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Huellas N.05, Julio/Agosto 1991

CULTURA

El drama del amor verdadero

Dado Peluso/Gonzalo Lapuente

La historia del Miguel Mañara de Milosz es la representación del paso del amor propio al verdadero amor de sí, tal como la experiencia cristiana propone.

«Ahora estoy solo en medio de los vivos como la rama desnuda cuyo seco mido da miedo con el viento de la tarde. Pero mi corazón está alegre como el nido que recuerda o como la tierra que espera bajo la nieve. Porque sé que todo está donde debe estar y va donde debe ir: al lugar asignado por una sabiduría que (el cielo sea alabado por ello) no es la nuestra».
Este es el final de Miguel Mañara (obra teatral, 1812, del escritor lituano emigrado a Francia, Oscar Milosz). La obra se abre con un banquete en el que el joven Miguel expresa todo el tedio y la insatisfacción en que le han sumido sus conquistas amorosas. En el segundo acto tiene lugar el diálogo con la joven Jerónima; es en la relación con ella donde Miguel irá entendiendo que el amor es gratuidad y no posesión. Pero Jerónima muere y «los espíritus de la tierra», en el tercer acto, parecen sugerir a Miguel que su búsqueda de un amor verdadero es pura ilusión. Mañara no cede a la tentación: descubre en Dios el objeto verdadero de todo amor y pide entrar en convento (acto cuarto: diálogo con el abad). Allí su amor se vuelve tan puro que es capaz de realizar un milagro: la curación de un lisiado frente a la catedral de Sevilla (quinto acto). El último acto es el cumplimiento de la tarea de Miguel, su muerte, definitivo ensimismarse con Cristo, realización última del propio deseo de amor. No conseguimos imaginamos un texto más simple y, al mismo tiempo, más sublime. No encontramos en él el desprecio del mundo y un juicio sobre nuestra sociedad deslumbrada por las fútiles promesas del consumismo. Más bien, nos muestra «una vejez enamorada de la tumba... que conoce el justo paso de las cosas», que ama la vida porque ama a Aquél que la ha hecho.
¿Es, pues, tan fácil la trayectoria humana de Miguel? Ciertamente, no. Porque ese reconocimiento es el fruto de una existencia consumada en la adhesión dramática al objeto verdadero del propio deseo humano. El sí de Miguel a Cristo, en la proximidad de la muerte, es el gesto de un hombre que se adhiere como inteligencia y corazón al Misterio que hace todas las cosas y del cual, en cada instante, nuestra libertad puede distraerse o apartarse siguiendo el aparente esplendor de las cosas mismas. Aquí está la gran diferencia entre Miguel Mañara y los don Juanes que le han precedido. Mientras Miguel termina su vida en la paz de un amor realizado porque ha sido vivido en la verdad, todos los otros terminan en el infierno: la estatua del padre de una de las mujeres seducidas por D. Juan, el Comendador, cobra vida e intenta convencer a D. Juan para que se arrepienta y cambie de comportamiento; éste lo rechaza y es arrastrado a los infiernos.
Miguel Mañara es el verdadero cumplimiento del don Juan, no porque «se haya hecho puro y bueno», porque «se haya convertido», sino porque lo que buscaba el don Juan de la historia y del teatro, de la realidad y del mito, él finalmente lo ha conocido y amado. El amor humano ha encontrado el objeto adecuado a su propia naturaleza, al propio deseo.
El hombre es deseo de infinito, porque el deseo (como la misma etimología lo indica, de-sidera) expresa la tensión humana a las estrellas (sidera), es decir, a algo infinito y eterno que cumpla la natural carencia del corazón humano, esa herida de la que el hombre, si es verdadero, tiene experiencia.
Como enseña toda la tradición cristiana, el deseo más profundo, y que es constitutivo del hombre, es el deseo de ver a Dios (desiderium naturale videnti Deum). No es casual que san Buenaventura hable de la caridad como del único modo que el hombre tiene de conocer y ver a Dios, porque en la caridad, como apertura gratuita al Ser, el hombre se aproxima más a la imitación de Dios que es misericordia.
La tradición espiritual medieval distinguía entre amor benevolentiae, aquel sentimiento que quiere el bien del objeto amado por el objeto amado en sí mismo, y el amor concupiscentiae, el amor al placer en sí y por sí, el amor camal, el amor propio.
