Apuntes de la tercera lección de Luigi Giussani en los Ejercicios Espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Rímini, 17 de Marzo de 1991
«El ángel del Señor anunció a María» (Le 1,26). Es el acontecimiento de la historia del mundo y de la vida personal. Cristo ha venido, el Verbo se ha hecho carne, el Misterio se ha hecho alguien como yo: un pequeño grumo en el vientre de una mujer, un niño, un joven. Muerto por nuestras culpas: expiación. Resucitado: comienzo de la realización de su señorío sobre la realidad. Este es el acontecimiento que crece con el tiempo y que, al crecer, produce orden en el tiempo.
Hace falta el «fiat»
Pero, para que esto ocurra, hace falta que el ángel del Señor, al llevar el anuncio a María, la escuche decir: «Fiat, hágase en mí según tu palabra»; que mi vida suceda de acuerdo con este acontecimiento; que mi vida se sumerja en este acontecimiento.
La conversión, sí. Todo el resto lo hace la fuerza de Cristo, Espíritu que engendra y guía el acontecimiento, el Espíritu que produce y dirige el orden del yo, de todo el pueblo humano y del cosmos entero hacia su destino, Cristo.
Fiat. La vida ya no resulta estéril: «Y la Virgen concibió por obra del Espíritu Santo». Y la Virgen concibió. La estéril ha concebido. Yo, estéril, he concebido. Yo, estéril, que habría podido ser tan desértico, tan vacío, tan árido como casi toda la gente con la que me encuentro, ¡ya no soy así!
Decir «Hágase en mi según este acontecimiento» (cfr. Le 1,38) produce, algo dentro de mí, como le ocurrió a María: vuelvo a las cosas ordinarias llevando dentro un niño, una humanidad nueva, algo de lo que no me doy cuenta inmediatamente. Cristo expiación, perdón y resurrección se convierte en el corazón de la vida ordinaria.
Memoria y sueño
La memoria es más grande que el sueño. La vida ordinaria, o está gobernada por el sueño, es decir, por una proyección de nuestros deseos según la hechura con que se presentan en nuestra imaginación, o bien está gobernada por algo que ha sucedido y que porta consigo el significado de toda mi vida.
La memoria es más grande que el sueño. El sueño es un esfuerzo tuyo que al final te agota. La memoria consiste en hechos de Dios que se ordenan para crear la figura, es decir, la estructura de tu presente. Vives este instante presente porque algo del pasado, hasta antes de ayer, de ayer, de esta mañana, se ha ordenado para crear la figura, la estructura de este momento tuyo y creará la figura y la estructura de tu momento de mañana.
La figura del presente no es casual; y esto se entiende por el hecho de que el presente te llama, te grita, tiene dentro algo que excede la suma de los factores que lo componen. Si analizásemos todos los factores ocasionales que han construido este momento, nunca explicarían por explicar algo que está contenido en este momento pero que excede la suma de esos factores: un grito.
El pecado más grave es no comunicar
Esta humanidad se nos da para que la comuniquemos. Nuestro gran delito, el pecado por excelencia, es no comunicar. No hay pecado más grave que el no comunicar. Es abandonar a Cristo, dejarlo solo gritando al mundo y diciendo silenciosamente «Heme aquí», ofreciéndose en el secreto del corazón o gritando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
«La misión es un problema de fe; es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y de nuestra fe en su amor hacia nosotros». Nos lo recuerda la encíclica Redemptoris Missio de Juan Pablo II.
Lo que nos decimos entre nosotros es un pequeño reflejo del gran diálogo que comenzó hace dos mil años entre Cristo y el hombre que está en el mundo; y ahora entre Cristo y el hombre de nuestro tiempo; porque el hombre de nuestro tiempo sólo en Cristo puede vivir.
Este diálogo con el mundo, con el hombre de nuestro tiempo, es la vida del movimiento.
Confusión
Nuestro tiempo se caracteriza por un sola cosa: la contusión. Una trágica confusión cuyo símbolo más trágico es la violencia en el sentido físico del término.
Para que el diálogo con el hombre de nuestro tiempo atraviese la densidad de esta confusión, penetre a través del grito y el estrépito de la violencia, debe resultar una palabra clara, debe consistir en un diálogo claro.
La claridad de nuestro diálogo coincide con la fidelidad a nuestra historia; y la fidelidad a nuestra historia tiene dos características ligadas entre sí.
Unidad y libertad creativa
La primera es la unidad, con la cual vivimos analógicamente la obediencia de Cristo al Padre. La obediencia de Cristo al Padre («hecho obediente hasta la muerte» [Fil 2,8]) se traduce en la unidad entre nosotros, en la unidad que respeta la jerarquía del movimiento.
La fidelidad a la historia es, pues, ante todo, fidelidad a la unidad. Juzgar, utilizar y afirmar la propia opinión poniéndola por encima o pasando por alto la referencia a la unidad del movimiento, no lleva más que a un aumento de la confusión; en cualquier caso.
Pero esta unidad debe estar ceñida, debe estrecharse, abrazarse -pues es fraterna- con una libertad creadora. El poder creador del Espíritu pasa a través de quien el Espíritu quiere y, por eso, el supremo deber de quien tiene responsabilidad es el amor a la libertad creadora. ¡Cierto que no sería amor protector y capaz de valorar si no fuese también juicio!
Amor al camino del otro
En ese diálogo entre Cristo y el hombre de nuestro tiempo en que consiste el movimiento, además de coraje frente a la confusión y la violencia, además de la claridad en la fidelidad a la historia hecha de unidad y libertad fecunda y creativa, es necesario tener amor al camino del otro. El camino de aquéllos que buscan y que están entre los más atentos que conocemos; el camino de aquéllos que no buscan y nos parten el corazón; y también el camino de aquéllos que reniegan de nosotros, nos persiguen y nos calumnian.
Amor al camino del otro; no un amor contradictorio, fruto de un ecumenismo barato para el que todo es igual. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Un amor a la historia del otro no contradictorio sino capaz de valorar la más mínima mota de intuición verdadera que podamos encontrar. Y, por ello, colaboración, aunque se trate de un milímetro cúbico. Colaboración a toda costa hasta llegar a los últimos terminales de la energía que hace moverse al otro.
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