vida, el agua, la tierra y el cielo. Incluso han golpeado nuestra alma. La vida cristiana ha sido despedazada. Me hace sufrir, sobre todo, que la guerra nos haya impedido a los cristianos vemos, rezar juntos. Y ha impedido la música y la belleza. No sé si acierto a explicarme.. Sé que Cristo ha sido ofendido. Pero ahora, en esta Iglesia, ante los hermanos, en este lugar sagrado, pongo al tabernáculo por testigo y digo: yo les perdono, yo te perdono hermano y espero tu perdón».
Afhil Ishaq: «Yo soy militar de reemplazo. Tengo un hermano que ha sido nueve años prisionero de guerra en Irán. Nuestra comunidad lo ha festejado con júbilo el 14 de Septiembre. Yo quiero decir, solamente, como soldado, que la guerra es terrible y amarga. Ruego y pido que nuestros amigos italianos pidan también para que esta prueba termine y Dios impida estos castigos para Irak y para todos».
Rasha: «Tengo diez años. Mi hermana tenía mucho miedo la primera noche. Era un bombardeo tan fuerte que no lográbamos hablamos. Tengo siete hermanos y nos agarrábamos de las manos. De toda esta guerra me disgusta no poder ver más ni oír a mis compañeros, a mi abuela y a mis tíos».
Tania Nissam: «Tengo dieciocho años y, después de acabar el bachillerato, estoy en casa. Lo que me gustaría decir incluso en esta circunstancia es que la fe es toda la vida, cada instante, la guerra no está al margen de la fe. La fe... Cristo es todo (la Iglesia resuena en un aplauso). Esta guerra ha reforzado mi fe».
Hablan otros, muy brevemente, algunos matriculados en ingeniería, el hijo del violonchelista. En honor del «hermano venido de Italia», llevan puestos los vestidos de fiesta. Las chicas llevan los labios pintados y las faldas de flores. El Obispo cierra la asamblea: «Alguien ha dicho: Si Dios permite este mal es porque quiere sacar bien de él. Y yo creo que hoy, aquí, tenemos la prueba. Esta terrible guerra no puede pasar sin exaltar la verdad. Y la verdad es la caridad fraterna, presente entre nosotros con Cristo, y capaz de hacer llevar el peso los unos de los otros. Que nuestro amigo lleve a los suyos de Comunión y Liberación nuestros saludos, somos el corazón los unos de los otros, somos el mismo cuerpo aunque nosotros seamos el meñique del pie de Cristo. Padrenuestro...».
Fuera tenemos tiempo para la foto de recuerdo. Zumban sobre nosotros los aviones americanos para recordarnos que no ha acabado.
Y el viejo cristiano, con la «kefhia» pegada al cuerpo, saca sus conclusiones: «Yo no he hablado, hablo ahora: basta de charlas. Tendamos la mano. No la llenéis de palabras sino de pan fraterno».

¿Y los kurdos?
¿Se puede ayudar a los iraquíes mientras los kurdos están sufriendo un infierno? El obispo Delly dice: «Estamos heridos y llagados al borde del camino. Ayudad a todos como cristianos, sin preguntaros si somos buenos o malos; no se remedia una injusticia con otra injusticia peor. El samaritano no se preguntó si el otro merecía la ayuda. Ayudad a todos. Y no simplemente con ayudas esporádicas, sino enviando a hombres que sean capaces de reparar las alcantarillas; de reconstruir, en definitiva.»
Iraquíes kurdos, iraquíes árabes: todos son víctimas de la guerra del Golfo. Y entre los pueblos atropellados por la «tormenta del desierto» y por sus consecuencias, el más probado es, sin duda, el kurdo. Los resultados de esta guerra -transformada más o menos bajo el mandato de las potencias aliadas en represión iraquí- les han expulsado hacia la frontera turca e iraní. Tras la visita de una delegación guiada por Roberto Formigoni se ha logrado obtener la certeza de que las eventuales ayudas que pasaran por Bagdad, llegarían, ciertamente, a las debidas manos. «Haciendo llegar las ayudas a las grandes ciudades kurdas que ya se están repoblando y no cerca de los confines turco o en los campamentos improvisados», dice Fiorenzo Cerati, responsable operativo de la operación para los kurdos «se impedirá transformar a este gente en prófugos de por vida, mal asistidos y siempre dependientes». Se trata, dice Cerati, simplemente de escuchar y seguir con inteligencia las indicaciones de Juan Pablo II: «Que la petición de ayuda de tantos inocentes no quede desatendida».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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