La historia del Miguel Mañara de Milosz es, por lo tanto, la representación del paso del amor propio al verdadero amor de sí, tal como la experiencia cristiana propone.
Don Juan es un modelo, un arquetipo de la cultura europea como pueden serlo Ulises, Hamlet o Fausto. Este mito se encarna, sin embargo, únicamente en la época moderna. En 1630 Tirso de Molina publica anónimamente la historia de un caballero que mancilla el honor de numerosas mozas y debe huir de España al Reino de Nápoles para después regresar nuevamente a Sevilla. Al igual que una obra análoga (1615) de un jesuíta austríaco, la comedia concluye con la muerte del héroe, que «por representar la culpa teológica no puede ser ejecutado por mano mortal; debe ser asesinado por el Comendador ya que él ha sido asesinado por D. Juan» (Giovanni Macchia).
En el drama del español así como en las representaciones que con gran fortuna los cómicos italianos del Arte dan a conocer también en Francia, prevalece el gusto por la burla y el disfraz, por el juego, sobre el gusto por la conquista y la posesión. En el mundo del don Juan, al menos antes de que vaya al infierno, no hay lugar para el más allá, para él sólo existe la tierra con sus delicias y sus ocasiones de placer.
El drama barroco de Tirso de Molina, donde el burlador de las mujeres, de la muerte y de Dios era alegóricamente castigado, se vuelve un drama intelectual que representa la transgresión. Con Moliére (1665), sin embargo, D. Juan encarna la imagen de hombre típica de la cultura ilustrada: el libertino. Tal representación del mito del don Juan es la dominante en la cultura actual. No es casual que hoy vuelva a proponerse el libertinaje, dirigido ahora a la masa (la película Las amistades peligrosas, de la novela de Laclos, representa el equivalente femenino del don Juan). El modelo de hombre propuesto es el del seductor. Un hombre sin relaciones y, por ello, un hombre fácilmente homologable por el poder. Como afirma el filósofo Del Noce, «es como si el ateísmo cumpliese un ciclo, volviendo a las posiciones originarias; el ateísmo revolucionario en decadencia ha vuelto al ateísmo conservador-libertino, que hacía coincidir la desacralización radical (y, por ello, la ilimitada libertad sexual) con la negación del espíritu revolucionario».
Con Mozart (1787) el mito del don Juan encontrará una nueva vitalidad, este músico hace de él el gran drama de la sensualidad. Pero el deseo insatisfecho es el destino de este héroe (como señala Lacan), que persigue apagarlo a través de un interminable camino de insatisfacciones. El rostro trágico del amor pasión, que busca continuamente el placer efímero de los sentidos, es precisamente la muerte. Esta domina la escena de principio a fin en la obra de Mozart. Como un fantasma shakesperiano el Comendador asedia a D. Juan (según los críticos, Mozart tenía presente a Hamlet, signo de la justicia divina que en esa obra era la sombra del padre muerto). Y es este sentido trágico el que determina la nota dominante de la ópera. Según Riccardo Muti (director, en 1987, de la puesta en escena en la Scala de Milán) «el libretista, Da Ponte, ha querido escribir un drama divertido, quizá también por razones comerciales. Pero la música de Mozart orienta el texto en un sentido trágico. Con el don Juan lleva el discurso armónico a límites inauditos. Pienso que no es casual el que Mozart componga la ópera en re menor, como el Réquiem, que es la tonalidad de la muerte».
Esta complejidad de la ópera mozartiana abre a la profunda lectura romántica del mito. Según Hoffman (1813) D. Juan buscó realizar sobre la tierra, a través del amor, las promesas celestes que llevamos inscritas en el fondo del alma. Creyéndose siempre engañado en su elección y siempre esperando alcanzar el ideal que perseguía, D. Juan se encontró al final quebrantado por los placeres; la conquista de las mujeres se convirtió en audaz insulto a la naturaleza humana y a Dios.
Para Kierkegaard, D. Juan «es el héroe estético que todo lo vive en el instante, ver y amar son para él una sola cosa, todo es cuestión de un momento y el momento se repite hasta el infinito. Mientras el amor psíquico dura en el tiempo, el deseo sensual se disuelve con él. Es el seductor siempre infiel, que no ama a una mujer, sino a la mujer y, por ello, a todas. Su amor es sensual y no psíquico como el griego y el caballeresco». Para el filósofo danés, la música de Mozart es símbolo de esta dimensión, dada su esencia dionisíaca, demoníaca y su alegría de vivir con absoluta indiferencia ética.
