«El corazón del cristianismo es este injerto de lo temporal dentro de lo eterno y de lo eterno dentro de lo temporal., deshecho este injerto no existe nada. Ya no existe el mundo para ser salvado.
No existe el cristianismo.
No existe tentación, ni prueba, ni salvación, ni pasar, ni tiempo, nada.
No existe redención, ni encarnación, ni creación misma. No existen promesas, ni el mantenimiento de las promesas, ni el cumplimiento de las promesas».
(Ch. Péguy, Véronique)
O. V. Milosz crea un personaje temporal donde se injerta lo eterno. Su don Juan es un personaje donde se da la tentación, la prueba, el pecado, el tiempo, la salvación. En Miguel Mañara la promesa se cumple. Se trata de un misterio donde se narra el centro del cristianismo, del hombre.
El «héroe» del amor se declara víctima de sus propias fechorías. Es el hombre herido, pecador, que desea para sí «una nueva belleza, un nuevo dolor, un nuevo bien, una nueva vida».
Es el hombre pecador lacerado por un deseo que no puede acallar: «¡Ay! ¿Cómo colmar este abismo de la vida? ¿Qué puedo hacer? El deseo está siempre presente, más fuerte, más angustioso que nunca. Es como un incendio marino que con su llama llega a alcanzar lo más negro y profundo de la nada universal. ¡Es un deseo de abrazar las infinitas posiblidades!». Como dice don Giussani, «a la presunción del poder (de Mañara), cargada de censuras y negaciones, le corresponde en el individuo, en el hombre real, una gran tristeza, carácter fundamental de la vida consciente de sí, "deseo de un bien ausente", como decía Santo Tomás».
Pero este «bien ausente» no tardará en llegar a través de un signo, una mujer, Jerónima. Este encuentro le supondrá el paso del amor posesivo al amor que afirma el destino del otro; un encuentro inesperado que llena el corazón de Miguel de alegría. Pronto su corazón enturbiado por la muerte de Jerónima, su mujer, se verá probado y tentado.
Don Miguel, desolado, buscará en el Abad del Monasterio ahogar el pobre deseo de su infamia en la embriaguez de su dolor, pero el Abad le vuelve a situar en la verdad de sí mismo: «Penitencia no es dolor. Es amor». Y el amor que busca sólo lo mide la paciencia: «Un paso igual y seguido: ésta es la andadura del amor, ya camines entre dos setos de jazmines del brazo de una chica o solo entre dos filas de tumbas». El tiempo, la pobreza, el dolor, la esperanza son necesarios para reconocer lo eterno.
El Abad lee el corazón de Mañara. Su búsqueda había sido el amor y ahora en la vida del Monasterio encuentra el destino último de su deseo.
Sólo un amor objetivo, como el de Dios, que establece los pasos a través de los cuales el hombre puede reconocerlo cumple la vida de Miguel.
Y así la última petición de Mañara a Cristo será: «Yo estoy postrado en el polvo; dame vida según tu promesa».
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