Por lo tanto, sólo con Miguel Mañara el mito de don Juan encuentra su propio cumplimiento. Retoma el tema del amor, según su dinámica verdadera; del amor propio, agudo y violento, que se manifiesta en todos los campos de la vida humana, pasa, a través de la gracia de un amor real, a la profunda y perfecta conciencia de sí, al amor de sí. Es la experiencia a la que le han abierto a Miguel las palabras de don Fernando: el encuentro con Jerónima (hija de un viejo amigo del padre del joven) representa a sus ojos una realidad tan absolutamente nueva que reconoce no poder dominarla («vuestra voz me da miedo») y, al mismo tiempo, no poder negarla sin renegar de sí mismo.
Es precisamente en el encuentro donde el hombre se descubre como deseo y petición de otro, de algo distinto de él mismo, como búsqueda de cumplimiento; este cumplimiento puede buscarse bien como dominio, como posesión que reduce la realidad a objeto según la medida del propio ansia, o bien como apertura («se puede amar perfectamente en este mundo sin tener ansia de matar el amor», dice Jerónima). En el rostro de Jerónima se revela a Miguel aquel centro que atraviesa el aspecto inmediato de las cosas. El otro adquiere un aura sagrada, que invita a cambiar (como fue para Moisés la visión de la zarza ardiente, imagen del amor divino que arde sin consumir, presente en toda la tradición mística), a salir de uno mismo y encontrar la forma profunda de la propia identidad. «Sin tú no hay yo», dice el místico judío Martin Buber.
Miguel pasa, pués, de la pasión al afecto. La pasión amorosa muestra el engaño de la nada, una búsqueda de Dios que se deforma en rechazo de Dios.
El afecto (amor benevolentiae) es el amor que supera continuamente el nivel sentimental y posesivo de la relación (en el cual lo que domina es el conjunto de relaciones y emociones que el otro suscita), es el amor que afirma un bien objetivo, el destino, de tal modo que el otro es amado no tanto por sus cualidades, como por el misterio que es y por el destino de plenitud de ser y de bien hacia el que uno es atraído junto con el otro (Karol Wojtyla).
Miguel con Jerónima vive una relación no de posesión, sino de gratuidad; la adhesión a una realidad que no es proyección de su yo, sino signo de otro y medio para alcanzarlo.
Miguel, finalmente, encuentra en la alteridad, en la percepción de la diversidad del otro, una novedad; viviendo las cosas sin atribuirles valor absoluto, ni reducirlas a sí mismo, reencuentra el estupor ante la promesa que las cosas contienen, evocación de una belleza, de una bondad, de un bien apremiante.
Jerónima, pocos meses después del matrimonio, muere. El camino de Miguel continúa. Después de haber visto una belleza, una verdad tan grande, no puede volverse atrás. Su desesperación, el dolor por la ausencia de la mujer amada, se transforma en conciencia de que el signo, gratuitamente donado y encontrado en el tiempo, permanece eterno en su verdad.
El dolor se convierte en grito que abre al tercer acto del drama: el descubrimiento de Dios fuente y término del amor, origen y meta de la demanda humana.
Ante el abad, Miguel descubre que Dios no es tan solo artífice de su propio desvelarse; es también Él quien establece todos los pasos a través de los cuales el hombre puede reconocerlo. Incluso el dolor puede volverse orgullo, como también la penitencia, si no es reconocimiento de la objetividad de Dios que pasa a través de la figura del abad, la regla monástica y la objetividad de la Iglesia. Precisamente, será en la dependencia respecto del abad donde Miguel tome conciencia del camino vivido.
Y así, se dará en Miguel el último signo de la presencia de Dios en él: el milagro de la curación de un mendigo, signo de la imitación de Cristo que es misericordia hacia el hombre.
A Dios que le llama, Miguel podrá decirle: «Aquí estoy»; toda promesa se cumplirá, la paz plena coincidirá con la contemplación del rostro de Cristo, del que son signo todos los rostros de los hombres y que todos anhelan.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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